Reunión del alto mando. Sombwa en el horizonte.


           
Me habían avisado que en el nuevo centro de nuestra Misión diocesana en Gamia, querían hablar conmigo los responsables del Consejo Pastoral de esa parroquia que es ahora nuestro centro de operaciones evangelizadoras en la zona que el Obispo de N’Dali nos ha confiado. Y bromeaba diciendo que tenía una reunión con el “alto mando” de la comunidad cristiana. Se me presentaron seis hombretones ataviados a la usanza africana. La casa de los sacerdotes está a las afueras de Gamia, tras un pequeño descampado con algunas casas de gentes cristianas. La ciudad se está desarrollando hacia ese lugar y es muy apropiada la situación geográfica que escogimos para ubicar la casa de los misioneros asturianos.
            Me avisaron de su llegada y salí a una especie de pérgola redonda con techumbre de cañizo y sostenida por columnas para protegernos del sol. La llaman “apatam”. Yo noté que no había ninguna mujer entre ellos y pregunté si era así. Me dijeron con algo de sorna que también había una mujer, pero que en ese día no podía acercarse por ser día de mercado (lo cual era verdad), y me traían sus disculpas. Se me fueron presentando. En primer lugar, el rey de la comunidad baribá. Todo un personaje alto y fuerte, que venia con un vestido blanco de blusón y pantalones, con un gorro del mismo color parecido en su forma a la barretina catalana. Su dignidad y aplomo eran destacables. Pero mucho más lo fueron sus palabras. Comenzó hablando en batonou, pero enseguida pasó al francés. Tanto él como los otros me dieron las gracias por haber venido, y por ayudarles desde nuestra Diócesis de Oviedo a levantar la comunidad cristiana de Gamia. No sólo en lo que se refiere a los elementos materiales, que son evidentes, sino, sobre todo -ellos insistían en esto-, por haberles traído sacerdotes que les proclamasen la Palabra de Dios, les dieran los sacramentos y de modo especial la Eucaristía, y preparasen a los catequistas.
           
