12. Palabra final. 3 de marzo de 2012


La gracia agradecida de una sorpresa anunciada

      

     

    Debo terminar ya este relato testimonial. Ha sido como un diario de viaje que me ha llevado desde Asturias hasta Bembereké. Lo dije al comienzo en mi breve primera entrada: voy vacunado para casi todo, pero no para Dios, que estoy dispuesto a que me “contagie” sorprendiéndome en cada momento y en cada rincón. Al final de este periplo misionero puedo decir que realmente el Señor ha sabido sorprenderme cuando me ha permitido asomarme a tantas realidades, rostros, desafíos, que hacen que ya no pueda ver mi cotidiana aventura del mismo modo. Ha sido una gracia de Dios.

          No es la impresión fugaz de algo impresionante. Es algo que queda grabado a fuego dentro de tu alma, y que no puedes olvidar ni quieres. Dios tiene piel negra. Dios tiene problemas de agua, de alimento y de vivienda. Dios necesita tener iglesias. Dios quiere ser educado en aquellas lenguas, con esa cultura, con esos modos y maneras. Dios tiene una gracia que repartir a aquellos sus hijos, y una Buena Nueva que contarles. Dios está allí… y en aquellos hermanos nuestros nos espera.

          La Misión Diocesana de Bembereké es una parroquia grande que nuestra Diócesis de Oviedo atiende en aquel lugar. Son tantas personas, es tanto el territorio, son tantas las iglesitas y capillas, es tanto lo que se nos pide y de nosotros se espera, que resulta insuficiente tener sólo un misionero, nuestro querido hermano el P. Alejandro, y deberemos ver el modo de ayudarle y de ayudarnos: con presencia de algún sacerdote más, o de laicos, o de religiosas; con el compartir fraterno de los bienes que nosotros tenemos en todos los sentidos. No es paternalismo ni frívolo saco roto. Es, como dice Pedro en su primera Carta (1 Pd 4,10), ponernos al servicio de los hermanos con los dones que hemos recibido de Dios.

          Doy gracias al Señor y me pongo bajo la mirada de nuestra Santina de Covadonga, para que esta dimensión misionera de nuestra Iglesia Diocesana de Oviedo, despierte el compromiso evangélico más puro y más generoso y sincero. No se nos pide dar lo que nos sobra, sino incluso aquello que estamos necesitando para nosotros mismos. Como la pobre viuda del Evangelio, cuyo gesto no pasó desapercibido a los ojos de Jesucristo.

          Mi gratitud a cuantos han trabajado en esa Misión Diocesana a lo largo de estos veinticinco años, cada uno con su nombre y con su siembra que ha ido quedando. Gracias a José Antonio y a César que me han acompañado y con los que he convivido estrechamente como hermanos. Gracias a Alejandro, que allí sigue contento y entregado. Ayer me escribía este correo: “Querido D. Jesús: doy infinitas gracias a Dios por haber hecho realidad, con su cristiana complicidad, la tan deseada y ansiada visita. Me siento, además de agraciado y agradecido, especialmente contento. Su palabra y sus compromisos han agrandado y fortalecido nuestra esperanza. Toda mi vida es para Cristo y su Iglesia. Es una enorme gracia poderla vivir, muchas veces indignamente, entre los preferidos del Señor y así servir humildemente a su pueblo que camina en Asturias. Espero poder seguir con Vd. una relación tan sincera como continua. Un fuerte abrazo y que el Espíritu vigorice su difícil misión”.

          Pues a eso estamos, querido P. Alejandro. Por último, gracias a quienes han hecho posible que hayamos hecho esta visita pastoral, y a nuestra Delegación de Medios de Comunicación (José Emilio y Anabel), que tuvieron la buena idea de acercar nuestros respiros misioneros a tanta gente del mundo entero a través de este blog que han cuidado con todo esmero.

          El Señor ha estado grande. Nosotros estamos contentos. Él os bendiga y os guarde.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

11. Los bajos fondos de una cárcel y las altas cimas de la esperanza


“Y bajó a los infiernos”. (2 de marzo de 2012)

La bendición de los colchones

         
         Llegando ya al término de mi estancia en Benín, me aguardaba todavía un último asombro con el que no cuentas, para el que no estás preparado, y que se te impone así: gratuitamente y de sopetón. Resulta que el P. Angel me había pedido un regalo con motivo de los diez años de ese centro de Mensajeros de la Paz, La Maison de la Joie pour les Enfants. Lo hizo al final de la misa que presidí y de la que ya he hablado. Lo hizo públicamente comprometiéndome cordialmente ante todos.

          ¿Un regalo? Sí, un grande e insólito regalo: véngase esta tarde conmigo a la cárcel y visite a las reclusas que son madres, a los jóvenes que están allí dentro. Puff… ¡cómo negarme! Más aún: me parece que el regalo será mutuo porque vendrá envuelto como Dios precinta sus cajas con un buen lazo de amor y caridad. Lógicamente le dije que sí, y lo dije de todo corazón, no para salir del paso sacudiéndome el agobio. Pretexto tenía, pues se trataba de hacer hueco en una tarde en la que ya debíamos ir al aeropuerto para volver a España. Pero sin dudarlo, le dije que le hacía y me hacía ese cristiano regalo.

          Una vez más volvía el texto del Evangelio de San Mateo que ha venido “persiguiéndome” en todo este viaje a la Misión: “venid a Mí, porque estuve en la cárcel y vinisteis a verme”. Y allí estaba Él, en una presencia que no figura en los catálogos, y que descoloca aparentemente cualquier plan pastoral haciendo saltar por los aires hasta el mismísimo YouCat. Sólo en apariencia, como digo.

