Descubriendo la piel del Niño Dios (24 de diciembre 2014)


Es inevitable que me asalten recuerdos de otras tantas navidades pasadas con mi familia cuando niño, adolescente y joven adulto, cuando fraile franciscano y sacerdote, cuando obispo. Pasan deprisa por mi mente los escenarios de otros momentos que fueron poniendo paisaje y ambiente en otros momentos de mi vida que empieza ya a tener su álbum de años. Madrid, Toledo, Ávila… Roma, Salzburgo… Huesca y Jaca, Oviedo. ¡Cuántos momentos, cuántos rostros, cuántas formas de vivir este instante dulcemente intenso de la navidad cristiana!
            Una vez duchados y colocados en nuestras estancias misioneras, nos preparamos a la cena. No acompañaban el Padre Alejandro y el Padre Antonio, Jacques y su familia, y algunos catequistas. Con ellos D. Manuel y yo nos sentamos a la mesa. Unos villancicos se oían en el comedor como música de fondo. Más al fondo el muecín musulmán entonaba sus plegarias como un contrapunto ajeno a lo que allí estábamos celebrando. Hice en francés la bendición dando gracias por el encuentro, por esa mesa fraterna que tenía un porqué y que no queríamos olvidarlo. Era noche buena, la noche más buena de la historia. Estábamos en África, sin la nieve de nuestros nacimientos en los lares habituales y sin el frío de estas calendas allá en lo que dejamos.
            La cena era especial y fue especial también el menú para tan señalado momento. Todo estaba ya en la mesa: una ensalada de lechuga y tomate, y unas tortillas de patatas. No hubo más. A mí aquello me llamó la atención hasta conmoverme. Nunca una sencilla tortilla de patatas me supo tanto a fiesta porque a manjar de fiesta le sabía a aquella gente. Estaban tan contentos que repitieron, y nosotros con ellos. Estos hermanos pusieron el nivel adecuado a lo que clasificamos como ordinario y extraordinario, como especial o como cotidiano. Haciendo así estábamos contentos de poder compartir un mantel cuya excepcionalidad festiva la marcaban quienes nos acogían. En este gesto de unidad con ellos, dejamos que entrase el motivo de su fiesta, que era la nuestra, y nos felicitamos. Bueno, también hubo un buen vino (este sí que era muy extraordinario, y tanto), piña de postre y unos turrones que trajimos desde Asturias.
            A las nueve y media bien pasadas nos despedimos para prepararnos. La misa del gallo empezaría a las once allí en la iglesia parroquial de la Misión. Ya se iban acercando las familias, los jóvenes con su algazara africana, y aunque no había mucha luz fuera de la iglesia, se iba formando el ambiente de algo especial cuidadosamente esperado y preparado. Al llegar a la iglesia hacia las once menos veinte, cuál fue la sorpresa verla toda llena (es bastante grande). En la capillita del santísimo un grupo de jóvenes rezaban el rosario, a los que me uní enseguida. Primero fui a ver el misal y las lecturas y darles un repaso de pronunciación. Todos me miraban con la curiosidad de quien ponía una nota de color: sobre la mayoría del negro, mi puntito blanco. Allí el de color era yo, y el que daba la nota ¡de qué manera! Fui saludando a los más pequeños que estaban delante, a los del coro… y me fui a rezar el rosario con los jóvenes de la capilla del fondo. Estaban con un grupito de Franciscanos de la Inmaculada, cuyo santuario y noviciado no está lejos y habían venido a celebrar con nosotros esta noche santa.
            Nos revestimos y comenzó la misa. Cruz procesional, un grupo suficiente de monaguillos excelentemente adiestrados en su oficio de ministrar, los concelebrantes. La procesión de entrada fue lenta y cantada y danzada. Realmente bella, con esa armonía simple y sentida, muy verdadera como todo lo africano. Tras el saludo ritual de la misa, los invitados fuimos presentados. Aquellos ojos blancos que brillaban como humanas luminarias en el fondo de la piel oscura de nuestros hermanos, se abrían con toda la curiosidad del mundo para ver quién éramos cada cual cuando nos fueron presentando con nuestro nombre, procedencia y oficio en la Iglesia del Señor. La acogida tomó forma de aplauso lleno de gratitud y benevolencia.
            Era inevitable que me supieran tan distintas aquellas lecturas, salmos y cánticos. El ambiente y el motivo era otro bien distinto este año. El relato del nacimiento de Jesús volvió a sorprenderme de nuevo. Como si estuviera oyéndolo por vez primera al ver una iglesia tan llena de cristianos que acogían de veras la buena nueva. Se proclamó en francés y en baribá (la lengua local). Al terminar el evangelio me dirigí a todos ellos. Les di las gracias por su acogida, por poder celebrar con ellos que Jesús ha nacido en medio de nosotros. Cada uno con nuestro nombre, con nuestra edad, somos como los pastores de aquella primera noche, noche buena de verdad. Y Él ha venido a salvarnos de un modo especial: no como un guerrero armado hasta los dientes que se aprovecha de nuestra indefensión, no como un potentado forrado de dinero que prescinde de nosotros o nos usa cual aprovechón, no como un sabelotodo que nos humilla en nuestra ignorancia. Dios ha venido a salvarnos haciéndose hombre… naciendo como bebé de una mujer joven y virgen para siempre. Ha sido su método, su forma de venir a contarnos lo que eternamente pensó y deseó para nuestro bien.
            Pero este Dios que era la Palabra… tuvo que aprender nuestra lengua para que nosotros podamos hablar la de Él. Este Dios que vino a pasearnos su mensaje, tuvo que aprender a andar en nuestros caminos para que nosotros podamos frecuentar los suyos. Un Dios así no da miedo, ni humilla, no se aprovecha de nosotros. Es un Dios que se nos muestra con la necesidad de crecer en sus hablares y andares, como sucede con cualquier niño al que su madre debe enseñar a decir las cosas y a no tropezar cuando camina. El quiso crecer delante de nosotros para que nosotros aprendiésemos a crecer ante Él.
            Tuvieron el gesto de cantar en español Noche de Paz, Noche de Dios. Recordaba esa pequeña iglesia austriaca muy cerca de Salzburgo, en Oberndorf, donde Franz Gruber puso música a la poesía que el párroco había escrito. Esa entrañable canción navideña del Stille Nacht, sonó en las gargantas beninesas de Bembereké con letra española. Realmente fue un detalle de cariño con el que nos desearon la feliz Navidad.
Era verdaderamente Noche de Paz, Nochebuena de veras, cuando asomado al nacimiento que adornaba la iglesia parroquial en nuestra misión diocesana, vi que el Niño Jesús había nacido negro, un negrito encantador arrullado por su mamá igualmente de su mismo color.

