12. Palabra final. 3 de marzo de 2012


La gracia agradecida de una sorpresa anunciada

      

     

    Debo terminar ya este relato testimonial. Ha sido como un diario de viaje que me ha llevado desde Asturias hasta Bembereké. Lo dije al comienzo en mi breve primera entrada: voy vacunado para casi todo, pero no para Dios, que estoy dispuesto a que me “contagie” sorprendiéndome en cada momento y en cada rincón. Al final de este periplo misionero puedo decir que realmente el Señor ha sabido sorprenderme cuando me ha permitido asomarme a tantas realidades, rostros, desafíos, que hacen que ya no pueda ver mi cotidiana aventura del mismo modo. Ha sido una gracia de Dios.

          No es la impresión fugaz de algo impresionante. Es algo que queda grabado a fuego dentro de tu alma, y que no puedes olvidar ni quieres. Dios tiene piel negra. Dios tiene problemas de agua, de alimento y de vivienda. Dios necesita tener iglesias. Dios quiere ser educado en aquellas lenguas, con esa cultura, con esos modos y maneras. Dios tiene una gracia que repartir a aquellos sus hijos, y una Buena Nueva que contarles. Dios está allí… y en aquellos hermanos nuestros nos espera.

          La Misión Diocesana de Bembereké es una parroquia grande que nuestra Diócesis de Oviedo atiende en aquel lugar. Son tantas personas, es tanto el territorio, son tantas las iglesitas y capillas, es tanto lo que se nos pide y de nosotros se espera, que resulta insuficiente tener sólo un misionero, nuestro querido hermano el P. Alejandro, y deberemos ver el modo de ayudarle y de ayudarnos: con presencia de algún sacerdote más, o de laicos, o de religiosas; con el compartir fraterno de los bienes que nosotros tenemos en todos los sentidos. No es paternalismo ni frívolo saco roto. Es, como dice Pedro en su primera Carta (1 Pd 4,10), ponernos al servicio de los hermanos con los dones que hemos recibido de Dios.

          Doy gracias al Señor y me pongo bajo la mirada de nuestra Santina de Covadonga, para que esta dimensión misionera de nuestra Iglesia Diocesana de Oviedo, despierte el compromiso evangélico más puro y más generoso y sincero. No se nos pide dar lo que nos sobra, sino incluso aquello que estamos necesitando para nosotros mismos. Como la pobre viuda del Evangelio, cuyo gesto no pasó desapercibido a los ojos de Jesucristo.

          Mi gratitud a cuantos han trabajado en esa Misión Diocesana a lo largo de estos veinticinco años, cada uno con su nombre y con su siembra que ha ido quedando. Gracias a José Antonio y a César que me han acompañado y con los que he convivido estrechamente como hermanos. Gracias a Alejandro, que allí sigue contento y entregado. Ayer me escribía este correo: “Querido D. Jesús: doy infinitas gracias a Dios por haber hecho realidad, con su cristiana complicidad, la tan deseada y ansiada visita. Me siento, además de agraciado y agradecido, especialmente contento. Su palabra y sus compromisos han agrandado y fortalecido nuestra esperanza. Toda mi vida es para Cristo y su Iglesia. Es una enorme gracia poderla vivir, muchas veces indignamente, entre los preferidos del Señor y así servir humildemente a su pueblo que camina en Asturias. Espero poder seguir con Vd. una relación tan sincera como continua. Un fuerte abrazo y que el Espíritu vigorice su difícil misión”.

          Pues a eso estamos, querido P. Alejandro. Por último, gracias a quienes han hecho posible que hayamos hecho esta visita pastoral, y a nuestra Delegación de Medios de Comunicación (José Emilio y Anabel), que tuvieron la buena idea de acercar nuestros respiros misioneros a tanta gente del mundo entero a través de este blog que han cuidado con todo esmero.

          El Señor ha estado grande. Nosotros estamos contentos. Él os bendiga y os guarde.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

11. Los bajos fondos de una cárcel y las altas cimas de la esperanza


“Y bajó a los infiernos”. (2 de marzo de 2012)

La bendición de los colchones

         
         Llegando ya al término de mi estancia en Benín, me aguardaba todavía un último asombro con el que no cuentas, para el que no estás preparado, y que se te impone así: gratuitamente y de sopetón. Resulta que el P. Angel me había pedido un regalo con motivo de los diez años de ese centro de Mensajeros de la Paz, La Maison de la Joie pour les Enfants. Lo hizo al final de la misa que presidí y de la que ya he hablado. Lo hizo públicamente comprometiéndome cordialmente ante todos.

          ¿Un regalo? Sí, un grande e insólito regalo: véngase esta tarde conmigo a la cárcel y visite a las reclusas que son madres, a los jóvenes que están allí dentro. Puff… ¡cómo negarme! Más aún: me parece que el regalo será mutuo porque vendrá envuelto como Dios precinta sus cajas con un buen lazo de amor y caridad. Lógicamente le dije que sí, y lo dije de todo corazón, no para salir del paso sacudiéndome el agobio. Pretexto tenía, pues se trataba de hacer hueco en una tarde en la que ya debíamos ir al aeropuerto para volver a España. Pero sin dudarlo, le dije que le hacía y me hacía ese cristiano regalo.

          Una vez más volvía el texto del Evangelio de San Mateo que ha venido “persiguiéndome” en todo este viaje a la Misión: “venid a Mí, porque estuve en la cárcel y vinisteis a verme”. Y allí estaba Él, en una presencia que no figura en los catálogos, y que descoloca aparentemente cualquier plan pastoral haciendo saltar por los aires hasta el mismísimo YouCat. Sólo en apariencia, como digo.