      
    La primera cosa que nos encontramos a las puertas de la prisión de Cotonou fue la cantidad de coches oficiales que había. Se trataba de una visita y posterior reunión que tenía con una representación de presos el Presidente de la Asamblea de Benín, algo así como el Presidente del Parlamento. Una vez dentro, y camino del pabellón (por decir algo) de las mujeres, nos cruzamos con él. Me saludó atentamente y nos dio las gracias por nuestra visita y nuestra labor dentro de la cárcel. Era algo chocante, el despliegue de seguridad que acompañaba al Presidente y su séquito, las miradas de los presos como armas arrojadizas a su paso, y nuestra pequeña y desarmada Delegación: La Hermana Begoña (monja española que trabaja allí con las mujeres y sus pequeños), el P. Angel y sus colaboradores más cercanos, y nosotros cuatro (Alejandro, José Antonio, César y yo) que como jinetes del Apocalipsis veníamos desde Bembereké.
          Tras una puerta estrecha y maltrecha, pasamos a la zona de las mujeres. Nos acompañaba un funcionario de la prisión. Debo reconocer que impresionaban sobre todo las miradas, en las que se mezclaban los gritos de auxilio, la gratitud por la visita, el desprecio por haber llamado a su puerta, y los deseos más inconfesables que te sacaban los colores. Un montón de mujeres, en su mayoría jóvenes, muy jóvenes incluso, que estaban hacinadas como no vi cosa alguna. Sin ningún tipo de recato, pero sin perder la dignidad, allí estaban viéndonos pasar.
          Algunas de ellas, mamás jóvenes, tenían a sus pequeños hijos con ellas, mamando todo lo que allí se podía mamar: su leche materna, pero también todo cuanto de insalubre, de dureza, de violencia, de desesperación, inevitablemente no se podía filtrar. Bajo unas lonas que protegían del sol atorrador y aterrador con un calor que olía tremendamente mal, nos fuimos colando hasta el final de aquel corredor al aire libre, el único que –con dificultades– era libre en aquel lugar.
          Nos dejaron pasar a una celda dormitorio. Allí pernoctaban más de sesenta mujeres con sus hijos encima, en un ambiente lúgubre, irrespirable y hediondo que no sabría describir y que jamás olvidaré. Veías de todo, hasta lo que no sabías que existía y que ya no se podía dar. Las ideas que uno tiene de nuestras cárceles europeas, al menos las que he visto yo, son casi la cadena Hilton en comparación con estas. Sus ropas exteriores e interiores mal lavadas estaban colgadas por doquier para secarlas. La comida se la preparaban ellas mismas cocinando en el suelo con fuego de piedra y leña, en perolas terribles que cocían no sé qué. Así íbamos hasta que la Hna. Begoña me dijo que pasara a un pequeño ensanche bajo lonas, donde habían colocado unas bancas de madera. Había que hablar.
          Hablaron tres mujeres. En un francés realmente gritado, pues parecía que nos estaban abroncando como si fuésemos los culpables o al menos los cómplices de aquella situación suya, nos dieron las gracias por estar allí. Agradecieron el pequeño pabellón que Mensajeros de la Paz habían facilitado su adecentamiento y el equipamiento de camas y colchones. Particularmente agradecidas por la labor de la Hna. Begoña y los demás cristianos que trabajan en la pastoral penitenciaria de aquél increíble lugar. No faltó la crítica a otras organizaciones, algunas oficiales y gubernamentales, que iban allí sólo para sacarse fotos en la campaña electoral.
          Cuando terminaron de hablar…, y dejándonos mudos de asombro y de dolor, me pidieron que les dijese algo, que tenía que darles un mensaje. Fui casi incapaz. Y conmovido hasta el tormento, especialmente por lo que nos dijeron sobre las mujeres verdaderamente inocentes que están allí sufriendo una condena injusta y ajena, traté de decirles algo, más con los ojos misericordiosos que con el discurso de mis pobres palabras, muy sentidas y sinceras, pero enormemente desproporcionadas.
          Hay muchas prisiones, les dije. Esta vuestra, tan terrible, pero también está la de afuera que es muchas veces más cruel todavía. Vosotras sabéis lo que es sufrir aquí y no tener libertad, afuera ni siquiera lo saben y viven como esclavos de su egoísmo, de sus injusticias, de sus mentiras, quienes creen que gozan de una falsa libertad. Ellas rompieron en aplausos y yo casi rompo a llorar. Los niños que merodeaban nos miraban extrañados. Las madres y demás mujeres lo hacían con un respeto y con una atención que te helaba la conciencia de tu palabra en aquel momento.
          Aunque cueste creerlo, Dios os quiere. Está con vosotras y no deja de sostener vuestra esperanza. Es el único que no juega con vuestra libertad, el único que conoce de veras vuestros errores y vuestra inocencia. Y así os ama. Os ama de verdad y sin ponerle precio.

Haremos lo que podamos por ayudaros a estar aquí y por que salgáis quienes nunca debíais haber entrado.