Nos puede parecer una obviedad, pero es sintomático y muy hermoso cómo ellos valoran lo que valoran con un orden de prioridades que te sitúan en el verdadero horizonte de la gratitud y de la gratuidad. Estos hermanos, pobres de lo que nosotros somos ricos y muy ricos en lo que nosotros somos muy pobres, nos enseñan a dar gracias por lo que vale la pena: sin despreciar que vengamos al encuentro de sus necesidades materiales, educativas, sanitarias, pero valorando como lo más precioso lo que contribuye al crecimiento de la fe, de la caridad y la esperanza. No es verdad que se aprovechen, ni que se hagan dependientes de nosotros simplemente para que movidos a lástima les tengamos que seguir ayudando. No he visto este paternalismo provocado e inducido. Sino más bien la madurez libre de quien reconociendo sus carencias, acoge agradecidamente las ayudas, pero sabiendo que somos cristianos los que ayudamos a los cristianos, y por ese motivo la ayuda más importante es la que se deriva y se culmina en la vivencia personal y comunitaria de la fe eclesial. Así lo dijo explícitamente el rey baribá.
            El resto del Consejo pastoral estaba formado por el presidente de la comunidad, el responsable de los catequistas y las familias, el de cáritas y algún movimiento apostólico carismático, y el tesorero. Cada cual en su papel y con su responsabilidad. Yo les recordé cómo antes, la Iglesia del Señor podía ser malentendida desde la función del Papa, del obispo, del sacerdote… los religiosos, los misioneros, y que la inmensa mayoría formada por los laicos era casi tan secundaria que apenas contaba para nada. Ahora, hemos comprendido que la Iglesia del Señor la formamos entre todos, cada cual, con su llamada vocacional, con su menester en la Iglesia y su función en la comunidad. El Consejo pastoral es una expresión de este “nuevo” modelo que es tan antiguo como la misma Iglesia, únicamente que se nos ha olvidado, lo hemos confundido y mucho nos ha costado que Dios nos lo urja de nuevo. Pero bendito descubrimiento en estos últimos decenios desde que concluyese el Vaticano II.
            Los catequistas aquí tienen una importancia enorme. En ellos se apoya el misionero sacerdote no sólo cuando tiene que traducir su palabra a una lengua local que todavía él no sabe hablar, sino que es quien inicia en la fe y en el conocimiento de lo que es la vida cristiana a estos catecúmenos que llaman a la puerta de la comunidad interesándose en su bautismo. Por este motivo, la preparación de los catequistas adquiere una seriedad que se asemeja a la preparación de los futuros ministros de Dios como diáconos y sacerdotes. Dedican hasta un mes cada año, para hacer un curso intensivo sobre teología y pastoral, y lo hacen en régimen de internado para aprovechar bien cada momento y todos los recursos a su disposición. La formación permanente también la toman en serio, y son actualizados los conocimientos y los métodos de evangelización para que siempre sea vivo el acompañamiento de los hermanos más jóvenes y menos duchos en la inserción cristiana.
Pienso a veces cómo nuestros catequistas en Europa tienen la mejor buena voluntad, pero no los hemos preparado con la conciencia que he visto en estos africanos. Es más que seguir unas fichas, colorear unas hojas y aprender unos cantos. Se trata de iniciar verdaderamente a un cristiano que se ha encontrado con Jesús y que desea aprender a vivir todas las cosas desde ese encuentro personal con Él, en verdadera comunión con la Iglesia. Especialmente en un mundo contrario, diverso, plural… no se puede dar nada por supuesto, y para evitar ser arrastrados por la corriente, o absorbidos por la mentalidad y cultura dominantes, es muy importante tener bien las bases que nos identifican como hijos de Dios, hijos de la Iglesia… en un mundo indiferente u hostil hacia lo cristiano. Por eso, dentro de la precariedad de lo que aquí pueden vivir, el testimonio de nuestros misioneros y el de estos responsables en el Consejo pastoral, me dieron una impresión gozosa y una lección muy bella de cómo hacer las cosas como debemos hacerlas buscando la gloria de Dios y la bendición para todos los hermanos que Él nos confía. En el “apatam” se dio un encuentro así de hermoso entre un obispo, sus misioneros, y un grupo de laicos.
Luego fuimos a otra comunidad: Sombwa. La más lejana de cuantas los misioneros atienden. El camino fue complicado por el terreno, pero conseguimos llegar hasta allí. Durante el trayecto fuimos recogiendo a algunos cristianos que iban gozosos cantando. Me acordé de la escena de la obra de teatro de Paul Claudel, El pórtico de la segunda virtud: “¿para qué sirve un camino que no conduce a una iglesia?”. Ellos sabían que aquellos caminos maltrechos vale la pena transitarlos en medio de la selva, porque terminan en la casa de Dios. Y es que Él vive también allí en esa selva donde ha puesto su hogar en el que tienen cabida estos sus hijos.
En Sombwa nos esperaba ya la comunidad que se había ido reuniendo. Es pequeña en comparación de la de Karakou que visitamos ayer, pero tiene mucho encanto. A veces los caminos se hacen arduos, nos complica la andadura, nos puede confundir el desvarío de sus cruces y desvíos, pero a la postre… se da con la iglesia donde esperaba una comunidad cristiana viva. Los cantos, las danzas, las ofrendas, y los ojos de los más pequeños son siempre un reclamo para la alabanza, y un motivo rendido para mucha gratitud. La proverbial acogida de esta gente, nos invitó de nuevo a comer lo que ellos traían. El cuscús super picante con la sémola y verduras, fue el primer plato (más bien primera cacerola, pues era plato común para todos con cuchara individual). El pollo quemado (porque no era ni asado ni frito), nos invitó a rematar el almuerzo. Era pollo de corral, -pitu de caleya, que decimos en Asturias-, duro como una piedra de afilar.
Un día más que declina con la paz y el silencio de las noches de este continente maravilloso. Sólo algún grillo en nuestro jardín, y el lejano runrún de la población que ya se retira al descanso, hasta que el muecín nos recuerde en su intempestivo horario desde el altavoz de su mezquita, que Alá también madruga como nuestro Dios, siendo como son el mismo, aunque sea tan distinta nuestra religión.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Gamia-Sombwa. Miércoles, 30 enero de 2019





Piedras vivas sobre Roca firme. Karakou


           

