Los jóvenes y sus preguntas: clamor de esperanza (27 de diciembre de 2014)

Puntualmente, y cada día, a las cinco de la madrugada nos despierta el muecín con su carraca coránica. A esas horas parece que suena más y juras en árabe un par de versículos acordándote del preste moro que no da cuartel. Alá me lo perdone y a él lo tenga luego en su gloria. Yo tengo un sumo respeto por estas prácticas tan piadosas, incluso no tengo nada que objetar al horario. Pero que me lo compartan sí o sí a golpe de altavoz, no deja de quitarme la devoción por estos chicos del turbante que a esas horas tanto me turban interrumpiendo el último sueño. Pero, nada… no hagamos una guerra santa que no está la cosa para más declaraciones que la paz sinceramente deseada.
            Esta vez hubo complicidad, porque cuando el muecín había acabado su retahíla salmódica y yo había recuperado la postura para el último ronquido bajo la mosquitera de mi cama, se empezó a escuchar el inequívoco sonido del tam-tam. No daba crédito. Los tambores me dieron la puntilla en una noche tan corta como accidentada. ¿Tambores y tam-tam? ¿Qué danza toca ahora a esta hora de la mañana estando la noche aún tan cerrada? Los tambores iban creciendo en intensidad y cercanía. ¿Nos invade a traición alguna tribu cercana pidiéndonos otro peaje? Nada de eso. Ya despierto pude recomponerme para pensar un momento qué es lo que estaba pasando.
            Se trataba de algo más hermoso e insólito. Jóvenes, muchos jóvenes, se estaban levantando. Habían llegado de víspera para un encuentro de las dos parroquias que trabajan juntas en algunas cosas como la pastoral juvenil: Foubouré y Bembereké. Eran más de ciento ochenta. Habían dormido en las salas que nuestra misión tiene para los chavales del internado de estudiantes y que ahora estaban en casa por las vacaciones navideñas. Es un internado que nada tiene que ver con lo que en España entendemos como tal. Pero dentro de su enorme sencillez y evidente precariedad cuando los comparamos con los nuestros, aquí la gente se prepara para hacer el bachillerato e ir luego quien puede a la universidad. Les pude ver estudiar a la luz de una farola común que alumbra la plazuela de la misión, o ayudarse unos a otros para comprender juntos lo que juntos quieren aprender. Se hacen la comida, se lavan la ropa, conviven musulmanes y cristianos. Tiene más estrellas que las que contaba Abraham cada noche este internado. Ahí estaban los durmientes del encuentro que los despertaron a golpe de tam-tam.

            Nosotros a las seis y media estábamos ya en la capilla para rezar laudes con algunas religiosas y catequistas que vienen cada mañana antes de la Misa. Esta vez los jóvenes se unieron a la Eucaristía de la misión. Y era un verdadero espectáculo ver a tanta chavalería entre quince y veinticinco años más o menos, que venían con sus sacerdotes y sus catequistas. Son jóvenes cristianos que se abren a la vida de adultos mientras se forman en sus estudios, despiertan a sus amores, colocan sus temores y desafíos, y se preguntan con total seriedad cómo seguir creciendo como cristianos. Han salido varias vocaciones al sacerdocio que ahora se están preparando en el seminario. De la parroquia de nuestra misión de Bembereké hay siete jóvenes: todo un regalo que llena el corazón.
            Había un grupo grande ya en la iglesia haciendo oración en silencio. Venían con ropa de abrigo pues lo que para nosotros era simplemente el fresquito mañanero, para ellos en este tiempo del Harmatan es como el crudo invierno. Así, con las sudaderas y encapuchados, estaban rezando hasta empezar la Misa. Ya el primer canto que sirvió de entrada procesional, por supuesto a ritmo de danza y con la percusión de tambor y palmas, les puso en pie y les abrió los ojos de par en par. Éramos cuatro sacerdotes y un obispo. Todos españoles. A mí me presentaron como suelen hacer, al igual que a mi secretario. Y quedan alucinados porque yo me llame Jesús y él se llame Manuel. Te miran entre extrañados y reverenciales, y se te queda una cara de aparición cuasi divina, como si hubiésemos venido directamente del cielo aparcando la nube a la puerta en doble fila. Comencé con unas palabras mías de agradecimiento por tan numerosa presencia juvenil a esas horas. Aquí el botellón no toca, toca el tam-tam y para otra cosa.
            La fiesta era la de San Juan Evangelista, discípulo joven como ellos. Y de esto les hablé en la homilía. Este apóstol que se celebra siempre en los días de Navidad nos enseña a ser jóvenes cristianos aprendiendo de él estas tres características: buscó, reconoció al que buscaba quedándose con Él, y lo testimonió hasta el final. Les decía eso precisamente: qué buscamos nosotros, a quién le damos nuestro reconocimiento y el tiempo de nuestra convivencia con él, a quién testimoniamos con nuestra vida. En el caso de Juan era claro: Jesús. Sólo Jesús explica la vida de Juan, sus búsquedas, sus hallazgos, su amistad, su testimonio total. Pero no es un encuentro abstracto y genérico, sino que ha sido tan concreto como algo o alguien que te cambia la vida, como cuando sucede un enamoramiento de veras y para siempre. Así lo dice este discípulo amado en su primera carta: lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos… os lo anunciamos. Es decir, no se puede ser cristiano con una fe prestada, ajena, no experimentada personalmente. Nadie se enamora de un fantasma ni da la vida por una quimera. Juan lo encontró porque lo buscó previamente, y cuando halló a Jesús vivió con Él siguiéndole como discípulo, testimoniando a quien lo quiera acoger y escuchar. Les hice una broma al final de la homilía preguntándoles si estaban dormidos y si tenían frío. A lo primero me respondieron con una carcajada que me convenció. A lo segundo me hicieron ver que con el frío no se juega y que en esto, bromas las justas. Miré por las ventanas sin cristales y vi que con aquellos veinte grados tiritones había dejado… de nevar.