      
    La primera cosa que nos encontramos a las puertas de la prisión de Cotonou fue la cantidad de coches oficiales que había. Se trataba de una visita y posterior reunión que tenía con una representación de presos el Presidente de la Asamblea de Benín, algo así como el Presidente del Parlamento. Una vez dentro, y camino del pabellón (por decir algo) de las mujeres, nos cruzamos con él. Me saludó atentamente y nos dio las gracias por nuestra visita y nuestra labor dentro de la cárcel. Era algo chocante, el despliegue de seguridad que acompañaba al Presidente y su séquito, las miradas de los presos como armas arrojadizas a su paso, y nuestra pequeña y desarmada Delegación: La Hermana Begoña (monja española que trabaja allí con las mujeres y sus pequeños), el P. Angel y sus colaboradores más cercanos, y nosotros cuatro (Alejandro, José Antonio, César y yo) que como jinetes del Apocalipsis veníamos desde Bembereké.
          Tras una puerta estrecha y maltrecha, pasamos a la zona de las mujeres. Nos acompañaba un funcionario de la prisión. Debo reconocer que impresionaban sobre todo las miradas, en las que se mezclaban los gritos de auxilio, la gratitud por la visita, el desprecio por haber llamado a su puerta, y los deseos más inconfesables que te sacaban los colores. Un montón de mujeres, en su mayoría jóvenes, muy jóvenes incluso, que estaban hacinadas como no vi cosa alguna. Sin ningún tipo de recato, pero sin perder la dignidad, allí estaban viéndonos pasar.
          Algunas de ellas, mamás jóvenes, tenían a sus pequeños hijos con ellas, mamando todo lo que allí se podía mamar: su leche materna, pero también todo cuanto de insalubre, de dureza, de violencia, de desesperación, inevitablemente no se podía filtrar. Bajo unas lonas que protegían del sol atorrador y aterrador con un calor que olía tremendamente mal, nos fuimos colando hasta el final de aquel corredor al aire libre, el único que –con dificultades– era libre en aquel lugar.
          Nos dejaron pasar a una celda dormitorio. Allí pernoctaban más de sesenta mujeres con sus hijos encima, en un ambiente lúgubre, irrespirable y hediondo que no sabría describir y que jamás olvidaré. Veías de todo, hasta lo que no sabías que existía y que ya no se podía dar. Las ideas que uno tiene de nuestras cárceles europeas, al menos las que he visto yo, son casi la cadena Hilton en comparación con estas. Sus ropas exteriores e interiores mal lavadas estaban colgadas por doquier para secarlas. La comida se la preparaban ellas mismas cocinando en el suelo con fuego de piedra y leña, en perolas terribles que cocían no sé qué. Así íbamos hasta que la Hna. Begoña me dijo que pasara a un pequeño ensanche bajo lonas, donde habían colocado unas bancas de madera. Había que hablar.
          Hablaron tres mujeres. En un francés realmente gritado, pues parecía que nos estaban abroncando como si fuésemos los culpables o al menos los cómplices de aquella situación suya, nos dieron las gracias por estar allí. Agradecieron el pequeño pabellón que Mensajeros de la Paz habían facilitado su adecentamiento y el equipamiento de camas y colchones. Particularmente agradecidas por la labor de la Hna. Begoña y los demás cristianos que trabajan en la pastoral penitenciaria de aquél increíble lugar. No faltó la crítica a otras organizaciones, algunas oficiales y gubernamentales, que iban allí sólo para sacarse fotos en la campaña electoral.
          Cuando terminaron de hablar…, y dejándonos mudos de asombro y de dolor, me pidieron que les dijese algo, que tenía que darles un mensaje. Fui casi incapaz. Y conmovido hasta el tormento, especialmente por lo que nos dijeron sobre las mujeres verdaderamente inocentes que están allí sufriendo una condena injusta y ajena, traté de decirles algo, más con los ojos misericordiosos que con el discurso de mis pobres palabras, muy sentidas y sinceras, pero enormemente desproporcionadas.
          Hay muchas prisiones, les dije. Esta vuestra, tan terrible, pero también está la de afuera que es muchas veces más cruel todavía. Vosotras sabéis lo que es sufrir aquí y no tener libertad, afuera ni siquiera lo saben y viven como esclavos de su egoísmo, de sus injusticias, de sus mentiras, quienes creen que gozan de una falsa libertad. Ellas rompieron en aplausos y yo casi rompo a llorar. Los niños que merodeaban nos miraban extrañados. Las madres y demás mujeres lo hacían con un respeto y con una atención que te helaba la conciencia de tu palabra en aquel momento.
          Aunque cueste creerlo, Dios os quiere. Está con vosotras y no deja de sostener vuestra esperanza. Es el único que no juega con vuestra libertad, el único que conoce de veras vuestros errores y vuestra inocencia. Y así os ama. Os ama de verdad y sin ponerle precio.

Haremos lo que podamos por ayudaros a estar aquí y por que salgáis quienes nunca debíais haber entrado.

          Ellas acogían esas pobres palabras traduciéndolas en el compromiso que ya han verificado de la Hna. Begoña y sus colaboradores cristianos, y sabían que no era un hablar por hablar o por salir del paso. No les pedíamos un voto, no nos hicimos ninguna foto con ellas, no les suscribimos a nada ni les exigimos el pago de un peaje religioso y parroquial. Tan sólo quisimos acercarnos al sufrimiento real de personas que han cometido errores, tal vez no todos han hecho los más graves errores, pero ahí estaban muriendo en vida en un infierno sin libertad. La Hna. Begoña me pidió que las bendijese. Y ellas lo esperaban. Para ese sencillo gesto, vinieron incluso quienes no participaron en nuestra improvisada reunión. ¡Cómo me impresionó verlas arrodillarse, juntar sus manos en el pecho cruzadas, y bajando sus cabezas recibir la bendición del Señor! Así lo hice, bien sabedor que Dios me había bendecido a mí en ellas. Sin palabras. Sencillamente sin palabras.
          Finalmente fuimos a otro patio donde estaban los jóvenes. Unos sesenta chicos entre 15 y 20 años (más o menos), estaban igualmente hacinados, de cualquier modo y manera, quemando sus energías mozas con un balón o algo que lo parecía. Resulta que estaban enfermando, y no sabían por qué. La celda donde dormían todos apenas sin luz y sin ventilación, tenían los colchones de gomaespuma talmente infectados que dormir allí suponía contraer cualquier cosa. Debían quemarlos todos. Pero no había presupuesto para unos nuevos. Es lo que facilitaron los Mensajeros de la Paz. Nos enseñaron los colchones y querían que ¡los bendijese! ¿Bendecir unos colchones? Sí, hágalo, me dijeron.
          Y bendije aquellos colchones como se bendice un coche, una casa, un colegio o un hospital: para que el Señor diga-bien, para que bien-diga a los que en ellos dormirán. Y así les dije a los chicos: no sé por qué estáis aquí en la cárcel ni cuánto durará vuestra estancia, pero deseo de corazón y así lo pido a Dios, que estos colchones os permitan soñar la libertad dejando atrás todas vuestras pesadillas. Habéis nacido para la libertad y para el bien, no defraudéis a Dios que a esto os ha llamado. Aplaudieron, nos dieron la mano entusiasmados y agradecidos. Y nosotros nos fuimos marchando.
          ¡Qué tremendo, Dios mío! Fueron unas horas de paréntesis casi inhumano. Pero para nosotros el paréntesis se terminó cerrando. El de esas mujeres y esos chavales seguía cotidianamente abierto y esperando. Allí estaba Cristo, en esa cárcel, donde fuimos a verle en la carne, el corazón y el alma de sus hermanos en prisión. Saliendo afuera, vi a los presos “externos”, los que sin saber de sus barrotes, celdas y cadenas, también están sin libertad, sin fe, sin amor ni esperanza. El llamado “primer mundo” es a veces es un penal de lujo y con cinco estrellas, en donde tampoco se vive la paz, la alegría, el respeto y el amor por los que Cristo dio su propia vida.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo




10. Entre el sueño de Dios y las pesadillas humanas: la esperanza de los niños

“El que no se haga niño no entrará en el Reino de los cielos”. (2 de marzo de 2011)



           Una de las cosas que me decían los lugareños benineses es que su país no es tan conocido como otros de África porque no tienen conflictos bélicos: ni están en guerra con los países limítrofes ni tienen tampoco batallas tribales entre las propias etnias. Sin duda que es un motivo de alivio semejante ignorancia y una triste celebridad cuando te conocen por las masacres raciales y los enfrentamientos violentos.

           El testimonio de no pocos misioneros, algunos de los cuales han sido nuestros cuando teníamos la Misión Diocesana en Burundi o en Guatemala, es que determinadas violencias son de diseño: están programadas o bien desde el egoísmo de algunos prepotentes que quieren seguir manteniendo sus imperios de dinero y propiedades a toda costa y por cualquier precio (incluso matando u organizando matanzas entre los pueblos); o bien desde el interés comercial de la industria armamentista de las potencias mundiales, capaces de provocar una guerra fratricida para dar salida al armamento que se les quedaba obsoleto y apunto de caducar, o para probar novedades jugando con las vidas de inocentes como se experimenta con los conejillos de indias; o bien porque hay otro tipo de intereses de índole estratégica y conviene desestabilizar una zona del planeta para debilitar aún más su débil posición o hacer más fuerte la de ellos frente a todos los demás.