          Ellas acogían esas pobres palabras traduciéndolas en el compromiso que ya han verificado de la Hna. Begoña y sus colaboradores cristianos, y sabían que no era un hablar por hablar o por salir del paso. No les pedíamos un voto, no nos hicimos ninguna foto con ellas, no les suscribimos a nada ni les exigimos el pago de un peaje religioso y parroquial. Tan sólo quisimos acercarnos al sufrimiento real de personas que han cometido errores, tal vez no todos han hecho los más graves errores, pero ahí estaban muriendo en vida en un infierno sin libertad. La Hna. Begoña me pidió que las bendijese. Y ellas lo esperaban. Para ese sencillo gesto, vinieron incluso quienes no participaron en nuestra improvisada reunión. ¡Cómo me impresionó verlas arrodillarse, juntar sus manos en el pecho cruzadas, y bajando sus cabezas recibir la bendición del Señor! Así lo hice, bien sabedor que Dios me había bendecido a mí en ellas. Sin palabras. Sencillamente sin palabras.
          Finalmente fuimos a otro patio donde estaban los jóvenes. Unos sesenta chicos entre 15 y 20 años (más o menos), estaban igualmente hacinados, de cualquier modo y manera, quemando sus energías mozas con un balón o algo que lo parecía. Resulta que estaban enfermando, y no sabían por qué. La celda donde dormían todos apenas sin luz y sin ventilación, tenían los colchones de gomaespuma talmente infectados que dormir allí suponía contraer cualquier cosa. Debían quemarlos todos. Pero no había presupuesto para unos nuevos. Es lo que facilitaron los Mensajeros de la Paz. Nos enseñaron los colchones y querían que ¡los bendijese! ¿Bendecir unos colchones? Sí, hágalo, me dijeron.
          Y bendije aquellos colchones como se bendice un coche, una casa, un colegio o un hospital: para que el Señor diga-bien, para que bien-diga a los que en ellos dormirán. Y así les dije a los chicos: no sé por qué estáis aquí en la cárcel ni cuánto durará vuestra estancia, pero deseo de corazón y así lo pido a Dios, que estos colchones os permitan soñar la libertad dejando atrás todas vuestras pesadillas. Habéis nacido para la libertad y para el bien, no defraudéis a Dios que a esto os ha llamado. Aplaudieron, nos dieron la mano entusiasmados y agradecidos. Y nosotros nos fuimos marchando.
          ¡Qué tremendo, Dios mío! Fueron unas horas de paréntesis casi inhumano. Pero para nosotros el paréntesis se terminó cerrando. El de esas mujeres y esos chavales seguía cotidianamente abierto y esperando. Allí estaba Cristo, en esa cárcel, donde fuimos a verle en la carne, el corazón y el alma de sus hermanos en prisión. Saliendo afuera, vi a los presos “externos”, los que sin saber de sus barrotes, celdas y cadenas, también están sin libertad, sin fe, sin amor ni esperanza. El llamado “primer mundo” es a veces es un penal de lujo y con cinco estrellas, en donde tampoco se vive la paz, la alegría, el respeto y el amor por los que Cristo dio su propia vida.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo




10. Entre el sueño de Dios y las pesadillas humanas: la esperanza de los niños

“El que no se haga niño no entrará en el Reino de los cielos”. (2 de marzo de 2011)



           Una de las cosas que me decían los lugareños benineses es que su país no es tan conocido como otros de África porque no tienen conflictos bélicos: ni están en guerra con los países limítrofes ni tienen tampoco batallas tribales entre las propias etnias. Sin duda que es un motivo de alivio semejante ignorancia y una triste celebridad cuando te conocen por las masacres raciales y los enfrentamientos violentos.

           El testimonio de no pocos misioneros, algunos de los cuales han sido nuestros cuando teníamos la Misión Diocesana en Burundi o en Guatemala, es que determinadas violencias son de diseño: están programadas o bien desde el egoísmo de algunos prepotentes que quieren seguir manteniendo sus imperios de dinero y propiedades a toda costa y por cualquier precio (incluso matando u organizando matanzas entre los pueblos); o bien desde el interés comercial de la industria armamentista de las potencias mundiales, capaces de provocar una guerra fratricida para dar salida al armamento que se les quedaba obsoleto y apunto de caducar, o para probar novedades jugando con las vidas de inocentes como se experimenta con los conejillos de indias; o bien porque hay otro tipo de intereses de índole estratégica y conviene desestabilizar una zona del planeta para debilitar aún más su débil posición o hacer más fuerte la de ellos frente a todos los demás.

           Todo esto se da bajo diseño jaleado, financiado, urgido entre aquellos pueblos africanos también. Por este motivo la voz de la Iglesia en cualquiera de estos escenarios antes señalados es siempre una instancia incómoda. Nos sucede igualmente con determinados gobiernos y partidos políticos dentro de la sociedad democrática y pacificada. Pero en donde además hay violencia y guerra, el Evangelio de la Paz suena extraño y provocativo, y presentar el mensaje cristiano en toda su integridad no es apto para todos los públicos que quieren hacer de la suya una única voz. La mejor manera entonces de censurar el mensaje es matar al mensajero, y así se hace de tantos modos dando pie a las mil historias martiriales: desde Jesucristo hasta el último que por amor a Él y a los hermanos sufrieron el alto precio de tener que entregar la vida como el Maestro.




           La paz, la paz. De esto versó nuestra última mañana en Cotonou, porque sabiendo que estábamos allí en Benín el Arzobispo de Oviedo y la Delegación de Misiones de nuestra Diócesis, el Padre Ángel nos invitó a la misa que se había organizado por parte de Mensajeros de la Paz con motivo del décimo aniversario de la sede en Benín, concretamente la “Maison de la Joie pour les enfants”, la Casa de la Alegría para los niños. Allí fuimos, y junto al Señor Nuncio Apostólico de Benín y Togo, algunos sacerdotes diocesanos de Cotonou, religiosas, embajadas extranjeras, nuestro Señor Cónsul y las personas que llevan ese Centro de acogida, celebramos la Eucaristía con los niños que están recogidos en ese lugar de esperanza.