            Tras el desayuno tuvimos un encuentro a propuesta de los catequistas. Querían que les hablase de algo, de lo que fuera. ¡Santo Dios… en qué líos me mete! Ahí estaba delante de estos ciento ochenta jóvenes para decirles una palabra. Les conté cómo hay compañías y soledades que nos destruyen, y que hemos de saber encontrar la gente que verdaderamente nos acompaña con respeto para que crezcamos, y saber tener también la interioridad que nos haga ser auténticos. Les puse un ejemplo que me sucedió en un hospital en España. Visitaba a los enfermos y el capellán me propuso entrar en una habitación donde una chica se estaba muriendo de anorexia. La tristeza resentida hizo que rechazase a Dios y a la Iglesia. Todo en ella moría. Pedí permiso a la madre que estaba con ella y pasé. Al verme con la camisa de sacerdote y la cruz sobre mi pecho, me dijo con desprecio: ¡márchate, yo no creo en Dios! A lo que respondí con la dulzura que supe: no sé si tú no crees en Dios, pero quiero que sepas que Él sí cree en ti. Entonces ella cerró los ojos y comenzó a llorar. La bendije y salí en silencio. Luego me escribió una carta diciendo que estaba saliendo de su agonía, y que todo comenzó cuando supo que alguien por primera vez había creído en ella. Si este alguien era Dios, ella quería estar cerca. Y así salió adelante cuando nadie podía hacer nada por ella.
            Hay compañías o soledades que te quitan la vida, porque están basadas en una mentira que jamás te corresponde sino que te usa, te compra y luego te tira. Les conté esto porque en el encuentro estaban hablando estos jóvenes del problema de la brujería, que aquí en África es algo difundido entre la gente más pobre y desesperada, y que llega a matar de tantos modos como la más flagrante injusticia. Me sirvió para enganchar con eso que estaban hablando y permitió que hicieran preguntas. Hubo una que me llamó mucho la atención: me decía Erik, un joven profesor de español en colegios (de hecho me hizo la pregunta en castellano), qué hacer ante el chantaje de la riqueza cuando nos tienta el dinero y el tener por tener. Yo no puedo ocultar lo mucho que me impresionó una pregunta de tanto calado evangélico. Le dije: hay gente tan pobre que sólo tiene dinero y ansia de poder. Pero a esta gente así tentada la riqueza la engaña, y promete una felicidad mentirosa para terminar dando la vida por lo que les lleva a la muerte. Jesús llamó bienaventurados a los pobres, a los que sólo desean lo que necesitan para vivir dignamente y les permite crecer. Hay una pobreza que es evangélica y otra que es injusta. La que nos hace libres de las mentiras que nos matan y chantajean es la pobreza bienaventurada, la que nos hace esclavos de los ídolos que nos separan de Dios y de los hermanos es la pobreza malhadada con la que hemos de luchar y de la que ponernos a salvo.


            Hubo cantos, agradecimientos y un hasta luego en donde Dios quiera. Cuál fue mi sorpresa que al hacernos la foto de grupo empezó a corear un grupito de chicos: ¡Atleti, Atleti, Atlético de Madrid! No pude disimular mi entusiasmo por esta afición colchonera por estos lares. Tendré que hablar con los de la ribera del Manzanares y hacer algo.

1 comentario:

  1. Gracias por compartir con nosotros esta experiencia sin duda de Gracia. Confieso que me da un poco de envidia lo que nos cuenta, sobre todo de los jóvenes. Tenemos que aprender desde aquí mucho de nuestros hermanos en África. Esa necesidad de celebrar el Misterio, de acercarse al Señor y crecer en la fe. Aquí reconozco que hay a veces tanto ruido, tantas luces que ciegan la Luz, que cuesta pararse a contemplar al que Es.
    Seguimos unidos en la oración y , como tenemos un Obispo muy de las nuevas tecnologías, también en la red. Un abrazo. Patri. Parroquia San José de Gijón

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