Recuerdo perfectamente aquel día caluroso. Debajo de un frondoso árbol, quizás era un centenario baobab, se decidían las cosas en aquel poblado selva adentro. Era mi primera visita años atrás a Karakou. Junto al árbol, un edificio pequeño, ya con grietas importantes laterales, el maltrecho tejado de una clase de uralita, y la evidente insuficiencia para dar cabida a una comunidad cristiana que crecía sin cesar. Improvisamos un altar debajo de las ramas bien tupidas de esa floresta con tronco grueso, y la pequeña capilla hacía de retablo pobre. Lo más hermoso de todo: ese pueblo vistoso, lleno de color en sus ropas y tocados, lleno de esperanza en sus ojos brillantes, lleno de vida en tantos niños que nos rodeaban por detrás y por delante como un desafío a la confianza tan egoístamente calculada tantas veces.

       En aquella misa hubo peticiones antes de las ofrendas. Sólo me pidieron que mantuviera a los sacerdotes misioneros y que les hiciese una iglesia. Otras cosas también las necesitaban, pero ellos no me las pedían… por lo menos como necesidad primera. Viéndolos, yo comprendía que las precariedades eran tantas y la pobreza manifiesta, pero me daban esa lección grande: podían ser pobres de tantas cosas, pero no querían serlo de Dios, ni de su Palabra, ni de la Eucaristía, ni del acompañamiento de la Iglesia a través del ministerio de los sacerdotes. Y aquello me tocó el corazón como no sabría explicarlo. Porque mis pobrezas y mis abundancias… ¡eran tan distintas! Como también diversas mis prioridades, mis anhelos, mis sueños y deseos… Aquellos hermanos pobres, me enseñaban lecciones que sólo pueden provenir de Dios y su fina maestría.
            Entonces yo les pedí que me hicieran un regalo: un poco de aquella tierra en la que querían levantar la nueva iglesia. Y ellos me lo prepararon en una bolsita que tengo a buen recaudo en mi casa de Oviedo. En una cajita preciosa de madera y cuero, allí conservo ese terruño, símbolo de un deseo y de un compromiso. Era la tierra donde se plantan los árboles que dan frutos, donde se siembran las semillas que nos regalan flores, donde se edifican casas como hogares donde entrar y ser acogidos como verdaderos hermanos. Y así tengo esa tierra como recuerdo grato y memoria viva.
            Poco a poco fui reuniendo el dinero y llegó el día en el que les mandé la ayuda necesaria para que edificaran su templo parroquial nuevo, capaz de albergar sus vidas, sus cantos, sus ofrendas, sus plegarias, sus esperanzas. Con los colores vivos de esta tierra variopinta, allí estaba enhiesta la capilla de marras: Karakou tenía finalmente iglesia.
           
Al llegar, me sorprendió cómo había tanta gente en la mañana temprano: hacia las 9 horas era todavía pronto, pero ahí estaban poco a poco llegando. Y, como siempre, muchos niños con sus ojos grandes y abiertos que te comen a miradas pidiéndote un guiño, una caricia, una sonrisa con palmada en el choque con nuestras manos. Ellos crecen mirando a los mayores, y es hermoso contemplar cómo los adultos valen la pena ser mirados por los más pequeños y por todos los que les contemplamos. Pero estaban también sus mamás.
Las madres africanas, especialmente las que son muy jóvenes, me impresionan. Tienen una belleza especial, delicada y femenina, con un toque de dignidad discreta que te conquista tiernamente al observarlas. El modo con el que cuidan a sus criaturas es realmente admirable. Pareciera que los nueve meses de la gestación no tienen discontinuidad tras dar a luz a sus pequeños hijos. Sea cuando los amamantan, con un recato materno que te impone el pudor más bello y sincero, sea cuando los llevan en el atillo de sus espaldas tan bien colocados que ni se mueven ni peligran que se caigan. Miedo me da verlas así cuando van con los críos en la parte trasera de las motos por estos caminos tan complicados. Las madres son siempre un noble pedacito vivo de las manos creadoras del mismo Dios como si en ellas Él alargase sus dedos señalando los por dónde hay que ir, o alargando sus manos con la más fiel protección de todo su cuidado. Sin duda que era un espectáculo ver allí a todo un pueblo que junto a los jóvenes, los hombres y los ancianos, hacían la procesión de entrada para subir las escaleras de las gradas que nos metían ya en el nuevo templo.
       