           Gentilmente me cedieron la presidencia de la Santa Misa. Durante la homilía pude agradecer públicamente la labor meritoria que este sacerdote asturiano, el padre Angel, lleva adelante desde hace más de cincuenta años, los que él lleva de ordenación sacerdotal. Su presencia en tantos países del Tercer Mundo y también en medio de nuestro Primer Mundo herido de insolidaridad, acerca la esperanza al mundo de la ancianidad y de la infancia más desprotegidas. Como él mismo decía en sus palabras finales, Mensajeros de la Paz debe su inspiración a la Iglesia y con ella quiere caminar. Nos dio las gracias a los obispos, haciendo mención expresa a los que hemos pasado por la sede arzobispal de Oviedo: Tarancón, Díaz Merchán, Osoro y ahora Sanz.

           Los niños son siempre los preferidos de Dios. Ellos fueron la mejor parábola que Jesús nos propuso poniéndoles en medio de sus discípulos y diciendo que sólo quien se haga como un pequeño podrá entrar en el Reino de los Cielos, y ay de aquél que abuse o maltrate a un inocente pequeñín, pues más le valdría que con una piedra de molino atada al cuello le arrojasen al mar. Palabras graves y severas, que tienen una triste actualidad cuando hemos tenido que pedir perdón por esos crímenes también dentro de la comunidad cristiana, como ejemplarmente ha llevado a cabo con libertad y humildad el Santo Padre Benedicto XVI. No obstante, en la violencia física, moral y sexual contra los niños, los casos de sacerdotes o religiosos que han sido acusados y condenados por este terrible delito, representa el cero coma poco del porcentaje de una tragedia mundial y de una modalidad de crimen cultural de nuestra sociedad más corrompida y pervertida. Como tantas veces hemos repetido, un solo caso entre nosotros ya habría sido demasiado, cuánto más si han sido tantos casos como hemos tenido que lamentar. Pero dicho esto, hemos de seguir insistiendo en que este problema no es de la Iglesia Católica o de su clero (cero coma poco, lo repito), sino de una sociedad enferma y desquiciada, de la que también los cristianos formamos parte en su lado más oscuro. La criminalización que hemos sufrido por parte de determinados grupos políticos, mediáticos y culturales, ha escenificado injustamente que la pedofilia es un pecado “sólo” de los católicos, “sólo” del clero católico. Evidentemente hay una intencionalidad macabra y estratégicamente diseñada.

           Aquellos niños recogidos en La Maison de la Joie pour les enfants eran el patente testimonio de esto que acabo de indicar: compra-venta de pequeños, abuso sexual y redes de pederastia, maltrato físico, víctimas de sus padres, exclusión por defectos físicos o enfermedades, y un largo y terrible etcétera. Esos niños preferidos de Dios, fueron despreciados por los hombres. A esos niños creados con un sueño de bien y felicidad por Dios, se les impuso una cruel pesadilla tan injusta como indebidamente. Y allí estaban tratando de salir adelante… con Dios y ayuda. Ese es el mensaje de los Mensajeros de la Paz.

Como hacemos en nuestra Misión Diocesana de Bembereké, como se hace en tantos sitios a través de la presencia de la Iglesia, queremos devolver a los niños ese sueño de Quien les creó, sacándoles de todas nuestras pesadillas. Y la pregunta no retórica de dónde está Dios cuando suceden estas cosas, cuando hay catástrofes naturales, cuando se dan las guerras… tiene siempre una respuesta que tampoco debe ser teórica: Dios está en primer lugar en los que sufren, en aquellos que son víctima de cualquier cosa o situación. Y en segundo lugar, Él también está en los que habiendo entendido su Misericordia y Ternura divinas, “le prestan” sus manos, sus labios, sus ojos, su corazón, su tiempo, sus talentos, para que a través de ellos los que sufren y son víctimas puedan volver a empezar con una esperanza sin trampa.

           En Cotonou hay una casa, que está pintada de alegría, y en la cual los niños más desamparados han aprendido a sonreír dejando de ser rehenes de sus desdichas. Sí, La Maison de la Joie pour les Enfants es una hermosa expresión de las muchas que tienen los Mensajeros de la Paz. Dios soñó a estos pequeños, y han sido salvados del egoísmo que les imponía las peores pesadillas.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo


9. Los mercaderes de la libertad

"Para ser libres nos libertó Cristo" (Gál 5,1). (2 de marzo de 2012)






           Hemos dejado atrás ya Bembereké. El viaje de regreso hacia Cotonou, capital administrativa y económica de Benín, nos esperaba más o menos como lo hicimos al llegar: kilómetros y kilómetros de peaje de arena, o de asfalto con mil baches y verdaderos socavones. A nuestro paso por los pueblecitos surgen de nuevo los típicos puestos vendiendo la gasolina en botellas de todos los tamaños, la fruta exuberante o las grandes perolas de mandioca que parecen montañitas de cus-cus. No faltan por doquier las mujeres con sus hijos a la espalda con la pañoleta vistosa y colorida de sabor africano para sostener al bebé que aprende a vivir como guardaespaldas de su madre, o más bien, bien guardado y protegido tras la espalda maternal.