           Todo esto se da bajo diseño jaleado, financiado, urgido entre aquellos pueblos africanos también. Por este motivo la voz de la Iglesia en cualquiera de estos escenarios antes señalados es siempre una instancia incómoda. Nos sucede igualmente con determinados gobiernos y partidos políticos dentro de la sociedad democrática y pacificada. Pero en donde además hay violencia y guerra, el Evangelio de la Paz suena extraño y provocativo, y presentar el mensaje cristiano en toda su integridad no es apto para todos los públicos que quieren hacer de la suya una única voz. La mejor manera entonces de censurar el mensaje es matar al mensajero, y así se hace de tantos modos dando pie a las mil historias martiriales: desde Jesucristo hasta el último que por amor a Él y a los hermanos sufrieron el alto precio de tener que entregar la vida como el Maestro.




           La paz, la paz. De esto versó nuestra última mañana en Cotonou, porque sabiendo que estábamos allí en Benín el Arzobispo de Oviedo y la Delegación de Misiones de nuestra Diócesis, el Padre Ángel nos invitó a la misa que se había organizado por parte de Mensajeros de la Paz con motivo del décimo aniversario de la sede en Benín, concretamente la “Maison de la Joie pour les enfants”, la Casa de la Alegría para los niños. Allí fuimos, y junto al Señor Nuncio Apostólico de Benín y Togo, algunos sacerdotes diocesanos de Cotonou, religiosas, embajadas extranjeras, nuestro Señor Cónsul y las personas que llevan ese Centro de acogida, celebramos la Eucaristía con los niños que están recogidos en ese lugar de esperanza.



           Gentilmente me cedieron la presidencia de la Santa Misa. Durante la homilía pude agradecer públicamente la labor meritoria que este sacerdote asturiano, el padre Angel, lleva adelante desde hace más de cincuenta años, los que él lleva de ordenación sacerdotal. Su presencia en tantos países del Tercer Mundo y también en medio de nuestro Primer Mundo herido de insolidaridad, acerca la esperanza al mundo de la ancianidad y de la infancia más desprotegidas. Como él mismo decía en sus palabras finales, Mensajeros de la Paz debe su inspiración a la Iglesia y con ella quiere caminar. Nos dio las gracias a los obispos, haciendo mención expresa a los que hemos pasado por la sede arzobispal de Oviedo: Tarancón, Díaz Merchán, Osoro y ahora Sanz.

           Los niños son siempre los preferidos de Dios. Ellos fueron la mejor parábola que Jesús nos propuso poniéndoles en medio de sus discípulos y diciendo que sólo quien se haga como un pequeño podrá entrar en el Reino de los Cielos, y ay de aquél que abuse o maltrate a un inocente pequeñín, pues más le valdría que con una piedra de molino atada al cuello le arrojasen al mar. Palabras graves y severas, que tienen una triste actualidad cuando hemos tenido que pedir perdón por esos crímenes también dentro de la comunidad cristiana, como ejemplarmente ha llevado a cabo con libertad y humildad el Santo Padre Benedicto XVI. No obstante, en la violencia física, moral y sexual contra los niños, los casos de sacerdotes o religiosos que han sido acusados y condenados por este terrible delito, representa el cero coma poco del porcentaje de una tragedia mundial y de una modalidad de crimen cultural de nuestra sociedad más corrompida y pervertida. Como tantas veces hemos repetido, un solo caso entre nosotros ya habría sido demasiado, cuánto más si han sido tantos casos como hemos tenido que lamentar. Pero dicho esto, hemos de seguir insistiendo en que este problema no es de la Iglesia Católica o de su clero (cero coma poco, lo repito), sino de una sociedad enferma y desquiciada, de la que también los cristianos formamos parte en su lado más oscuro. La criminalización que hemos sufrido por parte de determinados grupos políticos, mediáticos y culturales, ha escenificado injustamente que la pedofilia es un pecado “sólo” de los católicos, “sólo” del clero católico. Evidentemente hay una intencionalidad macabra y estratégicamente diseñada.

           Aquellos niños recogidos en La Maison de la Joie pour les enfants eran el patente testimonio de esto que acabo de indicar: compra-venta de pequeños, abuso sexual y redes de pederastia, maltrato físico, víctimas de sus padres, exclusión por defectos físicos o enfermedades, y un largo y terrible etcétera. Esos niños preferidos de Dios, fueron despreciados por los hombres. A esos niños creados con un sueño de bien y felicidad por Dios, se les impuso una cruel pesadilla tan injusta como indebidamente. Y allí estaban tratando de salir adelante… con Dios y ayuda. Ese es el mensaje de los Mensajeros de la Paz.

Como hacemos en nuestra Misión Diocesana de Bembereké, como se hace en tantos sitios a través de la presencia de la Iglesia, queremos devolver a los niños ese sueño de Quien les creó, sacándoles de todas nuestras pesadillas. Y la pregunta no retórica de dónde está Dios cuando suceden estas cosas, cuando hay catástrofes naturales, cuando se dan las guerras… tiene siempre una respuesta que tampoco debe ser teórica: Dios está en primer lugar en los que sufren, en aquellos que son víctima de cualquier cosa o situación. Y en segundo lugar, Él también está en los que habiendo entendido su Misericordia y Ternura divinas, “le prestan” sus manos, sus labios, sus ojos, su corazón, su tiempo, sus talentos, para que a través de ellos los que sufren y son víctimas puedan volver a empezar con una esperanza sin trampa.

           En Cotonou hay una casa, que está pintada de alegría, y en la cual los niños más desamparados han aprendido a sonreír dejando de ser rehenes de sus desdichas. Sí, La Maison de la Joie pour les Enfants es una hermosa expresión de las muchas que tienen los Mensajeros de la Paz. Dios soñó a estos pequeños, y han sido salvados del egoísmo que les imponía las peores pesadillas.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo


9. Los mercaderes de la libertad

"Para ser libres nos libertó Cristo" (Gál 5,1). (2 de marzo de 2012)






           Hemos dejado atrás ya Bembereké. El viaje de regreso hacia Cotonou, capital administrativa y económica de Benín, nos esperaba más o menos como lo hicimos al llegar: kilómetros y kilómetros de peaje de arena, o de asfalto con mil baches y verdaderos socavones. A nuestro paso por los pueblecitos surgen de nuevo los típicos puestos vendiendo la gasolina en botellas de todos los tamaños, la fruta exuberante o las grandes perolas de mandioca que parecen montañitas de cus-cus. No faltan por doquier las mujeres con sus hijos a la espalda con la pañoleta vistosa y colorida de sabor africano para sostener al bebé que aprende a vivir como guardaespaldas de su madre, o más bien, bien guardado y protegido tras la espalda maternal.

