Bajo las ramas de un mango gigante (29 de diciembre de 2014)



He podido ver con frecuencia que el árbol es importante en la vida de un poblado aquí en África. Están las chozas, los pozos de agua, las piedras bajeras para calentar las cosas y hacer la comida, también algunos sombrajos donde refugiarse a veces de un sol implacable. Pero está sobre todo el árbol, un árbol grande y frondoso que tenga ramas suficientes para dar sombra generosa como un paraguas natural que extiende sus brazos como para arrullar la vida de quienes debajo se encuentran y se refugian.
            Hemos estado en un poblado lejano, Karakou Dasi, casi ya en la frontera con Nigeria. La carretera con sus baches, casi con sus cráteres, se hacía peligrosa al intentar esquivarlos los que van y los que vienen, y salvando las personas que en el pequeño arcén caminan para ir al campo con sus aperos al hombro o en el caso de las mujeres con inmensos barreños a la cabeza. En esta época seca del Harmatán queman las hierbas y rastrojos de las cunetas sin ninguna protección y se torna un peligro más del que tener extremo cuidado. Hemos visto un tráiler grandísimo cargado de algodón que ardía por entero cuando una chispa de la cuneta ha alcanzado su enorme carga algodonera. Impresionaba la rápida calcinación y cómo ha salvado la vida el camionero de milagro. Cosas que pasan aquí… quizás sólo en estos lares tan llenos de cosas hermosas y de cosas insólitas.
            Cuando hemos dejado la carretera y hemos tenido que ir por los caminos de tierra a través de la selva abierta con el paisaje africano más clásico y esencial, veía esta sabana de tundra selvática sin que me pueda hacer una idea de cómo será en la época de las lluvias que vendrá dentro de muy pocos meses haciendo explotar de verdor y de vida lo que ahora aparece sólo como una sequedad de rastrojos amarillos en los que emergen desafiantes y atrevidos los árboles con su dura foresta a prueba de falta de agua. Es como una parábola de lo que significa resistir sobreviviendo contra viento y sin marea. Pero aún así tiene su belleza propia este espectáculo en medio de su contraste retador. El camino de tierra es muy estrecho y hemos de ir con cuidado en las curvas y en los frecuentes cambios de rasante, porque nos cruzamos por doquier con personas que van al campo para el trabajo del que viven como pueden en una existencia tremendamente esencial. Pero es en el camino que nos conduce al poblado al que vamos, donde hemos podido percibir los estragos de una sequía brutal. Las rodadas y grietas en el suelo echan un pulso aventurero al conductor más avezado, y no es fácil llevar la camioneta todo terreno por un terreno que no es para todos.
Cuando hace dos años conduje yo por estos andurriales, supe lo complicado que era llevar el coche en semejantes lares y el peligro que entrañaba si ibas cargado de cosas. Pero entonces como hoy, no íbamos con “cosas” solamente, sino también con gente que se iba subiendo atrás a la caja del cargamento, agarrándose a las barras del toldo que habíamos quitado previamente. Mujeres, niños y jóvenes van atrás haciendo gala de tamaña fortaleza en una proeza que también es humana todo terreno. Van cantando sus cantos como se hace en un día de fiesta que se sale a una ensoñada excursión. Pensaba yo qué fácil es provocar un contento tan asequible y tan inocente cuando hay un corazón sencillo que sabe disfrutar de cada momento de la vida sencillamente. ¡Qué secreto tienen estos hermanos para su gozo que a nosotros primermundistas sofisticados la alegría que medimos en megas o en gigas se nos escapa hasta hacerla tan postiza como fugaz!
Llegamos Karakou Dasi. Estaban avisados esta vez. Se trata de una comunidad cristiana que está empezando. Son muy pocos, muy pobres, pero abrieron con una admiración inmensa sus ojos blancos en el trasfondo de su piel negra, cuando los misioneros les dijeron que habían elegido esa comunidad precisamente para nuestra visita. Un tal “arzobispo de Oviedo” que se llama Jesús vendría a celebrar con ellos la santa Eucaristía. Llegamos así en esa cabalgata de ruedas rodadas por los caminos de Dios hasta dar con ellos y la espera se hizo canto, se hizo aplauso y palmas, gritos de júbilo al ver que era verdad que la promesa se cumplía y hasta ellos llegaba en un día de Navidad como este, durante su octava, a muchos grados de calor, sin papá Noël y sin bufandas.