           Hay un sinfín de momentos que he vivido en estos días intensos. Necesitaría tiempo para poder asimilar tanta belleza y tanta bondad, al igual que tanta pobreza y tanta precariedad. Le pido a Dios que no sea yo una máquina de fotos que almacena sin más imágenes sobre imágenes. Dicen de los japoneses, algo malvadamente, que cuando vienen a Europa no la ven, sino que la fotografían. Logran verla cuando regresan a sus tiempos y espacios nipones. No, no quisiera haber pasado por encima de esta realidad tan impactante en todos sus contornos, ni tampoco quisiera haberme asomado desde el objetivo de una maquinita digital. Sé que no ha sido así, pero pido a Dios la gracia de saberlo asimilar con gratitud y con responsabilidad.

           Me contaba un misionero madrileño, aunque cura de la Diócesis de Barbastro, el padre Rafael, que desde que llegó a Benín, a la Misión Fô-Bouré, le sorprendían tantas cosas de la acogida y hospitalidad de los africanos. Una de ellas es que a veces vienen a “verte”. Literalmente dicho: no vienen a  hablar, o a pactar, o a negociar, sino que vienen a verte. Y pueden estar rato y rato observándote en tu habitual quehacer simplemente así: viéndote. Y si te encuentran bien, si das la apariencia de que todo está en orden, que todo es sereno, que “se te ve bien”, entonces se marchan contentos y agradecidos.

           Yo he venido a “ver” este rincón africano, sus gentes, sus tradiciones, su cultura, pero sobre todo cómo ellos viven la fe, cómo comienzan a hacerse cristianos, cómo maduran en su amor a Dios y en su pertenencia a la Iglesia. Puedo decir que lo que he “visto”, pero también lo que he oído, lo que han palpado mis manos, me ha conmovido profundamente haciéndome mucho bien. Yo he intentado hacer todo el bien del que soy capaz con la ayuda del buen Dios y de los hermanos buenos que me acompañaban.

           Aquellas casi ocho horas de viaje desde Bembereké hasta Cotonou en el jeep (más bien un Toyota) de la Misión que no tiene ya secretos para el padre Alejandro, nos condujo a un aspecto hasta ese momento sin abordar y que era necesario para entender no pocas cosas de este modo de ser africano. Sí, bordeando Cotonou fuimos hacia un pueblo de la costa: Ouidah, para ver una especie de museo donde se cuenta in situ lo que allí aconteció. Lo llamaríamos un centro de interpretación si así lo hubieran planteado, pero no deja de ser más que recorrer unas estancias muy abandonadas, unos jardines, que es la fortaleza de los portugueses y luego de los franceses. Pero, fortaleza ¿de qué?

           Podríamos pensar que se trata de una fortaleza típica de costa que hace las veces de gran malecón militar para disuadir a los enemigos, para defenderse de ellos si amenazaban con entrar atacando desde el mar. Pero la cosa es bien distinta. No había enemigos, sino gente desarmada. No pretendían llegar amenazantes desde fuera con pretensión atacadora, sino que estaban dentro desde hacía años, siglos, porque eran las gentes del lugar. No tenían más interés que volver a sus hogares, con los suyos, en donde sus vidas nacieron y crecieron hasta que ocurrió lo que ocurrió. No lograban explicarse qué estaba pasando allí cuando de modo brutal les enajenaban de lo que era más suyo.





           Sí, me estoy refiriendo al mundo de los esclavos. Verdaderas redadas de hombres, de mujeres y de niños que eran capturados en increíbles cacerías humanas. Los llevaban a esa fortaleza, los hacinaban, los maltrataban de hambre, de sed, de miedo y de falta total de libertad, imponiéndoles indignamente lo que era una obscena rapiña de la dignidad.

           Eran sometidos a pruebas de resistencia bajo todas las inclemencias inhumanas, sin que faltase la de la oscuridad prolongada en unos sótanos insalubres, para ver si eran capaces de aguantar la travesía posterior en las galeras del barco, amontonados y grillados con rumbo a ninguna parte donde las personas dejan de ser alguien, pasando a ser sin cita previa unos “don-nadie”, sin nombre, sin historia, sin derechos, sin libertad.

           Aquellos que no morían en el intento o que eran descartados como “material” inservible porque enfermaban, se procedía a la subasta de su precio. En la plaza de ese pueblo se erigía el gran árbol bajo a cuya sombra se iban vendiendo al mejor postor a estos pobres infelices que fueron creados para la felicidad. Era la venta de carne humana, de animales de carga o de tracción, era la adquisición por parte de los prepotentes de quienes luego usaban y abusaban sin conciencia de nada, sin ningún freno a sus fantasías o a su perversión. Se hacían dueños de quienes jamás perdieron su condición de hijos de Dios, de aquellos hombres, mujeres y niños en los que la única propiedad amorosa y llena de respeto seguía perteneciendo a quien en cada poro de su piel, en cada latido de su corazón, en cada respiro de su ensueño y esperanza había grabado indeleble su firma de autor: Dios.

           Les hacían dar vueltas en torno a un árbol para olvidar lo que irreversiblemente dejarían para siempre atrás, y finalmente los encaminaban por un camino recto, cansino y monótono hasta la playa maldita de una incomprensible maldición. Allí han levantado un monumento recordatorio cuyo nombre todavía hoy nos sigue sobrecogiendo: “la porte du non retour”, la puerta del no retorno.