   Tuvimos la misa en francés, a excepción de algunas partes que tuve que aprender a pronunciar en el batonou o baribá, que es su lengua local. Así fue mi saludo al comenzar la homilía para pasmo de todos ellos (y mío) al responderme con entusiasmo a las palabras que memoricé para decirles algo en su propio idioma. En el fondo es lo que ha hecho el mismo Dios: aprender mi lengua, mis dejes, mis dimes y diretes… a fin de que yo pueda entender a duras penas algo. Creo que yo lo he tenido más fácil con estos hermanos que Dios mismo lo ha tenido conmigo.
       
     En la homilía les dije cómo había una promesa con esa comunidad, que felizmente ha podido ser cumplida. Es hermoso ver una iglesia llena de tanta gente, con tanto gozo. Pero las piedras que se levantan sin arenas movedizas que las harán zozobrar cuando vengan los vientos y las lluvias, no son las que sustentan el templo por más que esté construido en roca firme (cf. Mt 7, 21-29), sino sus mismas vidas. Efectivamente, aquellos cristianos son la piedra viva como nos recordaba San Pedro en su primera carta: “sed vosotros piedras vivas para la edificación de un templo espiritual” (1 Pe 2, 4-5). Pensaba en la alegría del Señor, de María (a la que cantamos al terminar la celebración), al contemplar aquellos rostros llenos de luz, aquellos brazos en alto con su alabanza, aquellos corazones agradecidos por tanto… que materialmente era tan poco.
Las ofrendas fueron de verdad: sus frutos de la tierra, de la granja (¡una gallina viva!), y de sus bienes haciendo la colecta. Ah… ¡el dinero de los pobres! Siempre lo hemos dicho en Asturias: las grandes cosas se hacen con las promesas de los ricos y las limosnas de los pobres. Y luego el pan y el vino para la celebración eucarística: verdadero don que como infinito intercambio ellos vienen a recibir con inmensa devoción.
          
  Me regalaron un atuendo que tuve que ponerme al acabar la misa. El pantalón y el blusón (de una tela gruesa que me moría de sofoco) vaya que vaya. Pero el gorrito de rey (sólo lo llevan los que en sus tribus son el rey), se ve que me venía tres tallas menos. Hice lo que pude. Pero se rieron de lo lindo por ver a un rey… ¡tan cabezón!
            Tras la misa, vino la comida campestre y los bailes y cantos fuera. Sacaron todos los bancos de la iglesia y los dispusieron para la comida fraterna. Nosotros tuvimos el mismo menú: una especie de espaguetis (aproximadamente) con unos trozos de carne que no supimos de qué era (¿mono, cebú, cordero, vaca…?). También bebimos agua y un sorbo de cerveza casera. Su sabor especial nos dejó apreciar que tenía varios grados. De hecho, comprobé que según iba avanzando la comida, los bailes, cantos y danzas… eran cada vez más animados.
Y nuestro misionero que llevaba el Toyota (evito su nombre por el momento), tras un par de sorbos de aquella cerveza, los baches los cogía con generosidad, y las curvas eran líneas bastante derechas. Milagros que hace la inculturación, cuando llega a beber lo desacostumbrado. Bendito sea Dios.
            Por la tarde, ya en la misión, tuve una reunión especial con el Consejo Pastoral de la parroquia de Gamia. Pero esto ya lo cuento mañana. Cansado pero muy contento de este día intenso en donde Dios no deja de sorprendernos, ese Dios sencillo que a través de los sencillos nos levanta en vuelo. ¡Qué hermosa es la vida cuando te pones a la altura de aquellos que el Señor escogió como preferidos, esos que entienden sus secretos divinos que el Hijo de Dios nos desveló, y que los sabihondos entendidos y los poderosos prepotentes ni se imaginan! Bendito sea Dios, sí, por las piedras vivas de sus hijos que levantan el edificio de la Iglesia construido sobre la roca de la fe, el amor y la esperanza.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
(Martes, 29 enero de 2019)