Es quizás uno de los momentos más hermosos, cuando bajas del coche y comienzas a estrechar las manos de todos: grandes y ancianos, jóvenes y adultos, y muchos niños y niñas que te ponen su mejor carita de fiesta. No sabes cómo se llaman, apenas puedes decirles nada en la única lengua que ellos hablan y que tú desconoces, y sin embargo con un gesto o una mirada nos decimos tanto, tan tierno y tan verdadero. Rápidamente nos condujeron hasta el árbol principal. Se levantaba un grandísimo mango junto a la capillita insuficiente para el gentío que este día llenaba la plaza sin faroles y sin esquinas. Habían preparado un altar, pusieron alfombras de plástico colorido como la vida africana y las cuatro sillas para los concelebrantes. No dejaban de cantar y cantar, de dar palmas y de acompasar sus pies con el ritmo que marcaba quien a turno dirigía el coro de gargantas llenas de voz con música y letra de tanta esperanza.
Saludé en baribá y comenzamos la misa. La celebración fue en francés aunque las lecturas y la traducción de mi homilía fue al baribá porque es la lengua que ellos entienden casi en exclusiva a excepción de los más jóvenes y de algunos catequistas. Me presentaron nuevamente y nuevamente hubo comentarios y “risitas” cuando comprobaron que efectivamente me llamo Jesús y mi secretario se llama Manuel. Les parece que es un exceso que vayamos por estos mundos de Dios llamándonos así, como si el pasaporte lo hubiera expedido excepcionalmente el mismo Señor. Profundamente emocionado por lo que mis ojos veían en la sencillez de esta comunidad tan hondamente cristiana, me dirigí a ellos en la homilía tras el Evangelio que nos había hablado de los ojos ancianos de Ana que se llenaron de gozo al contemplar lo que durante toda una vida habían esperado y deseado.
Dios ama lo pequeño y lo sencillo: es su preferencia más amada. En este momento, y no cabiendo en la capillita, bajo este árbol de un mango tan grande estamos en una catedral verde. Pero como sucede con una mamá cuando mira a su pequeño apenas nacido y en él descubre todo el universo, así nos mira el Señor a nosotros también pequeños: aquí cabe hoy el mundo entero y en nosotros está toda la Iglesia que Dios mira y acompaña. Os pido perdón por no saber hablar vuestra lengua y por no conocer vuestros nombres –les dije-, pero el Señor no deja de hablaros al corazón y éste lo entiende, y se ha aprendido vuestros nombres que lleva tatuados en la palma de sus manos para no olvidarse de ninguno. Sí, Dios ama lo pequeño, se deleita en lo sencillo. Porque Él mismo se hizo pequeñito para que viésemos crecer a un Dios que sin dejar de serlo se hizo niño, a fin de que también nosotros pudiésemos crecer delante de Él, como estamos recordando en estos días de la Navidad. También el Señor ha tenido este deseo: encontrarse con nosotros, vernos con sus ojos tiernos y eternos, como le sucedió a Ana ante el pequeño Jesús. Que nos dejemos ver por los ojos de Jesús y que cada uno de nosotros nos veamos en ellos.
Les pedí como regalo un puñadito de tierra. Ellos batieron sus palmas y al final de la misa me lo dieron. Ya explicaré por qué lo hice como también les expliqué a ellos. Pero antes fuimos a llevar la comunión a una señora anciana que no pudo participar en la Misa, al igual que vimos a dos hombres postrados sobre los que hicimos una oración y por último nos llevaron hasta una niña que también padecía algo, posiblemente paludismo o la fiebre amarilla. Rezamos sobre todos ellos y nos fuimos luego a comer con una comida compartida de nuevo bajo el árbol. Alabado seas, mi Señor, por tu gente sencilla, pobre de tantas cosas pero que ante ti es la gente más querida y la que verdaderamente ha encontrado la riqueza de la dicha que tú llamaste bienaventurada.

Nos marchamos con el regalo de una cabritilla que nos dieron. No es poco este regalo recibido de esta gente buena. Lo echamos al coche bien atado. Yo creí que era una cabritilla, pero el padre Antonio me aseguró que tras haber visto su DNI era inequívocamente chico, o sea, cabritillo. Yo sencillamente le creí. No hay nada como entender de documentos para saberlo.

1 comentario:

  1. Aquí vivimos tan sobrados de casi todo, que resulta difícil , a veces imposible, apreciar estos pequeños gestos que salen de la boca y del corazón de quien se siente verdaderamente pobre, pero querido entrañablemente por un Dios, que nace a la intemperie.
    Cuando leía lo que dice de conducir por esos sitios, recordaba mi corta pero profunda experiencia misionera en Nicaragua; también me tocó conducir uno de esos todo terreno que parece te hacen "grande" pero te recuerdan lo vulnerable que eres cuando la carretera se pone a temblar sin más, y no sabes si va a dejar de hacerlo.
    Que esta experiencia suya que nos comparte, nos ayude a iniciar este nuevo año con corazón pobre y agradecido por tanto don. Patri.

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