           Nosotros cuatro, Alejandro, José Antonio, César y un servidor, nos quedamos en silencio mirando desde allí el horizonte infinito del mar. Las olas nos arrullaban discretas con su melodía relajante del vaivén que viene y del vaivén que va. Sí, discretas. Porque si supiésemos escuchar todavía hoy podríamos oír los llantos de aquellos pobres, con clase humana de esclavos, vendidos por las treinta monedas de siempre que se quiere censurar a Dios en sus hijos, o a éstos en el nombre falso de Dios. Ese llanto quedó allí grabado para siempre. Y las lágrimas de hombres, mujeres y niños, fueron recogidas en el odre del Corazón de Dios.


           A pocos metros se levanta otro monumento de homenaje con motivo del jubileo de la redención del año 2000: a los misioneros. Hay santos que dieron sus vidas por los negros, que se hicieron esclavos con los esclavos, que anunciaron el Evangelio de la gracia y de la libertad verdadera, que denunciaron los desmanes más increíbles que comete el egoísmo y la injusticia de los humanos contra los propios hermanos.

           Nos quedamos en silencio unos instantes y rezamos una breve oración al Señor: un gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Porque como decía San Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva. Eso le pedíamos al Señor: que tus hijos vivan y que en ello tú seas glorificado. Hoy son otras las esclavitudes, hoy son otros los mercenarios, hoy las cadenas, las fortalezas, las puertas del no retorno tienen otros nombres. Pero sigue siendo idéntica la amenaza o la pretensión de arrebatarnos la libertad que nos hace hijos de Dios, y la verdad que nos hace libres. Mirando este querido continente africano, nos surge la oración en la playa de la vida: que tus hijos vivan, Señor, esa quisiste que fuera tu gloria.


+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

8. Educar y curar



“Lo que hagáis por mis humildes hermanos, lo hacéis por Mí”. (1 de marzo de 2012)



           Estoy viendo cómo las necesidades profundamente espirituales de estos cristianos o catecúmenos con los que me estoy encontrando, inciden claramente en la solicitud de tener algún sacerdote más que pueda acompañarles, en tener una capilla donde poder celebrar la fe. Así me lo han ido repitiendo en casi todos los sitios encontrándome con los catequistas, los responsables de cada comunidad y las personas que espontáneamente intervienen para saludarme o hablar conmigo. Pero el padre Alejandro y los demás miembros de la Misión entre religiosas, catequistas, etc., no se quedan en esa necesidad primera y primaria que tiene que ver directamente con la sed de Dios.


           Como ya he podido decir en días atrás, ellos quieren que se les dé a Jesucristo y nuestros misioneros les están dando a Jesucristo. Esto es lo más hermoso y lo que pone nombre y denominación de origen a la Misión. Claramente, la presencia de la Iglesia en medio de ellos, el sentido de nuestra Misión Diocesana en Bembereké, consiste en anunciar a Jesús como Señor y Salvador, poniendo en juego todos los recursos religiosos, sacramentales, litúrgicos, pastorales y humanos que ayuden a este fin.


           Pero… pero… estaríamos reduciendo piadosamente este anuncio misionero si no nos ocupásemos también de las otras dimensiones que forman la integralidad de la vida en estas personas a las que el Señor nos envía. La verdadera tradición misionera de la Iglesia jamás ha vivido con estrago o rivalidad la atención de las almas y de los cuerpos de las personas a las que quería y quiere llegar por amor a Dios y por amor a ellas. Y si en algún momento se ha dado semejante confrontación o adversidad excluyente es por un equivocado planteamiento de la misión cristiana: ni reducirla a humareda de incienso, ni empujarla a la trinchera guerrillera. ¡Cuántos excesos en uno y otro sentido, y no tan lejos de nuestro momento histórico!


           Es la vida, toda la vida la que Jesús abraza en su Encarnación. Es la vida, toda la vida por la que Él predicó, curó, consoló, salvó. Es la vida, toda la vida por la que Él en definitiva nació, murió y resucitó. Y así es en la Misión: toda la vida debe ser acompañada, sostenida, iluminada, agraciada, salvada en definitiva acercando no nuestras estrategias sino las de Dios en su Evangelio, en su Iglesia. Jesús nos habla de esa divina solidaridad: lo que hicisteis o dejasteis de hacer a uno de estos mis humildes hermanos, es como si lo hicierais o dejarais de hacer conmigo mismo.


           Estaba en una de las muchas comunidades que he podido visitar, y aunque para mí fuera una más y casi parecida, para ellos era única mi visita, único lo que me querían decir, lo que esperaban escucharme. Con ese sabor a estreno, me disponía verdaderamente a algo nuevo al bajarme del coche y acoger el canto y la sonrisa de quienes venían a mi encuentro. Son momentos especialmente bellos ver los ojitos de tantos pequeños que se clavan en ti esperando que tú hagas un guiño, o esboces una sonrisa, o estreches sus manitas. Igual ocurría con la gente joven, con los adultos y con los ancianos. Serán inolvidables el tacto de las manos rugosas de los adultos, encallecidas, llenas de sudor por el trabajo y el calor.


           Una de esas comunidades tenía delante un inmenso árbol precioso. Era un ficus que había crecido pudiendo cobijar debajo un pueblo que se reúne para entrar en la iglesia. En mis palabras yo comencé a describir el árbol, su significado como punto de encuentro, auténtico cobijo en el temporal de la estación de las lluvias o en los sofocos del largo estío, de cómo fue creciendo desde una semilla pequeña, de… En ese momento me interrumpió mi traductor a la lengua baribá para decirme que no hablase con tantas figuras poéticas porque era muy complicado traducirlas a esa lengua tan rica en narración (tanto es así que al durar en demasía la traducción yo ya no sabía si me estaba traduciendo o completando lo que decía). Y pidió entonces a un catequista nativo que me siguiera traduciendo, lo cual hizo las delicias de todos. Menos mal, porque yo ya no sabía si tenía que limitarme a la recitación de los Diez Mandamientos o empezar directamente con la tabla de multiplicar, tan poco poética ella. Nos reímos un poco. Pero el árbol nos hablaba de la vida.