Educar: una pasión en el corazón de África





            El primer día lo dedicamos a una visita muy querida y desde años con cita previa. Unas alumnas mías en la Universidad de San Dámaso (Madrid), religiosas de la Compañía del Salvador, han abierto un colegio a tres horas de viaje de nuestra misión diocesana. Kalalé cuenta con un colegio Mater Salvatoris como los tienen en España y en Estados Unidos. Son religiosas jóvenes, cuyas vocaciones han salido fundamentalmente de los propios colegios. Ya es un buen indicio, que las chicas queden “pro-vocadas” por las Hermanas. Dios es quien sólo “voca”, quien llama, pero nuestro modo de vivir vocacionado es lo que tantas veces “pro-voca”. Y así ha resultado en este caso. Una joven Congregación que cuenta con numerosas vocaciones, llenas de alegría y con un bello testimonio de pertenencia a Jesucristo con su generosa aportación a la Iglesia desde el carisma concreto que han recibido en el campo educativo.

           
Pasé por todas las clases: desde las niñas que con tan sólo meses estaban en plena siesta, hasta las más mayorcitas que eran adolescentes. Las más pequeñas eran enormemente espontáneas y juguetonas, las que ya tenían más años nos regalaron el rubor de su reserva presentándosenos remisas. Pero todas, niñas y chicas encantadoras. En su mayoría son musulmanas, hay bastantes animistas, algunas evangélicas protestantes y un grupo creciente de católicas. Sólo son chicas. No únicamente porque el ritmo de crecimiento y maduración de chicos y chicas sea distinto, lo cual explica razonablemente la educación diferenciada, sino porque aquí en África apostar por la mujer es hacer un órdago a la grande de la más enorme discriminación. La mujer aquí cuenta realmente poco en la cultura ancestral. Y, sin embargo, son ellas las que sostienen la familia, la vida y la entera sociedad. La mujer africana es inmensamente fuerte en todos los sentidos.
          Me enseñaron cómo iban aprendiendo el francés, la literatura que ya leían (y hasta proclamaban), los números y las cuentas de las temidas matemáticas, la historia y la geografía, y algo del mundo nuestro visto desde esta ventana africana. La sabiduría antigua de este viejo continente se enriquece y complementa con cuanto pueden ir aprendiendo en los libros, en las clases, dando un resultado hermoso de cruce cultural. Y así las Hermanas, ayudadas por maestras jóvenes locales, van haciendo esta tarea preciosa desde el carisma de su comunidad. Ellas no son enfermeras que traten con personas aquejadas, no tienen a su cargo a ancianos que cuidar, no tienen en este momento una labor misionera de evangelizar por los pueblos y aldeas. Su carisma es la educación, y aceptan poder educar a la niña de hoy, que el día de mañana será mujer, esposa y madre, anciana de la edad más dorada. Alguna de las más pequeñas ya ha preguntado cómo se hace para ser “hermana”. Y de aquí saldrán también vocaciones para la Compañía del Salvador, como ha sucedido en los colegios de otros lugares donde trabaja esta Congregación.

            Pero no son estas Hermanas unas simples “profes”. Porque la vocación que han recibido no se agota en enseñar ciencias y letras instruyendo a niñas y jóvenes. No han venido a África para esta simple enseñanza. Su vocación incluye esta dimensión, pero la desborda: su vocación es propiamente hablando la educativa. Y educar significa enseñar a mirar la vida, a asomarse al misterio que entraña nuestra existencia tan llena de preguntas que no hemos puesto nosotros en el corazón y que nadie logra del todo solventarlas, abrazar tantas situaciones a veces contradictorias, complejas, torcidas, con una gama de violencias y mentiras que fuerzan las cosas hasta hacerlas increíbles, duras, incurables… La educación como acompañamiento que sencillamente acompaña con respeto, que indica con delicadeza los caminos, sin censurarlos y sin suplirlos. Esta educación es lo más parecido a lo que un buen padre o una buena madre hace con extremo cariño por sus hijos, lo que cabalmente hablando ha hecho Dios con cada uno de nosotros.
            Hicimos la visita al colegio, saludamos a las maestras, estuvimos con todas las alumnas, y coincidió que había una visita de voluntarios (nada menos que quince) que venían a pasar una semana de sus vacaciones para trabajar en el colegio de las Hermanas: había médicos, profesores, la arquitecta del colegio, jóvenes y un sacerdote amigo. Así pasarían estos días colocando el botiquín con las medicinas del dispensario, o todo el material escolar que traían a cuestas, o la mano de pintura que brocha en ristre estaba dando a una pared en buen cura. Celebramos con mucho gozo la santa Misa y luego compartimos un almuerzo casi español, con unas lentejas bastante aproximadas a nuestro puchero hispano, con el buen arte de un cocinero africano que apunta maneras.
        