La piel de Dios no tiene pasaporte, no sabe de fronteras, no tiene problema con las lenguas. Dios se ha hecho uno de nosotros, naciendo allí donde la vida llora o sonríe, donde sueña sueños de oro o se desvela con pesadillas, donde ama y la corresponden, donde la desprecian hasta el holocausto. Dios ha venido para hacernos esta grande gracia navideña: aprender mi lengua para que yo sepa de sus hablares, venir a mis caminos para que yo frecuente los suyos por donde anda. El Niño Dios es tan africano como europeo, su piel es tan blanca como la mía y tan negra como la que aquí estoy viendo. Bendito milagro de quien así ha puesto su tienda de encuentro en el descampado de mis contiendas de desencuentro.

Es Nochebuena. Salimos cantando con una procesión cantada y danzada de nuevo. No había prisa aunque era ya mucho nuestro cansancio acumulado por un largo viaje. Ellos se quedaron a continuar la fiesta a su modo y con sus cantos. Yo me fui a descansar rendido y lleno de gozo. Los ángeles de aquel Portal y aquellos pastores velarían mi sueño. Feliz Navidad.


2 comentarios:

  1. Que preciosa narración de una Nochebuena diferente.Feliz Navidad Don Jesús!!
    Un abrazo

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  2. El Señor os conceda la paz.
    Gracias Fray Jesús, por compartir esta experiencia de fraternidad. Que Dios se encarne en un pesebre, que se exponga al "contagio" humano, es algo que puede escapar a la comprensión de los poderes del mundo. Que nuestro pastor se encarne en Navidad en el portal de Benin, es un testimonio de amor que nos une en fraterna caridad a los hermanos de esta gran familia, que en este "siglo" estamos obligados a celebrar la Noche Buena separados por fronteras de trazo perverso. Ojalá el Señor nos reúna a todos de nuevo, entorno a la misma mesa, para celebrar la Navidad eterna, donde la condescendencia no tiene lugar, donde no hay ya fronteras que nos defiendan del contagio fraterno.

    Dani Cortizo, OFS.

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