Dios que nace, niños que renacen (25 de diciembre de 2014)


 
Amaneció este día tan especial con un cielo muy nublado. Pensaba que en la fiesta de Navidad íbamos a tener el regalo de la lluvia, que aquí es una bendición. Pero mi ignorancia del terreno me hizo llamar cielo nublado lo que sencillamente era una nube de polvo, ese que en esta época del año impide respirar bien, te irrita los ojos y seca la garganta, y que en tanta gente provoca los catarros cuando la temperatura baja un poquito de madrugada. Es más frecuente en el tiempo seco y no se da en el de la época de lluvias, y aquí lo llaman Harmatan. No obstante se notaba el ambiente festivo en el vaivén mañanero de la misión. Los más jóvenes habían estado cantando hasta altas horas, cuyos sones y tambores nuestro cansancio fue escuchando cada vez más lejanos. No hay mejor somnífero que estar tronchado del cansancio de un largo viaje.

            El día de Navidad dejamos Bembereké y marchamos hacia Gamia, una de las comunidades que atiende la misión. Sin dejar la carretera medio asfaltada o medio bacheada, llegamos a este lugar que ya conocía de mi viaje anterior. Su comunidad es un regalo del cielo. El titular de la iglesia es San Francisco de Asís, motivo por el cual me une un afecto especial. Allí estaban esperándonos con todos sus colores vivos en los atuendos, especialmente de los niños y de las mujeres, y con sus cantos y bailes festivos dando así la bienvenida a quien venía en el nombre del Señor. Así estaban y así íbamos.

            Al terminar la bienvenida salieron corriendo los más jovencitos. No había casi sitio en la iglesia y querían conseguir un trocito de suelo. Era día de mercado, puesto que la vida seguía igual para los musulmanes y la religión tradicional (animistas). De hecho la iglesia parroquial está frente a una gran mezquita separándonos de ella la carretera nacional, amén de otras triquiñuelas. El jaleo afuera, por tanto, estaba asegurado. Pero por dentro no nos amilanamos y de hecho no fue menos, aunque de otra manera. Comenzó la procesión de entrada con la cruz alzada que nos presidía, los monaguillos con el incensario, Antonio y Manuel como sacerdotes concelebrantes y cerraba yo. Me traje una mitra y en las celebraciones de la comunidad entera me la pongo. A ellos les gusta y sienten que también tienen a sus pastores que no celebran de cualquier forma, que cuidan la dignidad que tiene la liturgia y que ellos son también cuidados por sus sacerdotes y obispos. No podía ser menos. También los pobres tienen derecho, no tanto a la parafernalia ampulosa y vacía, sino a la liturgia sencilla pero con todos sus elementos experimentando que también a ellos se les brinda la liturgia sin abaratamientos en nombre de no sé qué.

            Nuevamente fuimos presentados por parte de un responsable de los catequistas. Se veía el inmenso cariño lleno de gratitud con el que recibían al “obispo de Asturias que nos envía a nuestros sacerdotes misioneros y a los diáconos que pasan unos meses entre nosotros”. Un coro de jóvenes excelente, con los instrumentos de percusión propios de la cultura musical africana y un órgano electrónico, ponían su belleza al servicio de esta liturgia de fiesta en la Natividad del Señor. Las voces bien conjuntadas y sus movimientos armoniosos al compás de su canto, hacía que mi boca se quedase abierta de admiración, de gozo y agradecimiento por tanto regalo inmerecido al celebrar con ellos la gracia de Dios al modo africano. Ellos me dieron gracias por la visita, pero les dije aquello de que no sólo ellos eran visitados por mí, sino que yo gozaba porque era visitado también por ellos, y todos nosotros visitados por ese Dios que se hizo pequeñito para no darnos miedo sino para darnos con ternura y eficacia el don que nos traía viniendo así a salvarnos.