           Hay un sinfín de momentos que he vivido en estos días intensos. Necesitaría tiempo para poder asimilar tanta belleza y tanta bondad, al igual que tanta pobreza y tanta precariedad. Le pido a Dios que no sea yo una máquina de fotos que almacena sin más imágenes sobre imágenes. Dicen de los japoneses, algo malvadamente, que cuando vienen a Europa no la ven, sino que la fotografían. Logran verla cuando regresan a sus tiempos y espacios nipones. No, no quisiera haber pasado por encima de esta realidad tan impactante en todos sus contornos, ni tampoco quisiera haberme asomado desde el objetivo de una maquinita digital. Sé que no ha sido así, pero pido a Dios la gracia de saberlo asimilar con gratitud y con responsabilidad.

           Me contaba un misionero madrileño, aunque cura de la Diócesis de Barbastro, el padre Rafael, que desde que llegó a Benín, a la Misión Fô-Bouré, le sorprendían tantas cosas de la acogida y hospitalidad de los africanos. Una de ellas es que a veces vienen a “verte”. Literalmente dicho: no vienen a  hablar, o a pactar, o a negociar, sino que vienen a verte. Y pueden estar rato y rato observándote en tu habitual quehacer simplemente así: viéndote. Y si te encuentran bien, si das la apariencia de que todo está en orden, que todo es sereno, que “se te ve bien”, entonces se marchan contentos y agradecidos.

           Yo he venido a “ver” este rincón africano, sus gentes, sus tradiciones, su cultura, pero sobre todo cómo ellos viven la fe, cómo comienzan a hacerse cristianos, cómo maduran en su amor a Dios y en su pertenencia a la Iglesia. Puedo decir que lo que he “visto”, pero también lo que he oído, lo que han palpado mis manos, me ha conmovido profundamente haciéndome mucho bien. Yo he intentado hacer todo el bien del que soy capaz con la ayuda del buen Dios y de los hermanos buenos que me acompañaban.

           Aquellas casi ocho horas de viaje desde Bembereké hasta Cotonou en el jeep (más bien un Toyota) de la Misión que no tiene ya secretos para el padre Alejandro, nos condujo a un aspecto hasta ese momento sin abordar y que era necesario para entender no pocas cosas de este modo de ser africano. Sí, bordeando Cotonou fuimos hacia un pueblo de la costa: Ouidah, para ver una especie de museo donde se cuenta in situ lo que allí aconteció. Lo llamaríamos un centro de interpretación si así lo hubieran planteado, pero no deja de ser más que recorrer unas estancias muy abandonadas, unos jardines, que es la fortaleza de los portugueses y luego de los franceses. Pero, fortaleza ¿de qué?

           Podríamos pensar que se trata de una fortaleza típica de costa que hace las veces de gran malecón militar para disuadir a los enemigos, para defenderse de ellos si amenazaban con entrar atacando desde el mar. Pero la cosa es bien distinta. No había enemigos, sino gente desarmada. No pretendían llegar amenazantes desde fuera con pretensión atacadora, sino que estaban dentro desde hacía años, siglos, porque eran las gentes del lugar. No tenían más interés que volver a sus hogares, con los suyos, en donde sus vidas nacieron y crecieron hasta que ocurrió lo que ocurrió. No lograban explicarse qué estaba pasando allí cuando de modo brutal les enajenaban de lo que era más suyo.





           Sí, me estoy refiriendo al mundo de los esclavos. Verdaderas redadas de hombres, de mujeres y de niños que eran capturados en increíbles cacerías humanas. Los llevaban a esa fortaleza, los hacinaban, los maltrataban de hambre, de sed, de miedo y de falta total de libertad, imponiéndoles indignamente lo que era una obscena rapiña de la dignidad.

           Eran sometidos a pruebas de resistencia bajo todas las inclemencias inhumanas, sin que faltase la de la oscuridad prolongada en unos sótanos insalubres, para ver si eran capaces de aguantar la travesía posterior en las galeras del barco, amontonados y grillados con rumbo a ninguna parte donde las personas dejan de ser alguien, pasando a ser sin cita previa unos “don-nadie”, sin nombre, sin historia, sin derechos, sin libertad.

           Aquellos que no morían en el intento o que eran descartados como “material” inservible porque enfermaban, se procedía a la subasta de su precio. En la plaza de ese pueblo se erigía el gran árbol bajo a cuya sombra se iban vendiendo al mejor postor a estos pobres infelices que fueron creados para la felicidad. Era la venta de carne humana, de animales de carga o de tracción, era la adquisición por parte de los prepotentes de quienes luego usaban y abusaban sin conciencia de nada, sin ningún freno a sus fantasías o a su perversión. Se hacían dueños de quienes jamás perdieron su condición de hijos de Dios, de aquellos hombres, mujeres y niños en los que la única propiedad amorosa y llena de respeto seguía perteneciendo a quien en cada poro de su piel, en cada latido de su corazón, en cada respiro de su ensueño y esperanza había grabado indeleble su firma de autor: Dios.

           Les hacían dar vueltas en torno a un árbol para olvidar lo que irreversiblemente dejarían para siempre atrás, y finalmente los encaminaban por un camino recto, cansino y monótono hasta la playa maldita de una incomprensible maldición. Allí han levantado un monumento recordatorio cuyo nombre todavía hoy nos sigue sobrecogiendo: “la porte du non retour”, la puerta del no retorno.

           Nosotros cuatro, Alejandro, José Antonio, César y un servidor, nos quedamos en silencio mirando desde allí el horizonte infinito del mar. Las olas nos arrullaban discretas con su melodía relajante del vaivén que viene y del vaivén que va. Sí, discretas. Porque si supiésemos escuchar todavía hoy podríamos oír los llantos de aquellos pobres, con clase humana de esclavos, vendidos por las treinta monedas de siempre que se quiere censurar a Dios en sus hijos, o a éstos en el nombre falso de Dios. Ese llanto quedó allí grabado para siempre. Y las lágrimas de hombres, mujeres y niños, fueron recogidas en el odre del Corazón de Dios.


           A pocos metros se levanta otro monumento de homenaje con motivo del jubileo de la redención del año 2000: a los misioneros. Hay santos que dieron sus vidas por los negros, que se hicieron esclavos con los esclavos, que anunciaron el Evangelio de la gracia y de la libertad verdadera, que denunciaron los desmanes más increíbles que comete el egoísmo y la injusticia de los humanos contra los propios hermanos.

           Nos quedamos en silencio unos instantes y rezamos una breve oración al Señor: un gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Porque como decía San Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva. Eso le pedíamos al Señor: que tus hijos vivan y que en ello tú seas glorificado. Hoy son otras las esclavitudes, hoy son otros los mercenarios, hoy las cadenas, las fortalezas, las puertas del no retorno tienen otros nombres. Pero sigue siendo idéntica la amenaza o la pretensión de arrebatarnos la libertad que nos hace hijos de Dios, y la verdad que nos hace libres. Mirando este querido continente africano, nos surge la oración en la playa de la vida: que tus hijos vivan, Señor, esa quisiste que fuera tu gloria.


+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

8. Educar y curar



“Lo que hagáis por mis humildes hermanos, lo hacéis por Mí”. (1 de marzo de 2012)



           Estoy viendo cómo las necesidades profundamente espirituales de estos cristianos o catecúmenos con los que me estoy encontrando, inciden claramente en la solicitud de tener algún sacerdote más que pueda acompañarles, en tener una capilla donde poder celebrar la fe. Así me lo han ido repitiendo en casi todos los sitios encontrándome con los catequistas, los responsables de cada comunidad y las personas que espontáneamente intervienen para saludarme o hablar conmigo. Pero el padre Alejandro y los demás miembros de la Misión entre religiosas, catequistas, etc., no se quedan en esa necesidad primera y primaria que tiene que ver directamente con la sed de Dios.