           Ellos entienden el sentido de su formación cristiana y la labor impagable de misioneros y catequistas, pero ellos entienden también que en la casa de Dios no sólo entran los rezos, sino toda la persona del orante. Su soledad, sus preguntas, sus heridas, sus dudas, sus sueños, sus esperanzas… Y la vida cotidiana que es abrazada por el Señor: preparar la comida, salir a cazar, plantar y regar los huertos, hacer medicinas naturales, o mismamente lavar a conciencia a los críos. Las mamás se empeñan a fondo en ese ritual de restregar bien a los más pequeños a base de estropajo y jabón. Vi a una de ellas lavando a un niño de unos tres o cuatro años. Al fijarme en el agua del barreño, pensé que el niño estaba destiñendo al ver el agua marrón oscuro como su piel. Pero no, es que venía rebozadito de jugar a tutiplén.

 Aunque es posible acompañar todo por parte de la comunidad cristiana, hay dos áreas en las que la iniciación de la fe y su maduración, deben ser acompasadas por la educación y la atención sanitaria. Y en esto están comprometidos nuestros misioneros. Educar integralmente a los más pequeños, a los jovencitos, a los que comienzan a ser adultos. Aquí educar es facilitar los estudios y crear un ambiente en el que toda la persona sea educada, no sólo el currículum académico de su bagaje doctrinal. Por eso los centros que atienden las Dominicas de la Anunciata y las Hijas de María Inmaculada para niños pequeños y para jovencitas, son realmente ejemplares en todo. Y lo mismo en el “foyer”, el internado, de los chicos que lleva directamente Alejandro. Me pareció preciosa esta labor y una manera de facilitar el progreso integral en esta chavalería que sin esta oportunidad sería imposible acudir a un centro donde formarse. Algo tan elemental como no contar con libros apenas, teniendo que estudiar lo que logran poner en sus apuntes, es ya indicio de la precariedad. Como cuando vi a estos chicos estudiando en los soportales de la Misión, o junto a una pequeña farola… porque en sus casas no hay luz.


           El hospital que pude visitar es cualquier cosa menos lo que uno puede tener en la mente al pensar en nuestros centros de día, dispensarios, ambulatorios, o residencias sanitarias. Nada que ver. El amontonamiento, la falta de medios y de higiene mínima, la ausencia de asepsia y hasta de personal sanitario, hace que se te caiga el alma a los pies. Se hace todo lo que se puede, a sabiendas que no llegarás. Y con los medios de que dispones tratas de hacer el milagro cotidiano de que ese enfermo pueda salir adelante. Era sobrecogedor ver en la misma habitación a un anciano en el suelo sobre una esterilla, un niño en la cama contigua y un joven que había fallecido hacía un rato. La habitación saturada de podredumbre, mientras a la puerta del recinto había una inmensa fila de gente que primero debía pasar por la caja para acceder a esa atención.


           
Es encomiable la labor de los que allí trabajan. Nos saludó una médico francesa y una joven que estaba haciendo prácticas de enfermería entregando misioneramente su tiempo y sus conocimientos. El hospital, que fue fundado por los cristianos protestantes, es el único del lugar, aunque pertenece ya al Estado y está gestionado por él.

           El padre Alejandro fue pasando por todas la habitaciones del patio bajo. Se detenía con cada enfermo, les preguntaba, les bendecía, les animaba. Y así hacíamos los demás detrás de él. “Estuve enfermo y vinisteis a verme”. Con el respeto debido al mundo del dolor, con la sana mala conciencia ante la desigualdad humana, quisimos también hacer esta visita. Aunque las religiosas enfermeras acuden a los poblados por indicación del misionero, cuando alguien enferma, cuando hay que mirar a algún bebé o atender a una mamá o a un anciano, el hospital tiene ese reto sobrecogedor.

           La Misión nos da esta doble forma de abrazar a estos humildes hermanos de Jesús: educar sus vidas en la verdad, en la belleza, en la bondad y en la cultura, y atender sus enfermedades cuando los cuerpos quedan heridos por las dolencias. Así entendemos  y prolongamos la misión de Jesús que les hablaba del Padre Dios, les enseñaba las bienaventuranzas, la paz y el perdón, y al mismo tiempo se conmovía por los hambrientos, los sufrientes, los enfermos. “Venid a Mí”. Y en estos hermanos humildes a Él hemos ido, como él mismo fue.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo



7. Levantando la casa del Señor... y de sus hijos


“Puso su tienda entre nosotros” (29 de febrero de 2012)


        Además de la parroquia como tal que está en la Misión en la capital de Bembereké, hay muchas capillas en los distintos poblados en donde hay una comunidad cristiana. Frecuentemente se hacen pequeñas en seguida y hay que realizar alguna ampliación, o incluso una capilla nueva, lo cual no deja de ser una enorme alegría cuando esas iglesitas  se colman más y más de niños, de jóvenes, de adultos y ancianos que alaban al Señor, donde se encuentran como hermanos, y donde escuchan la Palabra viva de un Dios que tiene siempre algo que decirnos.