            Me dieron una lección grande en el momento de la petición de perdón. Es algo que no olvidaré. Nosotros solemos hacer deprisa y a veces rutinariamente el “yo confieso” y el “Señor, te piedad”. Ellos se tomaron tiempo, se pusieron de rodillas, guardaron un momento de silencio profundo y luego recitaron la plegaria como se recita en la Misa para terminar prorrumpiendo en un canto. Quedé impresionado, como si ese gesto sincero y verdadero pusiese mi vida y mi modo de celebrar ante el quicio de algo mejorable, de algo que yo tantas veces hago y digo por inercia sin caer en la cuenta de su profundo significado. Pregunté luego a alguno: ¿por qué os ponéis de rodillas en el momento del perdón de la Misa? Y me contestaron: porque pedir que Dios nos perdone y saber que Él viene a abrazarnos en lo que nuestra vida es menos bella y menos bondadosa, en todo aquello que le ofende o hace daño a los hermanos, es algo que debe recibirse y esperarse con humildad. El gesto de arrodillarnos viene a expresar esto: no una humillación de un Dios que nos aplasta juzgándonos implacable, sino la humildad gozosa y agradecida de quien tantas veces experimenta el abrazo del Señor que con misericordia gratuita viene a levantarnos. Su perdón no es un derecho que exigimos altaneros, sino un don que recibimos con una humilde alegría. Sólo quien se arrodilla verdaderamente puede ser levantado de veras. Y Dios lo hace así... nosotros no queremos perdérnoslo.

Yo me quedé sin palabras, pensativo, con la lección aprendida de estos hermanos visitados que me visitaban con esta evangélica sabiduría. Evidentemente Dios Maestro enseña en los sencillos, en los pobres, en los que tienen tanto que decirnos porque en sus vidas le dejan gritar al Señor a los que nos dormimos con frecuencia o con frecuencia nos distraemos. Bendito seas Señor, por estos tu hijos buenos.
 

Me aguardaba una sorpresa esa celebración. Era el día del Nacimiento del Señor y me presentaron para bautizar a diecinueve niños y niñas, casi recién nacidos. Sus jóvenes papás y los padrinos rodeaban el altar como en una media luna de un día con esas diecinueve estrellas. Tan pronto rompían a llorar, como me miraban con esos ojitos como luceros sin pestañear, o se quedaban callandito porque en vivo y en directo les tocaba el momento de mamar. Era la vida, la vida con toda su fuerza que rompe en llanto, que nos regala sonrisas y que a su tiempo había que alimentar. No era fácil ver de golpe tanta alegría como ellos así me mostraban.

Antonio y Manuel fueron haciendo las unciones, luego escuchamos las promesas, las renuncias, las letanías y el credo. Aquellos diecinueve síes de Dios con los que Él llamó a la vida a estas criaturitas, eran traídos por sus padres y padrinos alrededor de la pila bautismal. Sobre cada uno de ellos pusimos el nombre que para ellos habían escogido para hacerles hijos e hijas de Dios. Claire, Marie, Denisse, Wisdom, Emmanuel, Jenifer… Uno por uno era llamado desde la vida ya recibida a la Vida con mayúsculas para vivir ambas acompañados por su familia y por una comunidad cristiana que sabía lo que hacía. Fuimos poniendo nombre a la vida que el Señor nos regalaba tan generosa y esperanzadamente. Ahora había que poner la entrega y la compañía para que esa vida no fuera por nada ni por nadie frustrada. Me preguntaba qué palabra quiso Dios silenciar eternamente para decírnosla con aquellos labios pequeñitos que todavía no sabían hablar. Y qué caminos surcarían esos pies diminutos que no sabían aún andar, pero que Dios les pondría en marcha para anunciar su Buena Noticia. Y qué podrán acariciar esas manos tan pequeñas amasando un trocito de mundo y de historia que eternamente Dios retuvo para regalárnoslo con ellas.

Por cierto, uno de los pequeños tenía especial complicidad con el agua que se vio claramente cómo le encantaba. No sólo chapoteó el agua bendita de la pila bautismal bautizándonos a todo el cortejo, sino que me agarró lo que hacía de concha de bautizar y me costó que me la devolviera… por las buenas. Sus deditos decididos estrecharon los míos confundidos por tal pulso. Nos miramos. Nos sonreímos. Oiga… ¡todo un espectáculo! Este pequeño apunta maneras: será alcalde, presidente u obispo. Habrá que seguir su trayectoria. ¡Qué precioso día de Navidad, donde celebrando que Dios nacía para nosotros celebramos que estos pequeños nacían para Dios!

 

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