           Como ya he podido decir en días atrás, ellos quieren que se les dé a Jesucristo y nuestros misioneros les están dando a Jesucristo. Esto es lo más hermoso y lo que pone nombre y denominación de origen a la Misión. Claramente, la presencia de la Iglesia en medio de ellos, el sentido de nuestra Misión Diocesana en Bembereké, consiste en anunciar a Jesús como Señor y Salvador, poniendo en juego todos los recursos religiosos, sacramentales, litúrgicos, pastorales y humanos que ayuden a este fin.


           Pero… pero… estaríamos reduciendo piadosamente este anuncio misionero si no nos ocupásemos también de las otras dimensiones que forman la integralidad de la vida en estas personas a las que el Señor nos envía. La verdadera tradición misionera de la Iglesia jamás ha vivido con estrago o rivalidad la atención de las almas y de los cuerpos de las personas a las que quería y quiere llegar por amor a Dios y por amor a ellas. Y si en algún momento se ha dado semejante confrontación o adversidad excluyente es por un equivocado planteamiento de la misión cristiana: ni reducirla a humareda de incienso, ni empujarla a la trinchera guerrillera. ¡Cuántos excesos en uno y otro sentido, y no tan lejos de nuestro momento histórico!


           Es la vida, toda la vida la que Jesús abraza en su Encarnación. Es la vida, toda la vida por la que Él predicó, curó, consoló, salvó. Es la vida, toda la vida por la que Él en definitiva nació, murió y resucitó. Y así es en la Misión: toda la vida debe ser acompañada, sostenida, iluminada, agraciada, salvada en definitiva acercando no nuestras estrategias sino las de Dios en su Evangelio, en su Iglesia. Jesús nos habla de esa divina solidaridad: lo que hicisteis o dejasteis de hacer a uno de estos mis humildes hermanos, es como si lo hicierais o dejarais de hacer conmigo mismo.


           Estaba en una de las muchas comunidades que he podido visitar, y aunque para mí fuera una más y casi parecida, para ellos era única mi visita, único lo que me querían decir, lo que esperaban escucharme. Con ese sabor a estreno, me disponía verdaderamente a algo nuevo al bajarme del coche y acoger el canto y la sonrisa de quienes venían a mi encuentro. Son momentos especialmente bellos ver los ojitos de tantos pequeños que se clavan en ti esperando que tú hagas un guiño, o esboces una sonrisa, o estreches sus manitas. Igual ocurría con la gente joven, con los adultos y con los ancianos. Serán inolvidables el tacto de las manos rugosas de los adultos, encallecidas, llenas de sudor por el trabajo y el calor.


           Una de esas comunidades tenía delante un inmenso árbol precioso. Era un ficus que había crecido pudiendo cobijar debajo un pueblo que se reúne para entrar en la iglesia. En mis palabras yo comencé a describir el árbol, su significado como punto de encuentro, auténtico cobijo en el temporal de la estación de las lluvias o en los sofocos del largo estío, de cómo fue creciendo desde una semilla pequeña, de… En ese momento me interrumpió mi traductor a la lengua baribá para decirme que no hablase con tantas figuras poéticas porque era muy complicado traducirlas a esa lengua tan rica en narración (tanto es así que al durar en demasía la traducción yo ya no sabía si me estaba traduciendo o completando lo que decía). Y pidió entonces a un catequista nativo que me siguiera traduciendo, lo cual hizo las delicias de todos. Menos mal, porque yo ya no sabía si tenía que limitarme a la recitación de los Diez Mandamientos o empezar directamente con la tabla de multiplicar, tan poco poética ella. Nos reímos un poco. Pero el árbol nos hablaba de la vida.


           Ellos entienden el sentido de su formación cristiana y la labor impagable de misioneros y catequistas, pero ellos entienden también que en la casa de Dios no sólo entran los rezos, sino toda la persona del orante. Su soledad, sus preguntas, sus heridas, sus dudas, sus sueños, sus esperanzas… Y la vida cotidiana que es abrazada por el Señor: preparar la comida, salir a cazar, plantar y regar los huertos, hacer medicinas naturales, o mismamente lavar a conciencia a los críos. Las mamás se empeñan a fondo en ese ritual de restregar bien a los más pequeños a base de estropajo y jabón. Vi a una de ellas lavando a un niño de unos tres o cuatro años. Al fijarme en el agua del barreño, pensé que el niño estaba destiñendo al ver el agua marrón oscuro como su piel. Pero no, es que venía rebozadito de jugar a tutiplén.

 Aunque es posible acompañar todo por parte de la comunidad cristiana, hay dos áreas en las que la iniciación de la fe y su maduración, deben ser acompasadas por la educación y la atención sanitaria. Y en esto están comprometidos nuestros misioneros. Educar integralmente a los más pequeños, a los jovencitos, a los que comienzan a ser adultos. Aquí educar es facilitar los estudios y crear un ambiente en el que toda la persona sea educada, no sólo el currículum académico de su bagaje doctrinal. Por eso los centros que atienden las Dominicas de la Anunciata y las Hijas de María Inmaculada para niños pequeños y para jovencitas, son realmente ejemplares en todo. Y lo mismo en el “foyer”, el internado, de los chicos que lleva directamente Alejandro. Me pareció preciosa esta labor y una manera de facilitar el progreso integral en esta chavalería que sin esta oportunidad sería imposible acudir a un centro donde formarse. Algo tan elemental como no contar con libros apenas, teniendo que estudiar lo que logran poner en sus apuntes, es ya indicio de la precariedad. Como cuando vi a estos chicos estudiando en los soportales de la Misión, o junto a una pequeña farola… porque en sus casas no hay luz.


           El hospital que pude visitar es cualquier cosa menos lo que uno puede tener en la mente al pensar en nuestros centros de día, dispensarios, ambulatorios, o residencias sanitarias. Nada que ver. El amontonamiento, la falta de medios y de higiene mínima, la ausencia de asepsia y hasta de personal sanitario, hace que se te caiga el alma a los pies. Se hace todo lo que se puede, a sabiendas que no llegarás. Y con los medios de que dispones tratas de hacer el milagro cotidiano de que ese enfermo pueda salir adelante. Era sobrecogedor ver en la misma habitación a un anciano en el suelo sobre una esterilla, un niño en la cama contigua y un joven que había fallecido hacía un rato. La habitación saturada de podredumbre, mientras a la puerta del recinto había una inmensa fila de gente que primero debía pasar por la caja para acceder a esa atención.


           
Es encomiable la labor de los que allí trabajan. Nos saludó una médico francesa y una joven que estaba haciendo prácticas de enfermería entregando misioneramente su tiempo y sus conocimientos. El hospital, que fue fundado por los cristianos protestantes, es el único del lugar, aunque pertenece ya al Estado y está gestionado por él.

           El padre Alejandro fue pasando por todas la habitaciones del patio bajo. Se detenía con cada enfermo, les preguntaba, les bendecía, les animaba. Y así hacíamos los demás detrás de él. “Estuve enfermo y vinisteis a verme”. Con el respeto debido al mundo del dolor, con la sana mala conciencia ante la desigualdad humana, quisimos también hacer esta visita. Aunque las religiosas enfermeras acuden a los poblados por indicación del misionero, cuando alguien enferma, cuando hay que mirar a algún bebé o atender a una mamá o a un anciano, el hospital tiene ese reto sobrecogedor.

           La Misión nos da esta doble forma de abrazar a estos humildes hermanos de Jesús: educar sus vidas en la verdad, en la belleza, en la bondad y en la cultura, y atender sus enfermedades cuando los cuerpos quedan heridos por las dolencias. Así entendemos  y prolongamos la misión de Jesús que les hablaba del Padre Dios, les enseñaba las bienaventuranzas, la paz y el perdón, y al mismo tiempo se conmovía por los hambrientos, los sufrientes, los enfermos. “Venid a Mí”. Y en estos hermanos humildes a Él hemos ido, como él mismo fue.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo



7. Levantando la casa del Señor... y de sus hijos


“Puso su tienda entre nosotros” (29 de febrero de 2012)


        Además de la parroquia como tal que está en la Misión en la capital de Bembereké, hay muchas capillas en los distintos poblados en donde hay una comunidad cristiana. Frecuentemente se hacen pequeñas en seguida y hay que realizar alguna ampliación, o incluso una capilla nueva, lo cual no deja de ser una enorme alegría cuando esas iglesitas  se colman más y más de niños, de jóvenes, de adultos y ancianos que alaban al Señor, donde se encuentran como hermanos, y donde escuchan la Palabra viva de un Dios que tiene siempre algo que decirnos.

         Con el debido permiso del señor Obispo del lugar, Mons. Martin, he podido bendecir y consagrar dos pequeñas iglesias: Mani y Poke. Era vestir de largo la espera de un pueblo que quiere tener a Dios por vecino, hasta el punto de contar con su domicilio en medio de sus calles y plazas. Esto es lo que hizo propiamente el Señor al poner su tienda entre nosotros, como nos dice el prólogo de San Juan. Y esto es el misterio de la Encarnación de un Dios que se hace hombre entre nosotros: Él ha venido a poner su tienda en medio de todas nuestras contiendas.
   
        Esta buena gente, tras haber hecho un camino de catequesis y haber recibido los primeros sacramentos, tras haber experimentado cómo el amor concreto a Dios se traduce también en el amor concreto al hermano, desean contar con ese espacio especial en donde todos estén en la casa de todos por ser ese el hogar del Señor, su capilla parroquial. Y te muestran su pequeña capilla o las dos que con un cierto volumen pude bendecir y consagrar, como algo de ellos, algo que les pertenece como un hogar común al ser el lugar donde el Señor habita en medio de su pueblo.

        Cuando fui rociando con el agua bendita las paredes, las puertas, las imágenes, el techo y el suelo, y a toda la gente allí reunida con evidente emoción, les decía después que ellos formaban parte de ese nuevo templo como piedras vivas que son en la construcción de una casa para Dios. Allí traerán a sus pequeños al nacer para hacerlos cristianos con el bautismo, como se ve que hacen, y siguen participando según su edad en las celebraciones junto a sus padres y los demás miembros de esa comunidad. Allí recibirán la primera Comunión y todas las que luego le sigan. Allí pedirán perdón por sus pecados, como he visto que hacen buscando al sacerdote a fin de recibir la absolución individual, tanto en las confesiones personales como en las celebraciones comunitarias de ese importante sacramento de sanación que es la penitencia. Allí serán confirmados por el Obispo recibiendo el don del Espíritu Santo. Allí también serán los esponsales de un matrimonio diciéndose el hombre y la mujer su sí ante el Sí grande de Dios en su Iglesia. Allí serán despedidos al final cuando la comunidad se reúna para pedir por el eterno descanso de un hermano que murió en el Señor.
   
        Más cotidianamente, en la capillita se proclama la Palabra de Dios, y se celebra la Eucaristía cuando puede ser, pues con un solo sacerdote en la Misión Diocesana de Oviedo en Bembereké no da más al P. Alejandro a acudir los sábados o domingos a todas las capillas que están bien diseminadas por estas sabanas y forestas. Y allí también el catequista reunirá a la comunidad para seguir su formación cristiana y la celebración de la fe. ¡Qué importantes son los catequistas en todos los sitios, y cómo estamos en deuda de estos generosos hombres y mujeres que trabajan por Dios y por su Iglesia, pero especialmente en estas tierras de misión!
        La cigarra nos aportaba una especie de "hilo musical" continuo que nos advertía sin cesar las altas temperaturas que estas gentes, y nosotros con ellas, soportan día y noche. Pero llega un momento en el que cualquier inconveniente que pudiésemos señalar en comparación con la habitual comodidad a todos los niveles que tenemos en el llamado Primer Mundo (¿?), cede completamente cuando te topas con personas concretas que acaso son más pobres que tú en esas ventajas de modernidad técnica, pero que son mucho más ricas en tantas cosas en las que tú eres un verdadero mendigo.

        Los cantos y las procesiones de entrada u ofrendas, hacían de esta celebración de bendición de capilla una verdadera fiesta. Particularmente vistosos los trajes de las señoras y jovencitas, con unos tocados a juego que escenificaban su delicado sentido de la belleza y la armonía. Con todo el respeto por una expresión religiosa que no es la mía habitual, reconozco que tiene su hondura, su alegría limpia y sincera en donde se vuelca el modo de ser africano, su concepción de lo extraordinario y su claro agradecimiento a Dios y a su Iglesia.
        Tras la segunda bendición habían quedado para comer todos juntos. Todos, absolutamente todos los que participaron en las celebraciones, e incluso algunos que no pudieron por motivos de trabajo, se unieron a esa comida popular. Me interesé por el dato, y me aseguró Alejandro que estaban invitados también los musulmanes, y no faltaron a la cita de la comida, e incluso algunos acompañaron a los cristianos en la celebración.
        A los cuatro sacerdotes que íbamos (Alejandro, José Antonio, César y un servidor) nos colocaron en una de las mesitas debajo de una inmensas lonas, al lado del presidente de la comunidad y de su señora (más el pequeñín que tenía a su espalda). El menú era para todos igual: arroz, gallina frita y pasta con picante. Nos dieron lo que tenían, y para ellos era un menú de fiesta grande. Con la reserva propia de quien no está acostumbrado a estos manjares, me entregué del todo al picante de la pasta saludando sólo por encima a la pobre gallina frita y al arroz que la acompañaba. Pero no resultó mal. Que hubo hasta música y baile, al que lógicamente no nos quedamos, porque todos sabían que los misioneros no tenemos mujer, para sorpresa de no pocos de ellos, y no estaba bien que nos vieran danza que danza, a pesar de que el baile aquí siempre es "suelto".
        Un día hermoso e intenso, en donde de nuevo se puso en clara evidencia la profunda humanidad de esta gente sencilla y noble, a la que Dios también llega con la revelación de Jesucristo, con el anuncio de su Buena Nueva, y con la compañía de la Iglesia que sabe estar cercana a los que Dios quiso siempre tener cerca: los pobres.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

6. Volver a empezar, evangelizando


"Algo nuevo está naciendo, ¿no lo notáis?" (28 de febrero de 2012)


El Señor nos ha confiado a los obispos una solicitud por todas las Iglesias, y no sólo por nuestra propia Diócesis. Hay muchas maneras de expresar esa comunión fraterna. La de tener una Misión Diocesana es una de las más hermosas.

Fuimos a un pueblecito muy pequeño: Sebe Nbi. Nos costó hacer varios kilómetros por caminos de tierra bacheados por el agua en la época de las lluvias, la cual no tardará en regresar dentro de un mes escasamente. Tras ese trasiego por caminos de película, finalmente dejamos nuestro jeep y fuimos campo a través por senderos de foresta baja en los que tienes que ir forzosamente de uno en uno, siguiendo al que tienes delante, fiándote de su tino para llegar a tu destino. El poblado era pobre de verdad. Leñas ardiendo junto a unas piedras que sostenían las ollas ennegrecidas, y en las que a fuego lento se iba calentando el agua para cocer la cena que consiste normalmente en pasta de mandioca con alguna salsa espesa picante. Las casas eran pallozas de barro y paja en la techumbre. Había un pequeño corro de personas junto al gran árbol de la palabra, donde se juntan para hablar sus cosas, para decidirlas juntos, para arroparse en el cariño más desnudo a la intemperie de esta África implacablemente bella y tremenda a la vez.

Alejandro, nuestro misionero en Bembereké, nos quería llevar a un lugar de primera evangelización. Tanto José Antonio, nuestro delegado de Misiones, como César, misionero que fue en Guatemala junto a éste, y que me acompañan en este viaje, me dijeron que tendríamos algún día este momento especial. ¿Cómo se hace para comenzar a anunciar el Evangelio de Cristo, para contar esa historia de salvación de la que también los oyentes forman parte? Debo reconocer que me conmovió como lo que más. Llegamos habiendo recogido al catequista que normalmente viene a esta incipiente comunidad cristiana.

Nos recibieron cantando con sones de acogida. Dos o tres ancianos con la piel plegada por el sol y por los años nos ofrecían sus manos arrugadas. Una joven mujer nos dio un poco de agua en una vasija indescriptible de plástico que no estaba ciertamente esterilizada. No fue fácil dar aquel sorbo sin declinar el gesto. Espero que no estuviera demasiado contaminada. Pero ya nos advirtió Alejandro que a los pobres no se les puede negar jamás lo que te ofrecen, sea lo que sea. Y así lo hicimos con convencimiento agradecido.

 Fueron viniendo los demás, en general jóvenes hombres y mujeres, y muchos niños, muchísimos, como siempre en este continente de la esperanza. Desnudos en su mayoría, pero no malnutridos, por más que no me explique cómo lo hacen. Algunas mamás, con sus pechos desnudos y visibles daban de mamar a sus pequeños colgados a sus cuellos. Ellos emplean un saludo lleno de ternura, que quizás a nosotros nos resultaría atrevido, pues cuando alguien pregunta a otro cómo se encuentra, se dice esa expresión sólo de aquí: “¿cómo de dulces están tus pechos?”, que equivale a nuestro simplón y aséptico: “¿cómo estás?”.

Aquí se pregunta sobre la vida, que si está sana seguirá dando vida con la dulzura de una madre cuando amamanta a su pequeño. No es de extrañar que las mamás den el pecho sin rubor a sus hijos en todo momento. Me llamó la atención cuando una de ellas se acercaba a comulgar mientras su bebé de menos de dos meses iba mamando. Dios que se hacía alimento santo para esa madre que alimentaba al hijo de sus entrañas como don de Dios. Dos “comuniones” distintas, pero que no se pueden separar si las entendemos bien cada una en su hondo significado.


          Ya sentados junto al árbol, vinieron los primeros “parlamentos”. Tras la introducción del catequista y las palabras del P. Alejandro, tomaron la palabra algunas mujeres dándonos la bienvenida de un modo tan insólito como conmovedor. Nos dijeron que veníamos desde muy lejos a ese puñado de casas pobres. ¿Qué veníamos a ver? Donde duermen, donde comen, donde trabajan, donde buscan a Dios. Pero mucho les debemos querer quienes hacen un gesto de acercamiento como el nuestro donde ellos no tienen casi nada que ofrecer. Sólo esta forma de acoger, te sobrecogía el alma al ver cómo son los preferidos del Señor, esos que siempre confunden a quienes viven en la opulencia, la prepotencia y en el paripé. Sean quienes sean éstos.
          El catequista fue dando la palabra a varias personas que nos hablaban en su lengua materna, el batonou de los Baribá y nos lo iban traduciendo. Sus palabras de acogida se hacían oración, deseando que tuviésemos salud, un feliz viaje de regreso y que sobre todo pudiésemos crecer en fraternidad bajo la mirada de Dios formando parte de su pueblo. Así llegó el momento de las peticiones. Y comenzaron por pedirnos una iglesia, una pequeña capilla que les sirviese de lugar de encuentro con Dios y con la incipiente comunidad cristiana. Querían que Dios tuviese casa en su poblado y nos pedían ayuda para construírsela. Nada menos.
          Luego nos pidieron que les mandásemos a alguien para que enseñara a leer y a escribir a los más pequeños en su lengua baribá. No quieren que crezcan aislados, sino que puedan abrir sus vidas a todo lo que la cultura, cualquier cultura, puede hacer para dilatar la mirada y ensanchar el corazón. Así de sabios son.
          Era un pequeño grupo que se está preparando para el bautismo. Reciben las primeras enseñanzas del catecismo, aprenden las oraciones, e impresionaba verles rezar el padrenuestro o el avemaría, mientras memorizan textos del Evangelio cantándolo. Yo les dije que ciertamente estábamos allí porque les queríamos, pero hay Alguien que ha venido de tan lejos que ha venido siempre, y que les quiere mucho más que nosotros sus pobres hermanos: Dios nuestro Señor. Esa es la Buena Noticia que les anunciamos.


          Al final me pusieron en brazos a la pequeña Selifa, una niña de pocos meses posiblemente musulmana por familia, que no tiene a nadie. Su joven madre acababa de morir y una mujer del poblado la tomó sobre sí para darle el pecho y darle la vida. Le besé la frente e hice la señal de la cruz para bendecirla. ¡Qué querrá decirnos Dios en la pequeña Selifa tan fuera de todo pronóstico, tan al margen de cualquier proyecto humano o pretensión torcida! Pido por ella, por esa generosa mujer anónima que ha cogido sobre ella el relevo de su malograda mamá haciéndose brazos, labios, entrañas del mismo Dios para esta pequeña.
          En Sebe Nbi esa tarde, yo fui tocado por el Señor de un modo extraordinario. No se me apareció nadie especial, sino que tuve delante la vida misma, la realidad sin más, en la que Dios nos susurra, nos grita, nos espera y nos invita a pasar. Alabado seas, mi Señor, por tus hijos más pequeños.



+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

5. Encuentro con el obispo de N'Dalí

"Os daré sacerdotes según el corazón de Dios". (27 de febrero de 2012)




    Todos y cada uno de los obispos somos sucesores de los Apóstoles. Tan sólo el obispo de Roma sabemos que es el sucesor de Pedro. Los demás no sucedemos en nuestras sedes a un apóstol determinado. Entre los apóstoles había un abanico de personalidades diversas que contenían todo el genio humano en su lance más audaz en algunos casos o en su lance más limitado en otros. Pero todos los obispos somos sucesores de aquellos primeros discípulos de Jesús

 Cuando nos encontramos los obispos de los distintos países que atendemos la Iglesia particular que nos ha asignado el Papa, nos reconocemos en verdad como hermanos. Yo así lo he podido experimentar con el obispo de N’Dalí, Mons. Martin Adjou. No nos conocíamos de nada, pero ha sido fácil entablar la relación fraterna por parte de dos sucesores de aquellos apóstoles que acompañamos al Pueblo de Dios que la Iglesia ha confiado a nuestro cuidado pastoral. Tenemos la misma edad y aunque ambos estudiamos en Roma no nos conocíamos de antes.
  