         Con el debido permiso del señor Obispo del lugar, Mons. Martin, he podido bendecir y consagrar dos pequeñas iglesias: Mani y Poke. Era vestir de largo la espera de un pueblo que quiere tener a Dios por vecino, hasta el punto de contar con su domicilio en medio de sus calles y plazas. Esto es lo que hizo propiamente el Señor al poner su tienda entre nosotros, como nos dice el prólogo de San Juan. Y esto es el misterio de la Encarnación de un Dios que se hace hombre entre nosotros: Él ha venido a poner su tienda en medio de todas nuestras contiendas.
   
        Esta buena gente, tras haber hecho un camino de catequesis y haber recibido los primeros sacramentos, tras haber experimentado cómo el amor concreto a Dios se traduce también en el amor concreto al hermano, desean contar con ese espacio especial en donde todos estén en la casa de todos por ser ese el hogar del Señor, su capilla parroquial. Y te muestran su pequeña capilla o las dos que con un cierto volumen pude bendecir y consagrar, como algo de ellos, algo que les pertenece como un hogar común al ser el lugar donde el Señor habita en medio de su pueblo.

        Cuando fui rociando con el agua bendita las paredes, las puertas, las imágenes, el techo y el suelo, y a toda la gente allí reunida con evidente emoción, les decía después que ellos formaban parte de ese nuevo templo como piedras vivas que son en la construcción de una casa para Dios. Allí traerán a sus pequeños al nacer para hacerlos cristianos con el bautismo, como se ve que hacen, y siguen participando según su edad en las celebraciones junto a sus padres y los demás miembros de esa comunidad. Allí recibirán la primera Comunión y todas las que luego le sigan. Allí pedirán perdón por sus pecados, como he visto que hacen buscando al sacerdote a fin de recibir la absolución individual, tanto en las confesiones personales como en las celebraciones comunitarias de ese importante sacramento de sanación que es la penitencia. Allí serán confirmados por el Obispo recibiendo el don del Espíritu Santo. Allí también serán los esponsales de un matrimonio diciéndose el hombre y la mujer su sí ante el Sí grande de Dios en su Iglesia. Allí serán despedidos al final cuando la comunidad se reúna para pedir por el eterno descanso de un hermano que murió en el Señor.
   
        Más cotidianamente, en la capillita se proclama la Palabra de Dios, y se celebra la Eucaristía cuando puede ser, pues con un solo sacerdote en la Misión Diocesana de Oviedo en Bembereké no da más al P. Alejandro a acudir los sábados o domingos a todas las capillas que están bien diseminadas por estas sabanas y forestas. Y allí también el catequista reunirá a la comunidad para seguir su formación cristiana y la celebración de la fe. ¡Qué importantes son los catequistas en todos los sitios, y cómo estamos en deuda de estos generosos hombres y mujeres que trabajan por Dios y por su Iglesia, pero especialmente en estas tierras de misión!
        La cigarra nos aportaba una especie de "hilo musical" continuo que nos advertía sin cesar las altas temperaturas que estas gentes, y nosotros con ellas, soportan día y noche. Pero llega un momento en el que cualquier inconveniente que pudiésemos señalar en comparación con la habitual comodidad a todos los niveles que tenemos en el llamado Primer Mundo (¿?), cede completamente cuando te topas con personas concretas que acaso son más pobres que tú en esas ventajas de modernidad técnica, pero que son mucho más ricas en tantas cosas en las que tú eres un verdadero mendigo.

        Los cantos y las procesiones de entrada u ofrendas, hacían de esta celebración de bendición de capilla una verdadera fiesta. Particularmente vistosos los trajes de las señoras y jovencitas, con unos tocados a juego que escenificaban su delicado sentido de la belleza y la armonía. Con todo el respeto por una expresión religiosa que no es la mía habitual, reconozco que tiene su hondura, su alegría limpia y sincera en donde se vuelca el modo de ser africano, su concepción de lo extraordinario y su claro agradecimiento a Dios y a su Iglesia.
        Tras la segunda bendición habían quedado para comer todos juntos. Todos, absolutamente todos los que participaron en las celebraciones, e incluso algunos que no pudieron por motivos de trabajo, se unieron a esa comida popular. Me interesé por el dato, y me aseguró Alejandro que estaban invitados también los musulmanes, y no faltaron a la cita de la comida, e incluso algunos acompañaron a los cristianos en la celebración.
        A los cuatro sacerdotes que íbamos (Alejandro, José Antonio, César y un servidor) nos colocaron en una de las mesitas debajo de una inmensas lonas, al lado del presidente de la comunidad y de su señora (más el pequeñín que tenía a su espalda). El menú era para todos igual: arroz, gallina frita y pasta con picante. Nos dieron lo que tenían, y para ellos era un menú de fiesta grande. Con la reserva propia de quien no está acostumbrado a estos manjares, me entregué del todo al picante de la pasta saludando sólo por encima a la pobre gallina frita y al arroz que la acompañaba. Pero no resultó mal. Que hubo hasta música y baile, al que lógicamente no nos quedamos, porque todos sabían que los misioneros no tenemos mujer, para sorpresa de no pocos de ellos, y no estaba bien que nos vieran danza que danza, a pesar de que el baile aquí siempre es "suelto".
        Un día hermoso e intenso, en donde de nuevo se puso en clara evidencia la profunda humanidad de esta gente sencilla y noble, a la que Dios también llega con la revelación de Jesucristo, con el anuncio de su Buena Nueva, y con la compañía de la Iglesia que sabe estar cercana a los que Dios quiso siempre tener cerca: los pobres.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo