Sal de tu tierra… Id al mundo entero (23 diciembre de 2014)

Salimos cuando ya había anochecido en Oviedo. El orvallín nos despedía con un clima fresco de unos trece grados. Al llegar a Madrid para tomar el avión, era ya madrugada. El frío nos alertaba con su grado sobre cero que estábamos en el invierno castellano. “Sal de tu tierra…”, se le dijo a Abraham, el primer misionero en la andanza de ir a donde Dios le enviaba. Con esta emoción y con semejante respeto iniciábamos también este viaje misionero, aunque tan sólo duraría unas semanas. 
Todo lo que teníamos que facturar lo hicimos con la dirección bien puesta: "Mission Catholique. Bembereké (Benin)". Allí marchaban los bultos y nosotros con ellos. Lo habíamos decidido meses atrás: pasar la Navidad con nuestros hermanos misioneros, en ese enclave asturiano que la Diócesis de Oviedo tiene en el corazón de África. Tantas veces me lo habían sugerido tras mi último viaje allá, hace ahora dos años. Y ha llegado el momento como gesto de cercanía, de agradecimiento, de apoyo fraterno, cuando ese continente hermano ha vuelto a saltar a las noticias no por su belleza, no por sus recursos, no por la bondad sencilla de su gente sufrida y de tantos modos creyente, sino por la pandemia de turno que ahora se llama ébola como en otro momento se llamó sida.
            Ya había segado muchas vidas el ébola, este virus letal. Pero no despertó ningún interés especial durante años, ni los laboratorios se unieron para atajar su mordiente mortal, hasta que su zarpa arañó fatalmente a europeos y americanos. Podrían contagiarnos, se decían los asustados del primer mundo opulento e insolidario: hagamos algo. Y lo hicieron, están en ello. Mucho me impresionó que la inmensa mayoría de los misioneros no hayan querido volver, permanecen allí siguiendo la suerte de su pueblo al que por amor a Dios fueron, y al que con amor de Dios no dejan de anunciarles la esperanza y la gracia, la dignidad y la justicia, el perdón y la alegría, en definitiva, la Buena Noticia cristiana. Era el momento de estar también con ellos.
            Era justo que yo como arzobispo de Oviedo y mi secretario, D. Manuel, fuésemos allí esta Navidad, y que creyésemos que sería el mejor modo de emplear si no la lotería que no nos tocó, porque no jugábamos nada, sí al menos destinar a esto la paga extraordinaria navideña nunca mejor empleada. No importa el largo viaje, ni la falta de todo lo que habitualmente te rodea y te regala. Vale la pena llegar allí con estos hermanos nuestros sacerdotes diocesanos, con las religiosas Dominicas de la Anunciata y los muchos catequistas a los que ayudan y por los que son ayudados. Cambiar de paisaje y escenario, y atrevernos a celebrar el mismo misterio de un Dios que se hace Niño con estos buenos hermanos por los que también Jesús vino y dio su vida. Hacerlo al modo africano con todos sus medios y a su manera.
            Hicimos escala en Bruselas unas cuantas horas, lo cual aprovechamos para celebrar la santa Misa en una parroquia y ver la Catedral y el centro histórico de esa emblemática ciudad que alberga ahora al Consejo de Europa como sede. Lluvia y frío, y una ciudad que se engalanaba con ambientación navideña según el diseño de la época: símbolos, colgantes, algún nacimiento belenero, guirlandas y estrellas, escaparates adornados para el momento, niños que tras sus bufandas no ocultaban en sus ojitos que sin cole también ellos estaban de fiesta. Pero ocurre lo que tantas veces comprobamos en nuestra vieja Europa: que tenemos una música hermosa navideña pero cuya letra hemos olvidado, no entendemos o ha dejado ya de conmovernos lo que con su solfa y su texto Dios quisiera seguir relatándonos. Es la Navidad de nuestro primer mundo: bella por lo que evoca, noble en su fecha y su recuerdo, pero quizás demasiado vacía de su significado hasta el punto de estar vacía del sentido verdadero. ¿Cómo será la Navidad africana?
Al llegar a Cotonou veinticuatro horas después de haber salido de Oviedo, cansados del trajín, poco y mal dormidos, bajamos del avión y no sabíamos dónde meter la bufanda, el jersey, el anorak. El golpe de calor nos avisó de golpe y sin tregua que ya habíamos llegado. Mi trancazo catarral se curó como por milagro, y se me descongestionó la nariz como si nada me hubiera pasado. Tras una cena suficiente junto al aeropuerto, donde nos esperaba el P. Alejandro, nos fuimos a descansar a la casa de la Societè du Missions Africaines que tienen los franceses en la capital de Benin. Tomamos la vacuna, después el consabido safari de mosquitos por si acaso, y a dormir como pudimos algo bañados en sudor.
El viaje desde Cotonou hasta la misión diocesana que tenemos en Bembereké nos duró algo más de nueve horas. La carretera tenía baches de peaje (tal y como suena), de a quinientos francos cada tramo. Teníamos esto… o la pura selva. Optamos, como todos, por los baches. Fuimos pasando por un montón de pueblecitos de carretera, con sus mercadillos de frutos de la tierra, sus tenderetes de ropa de segunda mano (por lo menos), y sus puestos de gasolina embotellada para que las miles de motos y un puñado de coches puedan seguir funcionando.
Hicimos una pequeña parada para comer una tortilla francesa y beber algo, y luego otra en un monasterio de monjas cistercienses. Había olvidado una pomada en Oviedo que debo seguir echándome en la enorme cicatriz del costado que queda como señal de la cornada torera de veintitrés puntos tras la operación de riñón del verano pasado. Allí estas hermanas preparan ungüentos y pomadas a partir de las hierbas medicinales y los óleos que ellas mismas envasan. Pregunté a la hermana que nos atendió por su monasterio. Son cuarenta y seis monjas, bastante jóvenes, y además de trabajar en ese menester medicinal que tanto bien reportan para picaduras de bichines y serpientes, salpullidos y pieles dañadas, rezan como verdaderas hijas de San Bernardo y acogen a los que allí van a rezar con ellas en una casa de retiro con la típica hospitalidad de estas hermanas. Ora et labora, reza y trabaja, tal y como dice el lema de la gran familia benedictina a la que ellas pertenecen desde la reforma cisterciense. ¡Qué hermoso que en el corazón de África haya un lugar en donde se alaba de esta manera al Señor con la liturgia, y donde se ungen las heridas de los hermanos con los ungüentos al tiempo que se brinda un espacio para el retiro y la plegaria!
Llegamos finalmente a Bembereké. Muy cansados pero verdaderamente contentos. Ya habían aparecido las primeras sombras de la noche. Eran casi las seis de la tarde. Nos esperaban con los brazos abiertos. El padre Antonio, Jacques y su familia que preparaban la cena prevista para las ocho, y algunos catequistas que andaban también de preparativos para la misa del gallo que celebraríamos a las once.

Id a todo el mundo y anunciad el evangelio. Así comenzó la primera misión cristiana. Así hemos venido nosotros para estar unos días con los buenos hermanos que sintieron este mandato misionero para anunciar esta buena nueva a estos queridos pueblos que sin saberlo sus corazones lo estaban desde siempre aguardando al igual que sucedió con cada uno de nosotros en nuestro momento.

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