  Para mí ha sido un verdadero regalo de Dios acercarme a esta diócesis hermana. Al poder asomarme a las dificultades que estos cristianos atraviesan, se ponen en su lugar los desafíos que yo encuentro en la Diócesis de Oviedo. Quiero decir que se relativizan enormemente. No es que se solucionen los retos en Asturias viniendo aquí a Benín, pero tampoco los agrandas en demasía cuando tratas de comprender otra realidad. Pensemos en los sacerdotes diocesanos con los que este obispo cuenta: sólo uno. De hecho él es párroco también, y su catedral sencilla y pequeñita es una parroquia más. Los misioneros que le ayudan en la Diócesis de N’Dali son prácticamente todos extranjeros: de España, Francia, Italia y alguno más africano. La minoría católica con la que él cuenta en medio de un ambiente musulmán o animista, hace que su trabajo sea arduo y desbordante, al igual que todos cuantos colaboran con él en la evangelización: sacerdotes, religiosas, catequistas.


   Pero ha sido una afirmación sentida en todas las comunidades que voy visitando, una especie de estribillo que sin previo acuerdo unos y otros me van diciendo, y es también lo que este hermano obispo me ha suplicado: necesitamos sacerdotes.


   Al llegar a Gamia, uno de los catequistas y el presidente de la comunidad, ambos laicos, me dijeron que estaban contentos con el P. Alejandro, nuestro misionero asturiano, como agradecen todos los que antes han estado. Pero quieren contar con un sacerdote que les predique la Palabra de Dios, que les pueda celebrar la Eucaristía. No nos ven como pueden ver a una ONG de las muchas que pululan por el Tercer Mundo, sino que nos piden algo bien concreto, que da cuenta de su madurez creyente como cristianos y como Iglesia. Confieso que me impresionó. No me pidieron dinero, no me pidieron proyectos de desarrollo, sino que me pidieron sacerdotes para que les puedan acompañar en su vida cristiana. Sin duda que el dinero y los proyectos también les llegarán, y en ello estamos comprometidos sabiendo por Quien lo hacemos. Pero ellos han pedido lo que sólo la Iglesia les puede dar: a Jesucristo, a través de un hermano sacerdote que les pueda anunciar el Evangelio y acercarles los sacramentos.
Sacerdotes para anunciar a Jesucristo
    En otros momentos se ha dado esa retórica teórica de un posible conflicto entre el compromiso social y cultural y el servicio estrictamente religioso, como si fueran cosas que admitieran una planificación según nuestros cronogramas europeos. No en vano, y cuesta trabajo decirlo, por una mala comprensión de la misión respondimos con pozos y escuelas sin anunciar a Jesucristo. Viniendo aquí te das cuenta la serena verdad a la que nuestros misioneros han llegado a través de estos años claroscuros también en la misión. Ellos dan a Jesucristo, son testigos suyos dedicando sus vidas al Evangelio y a edificar la comunidad cristiana como una Iglesia viva. Y haciendo así, no pueden por menos que pensar en la educación de los niños y jóvenes construyendo escuelas; o pensar en la atención sanitaria e higiénica a través de dispensarios y presencias médicas; o ayudarles en su trabajo propio de modo que puedan ser autónomos llevando una vida libre, justa y digna. No podemos hacer trampa ni en un sentido ni en otro, porque podemos pretender dar a Jesús sin curar las heridas de los hermanos, o acaso salir al paso de las penurias de éstos sin decir por Quien lo hacemos y sin traslucir su ternura y misericordia ante ellos.


   Esta mañana, cuando rezamos Laudes y celebramos la Santa Misa, nos habíamos encontrado con esa página del Evangelio siempre incómoda que nos deja con una santa mala conciencia: “Venid a mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel…” (Mt  25). Es Dios mismo quien se solidariza con sus pequeños hermanos esperándonos siempre en ellos. Ahí está, aquí está. Lo que hacemos o dejamos de hacer con ellos, es el trato que damos al mismísimo Dios como nos ha enseñado Jesucristo.


   Pienso en este querido hermano obispo, Mons. Martin Adjou, y debemos ayudarle a él y a su pueblo. La Divina Providencia ha cruzado desde hace 25 años nuestras dos Diócesis, y esto significa que hemos de plasmar la ayuda sabiendo que también ellos nos pertenecen, al igual que nosotros les pertenecemos a ellos. Ya lo decía bellamente el Beato Juan Pablo II en la carta Novo Millennio Ineunte a propósito de la espiritualidad de comunión. Él la definía así en un párrafo memorable: «Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como " uno que me pertenece ", para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un "don para mí", además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente.  


    En fin, espiritualidad de la comunión es saber "dar espacio" al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento» (NMI 43). Bien, pues eso es lo que yo estoy experimentando en estos días. No la curiosidad pasajera de un mundo insólito para mí; no la impresión fugaz de algo que te llama la atención y hasta te conmueve lastimeramente; no la ayuda impersonal de quien echa una mano con un donativo para luego desaparecer. Más bien, sentirlos como quien nos pertenece es secundar la ayuda concreta que nos están pidiendo: sacerdotes.

    Ojalá el Señor nos dé fuerza, gracia y generosidad, para responder a lo que sus pequeños hermanos… en Benín, en Bembereké, nos está pidiendo en sus hambres, en sus enfermedades, en su desnudez, en sus carencias todas. La primera de ellas, sin desplazar ninguna de las demás, es precisamente Jesucristo, el que la Iglesia proclama a través de la Palabra de Dios y los Sacramentos, a través del abrazo solidario de un amor fraterno que ama con obras y con verdad. Quien tenga oídos, que oiga.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

4. Día de la fiesta del XXV Aniversario



"Comenzó a predicar la buena nueva" (domingo, 26 febrero 2012)


En un día de fiesta mayor, con una iglesia abarrotada de cristianos, y habiendo preparado los aledaños con carpas para que la gente pudiera seguirla protegiéndose del sol, pudimos celebrar este primer domingo de cuaresma dando gracias por el evento de esta efeméride particular: la llegada de los primeros misioneros asturianos a Bembereké.


La dignidad de la celebración, cuidadísima en los cantos, en los símbolos y ofrendas, en la preparación para escuchar la palabra de Dios, en el respeto admirable tan lleno de unción por la santa Eucaristía, hizo que todos nos conmoviésemos profundamente. El señor Obispo la diócesis de N’Dalí, a la que pertenece Bembereké (hoy día la parroquia más grande, con más de 2.500 km2 y 60.000 fieles que atender), Mons. Martin Adjou me invitó a presidir la Santa Misa. La celebramos en francés, pero hubo intervenciones en varios idiomas más: inglés, español, y las lenguas locales como el fulfule y el batonum. La homilía fue traducida al francés y a estas dos lenguas propias del lugar. Ha habido momento para la acción de gracias, para el recuerdo memorial y también para el compromiso firme con esta Iglesia particular hermana.

La homilía pronunciada durante la Misa por mons. Sanz puede verse aquí