    Tanto el viaje de ida como el de vuelta, fue tremendo por aquellos caminos de Dios. Teníamos suerte de que no es época de lluvias, aunque las últimas que cayeron dejaron los senderos casi imposibles para transitarlos: baches, muchos baches, polvo, mucho polvo. Pero nosotros íbamos en nuestro sufrido Toyota. Nos saludaban al pasar junto a ellos, niños y adultos que iban andando, o bicis y motos. Ellos tragaban inevitablemente polvo y tenían sobre sus cabezas un implacable sol que marcaba la diferencia. No se nos ocurrió quejarnos. Dábamos gracias al Señor por tanto regalo y pedimos perdón por tantos injustos lamentos con que a veces, quizás demasiadas, nos ponemos intratables y sindicaleros. Rezando el rosario entre bache y bache llegamos a casa, en un día inolvidable que recordaremos siempre. Y tras las vísperas en la preciosa capilla en forma de choza africana, pudimos contemplar las estrellas: verdadera catedral sencilla e inmensa. Como hizo Abraham, me puse a contar… no las estrellas, sino las maravillas tan gratuitas con las que nos bendice el buen Dios.
            Era hora de ir al descanso y así lo hicimos con el corazón lleno de agradecimiento. El Señor nos ha vuelto a sorprender. ¡Qué sería si nosotros nos dejásemos también educar por Dios y nos asomásemos a la vida desde la atalaya de sus ojos, escuchásemos los latidos de la historia con los oídos de ese Padre y abrazásemos la realidad con la ternura de su misericordia infinita! Sería un mundo nuevo que nacería aquí en esta increíble África, en la vieja Europa, en el mundo entero, como nace cada mañana para todos, el hermano sol. Laudato Sii, Signore mio… Alabado seas, mi Señor.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Martes, 29 de enero de 2019



África. Las vacunas para contagiarte



         
   Llegué por tercera vez a este rincón del mundo, en el corazón de un vasto continente como es África. Bajar del avión y sentir el golpe de calor, los olores de un lugar que no es el tuyo habitual, las gentes con sus lenguas y ropajes que te recuerdan que el extranjero de color eres tú. Era ya tarde para los horarios de estos lares. Salimos de París a mediodía y eran las diez de la noche cuando recuperamos las maletas. En el sencillo hotel donde nos hospedamos no había apenas comodidades, esas que no buscábamos. Pero sí que me topé con la sorpresa de tener debajo del colchón lo que no debía haber, y que nos obligaba a elegir entre acabar con una colonia de cucarachas (era impresionante) o pedir amablemente otra habitación, que es lo que hice. No hay libro de reclamaciones, como tampoco lo hay cuando los africanos van a nuestros primeros mundos y sufren las condiciones humillantes o deshonrosas que les parecía dejar atrás. Tampoco ellos reclaman nada, ni quizás se les consentiría en una humillación más. Yo me puse de su parte, como ellos, y quise experimentar el resultado de llegar en mi pobre patera europea a las orillas del mar.

    El calor y la humedad me hicieron dar mil vueltas en aquella noche larga en las ideas y sensaciones, cortas en las horas de sueño. Fueron muchas las reflexiones que se me venían de nuevo al dejar atrás mi ciudad, mi casa, mi gente, mi lengua… mi comunidad cristiana, mi officium de obispo en donde a diario lo vivo y ejerzo, mis valles y montañas de la verde Asturias. Es otra cosa Cotonou, capital de Benín. La humedad junto a las altas temperaturas, hacía que de pronto te pusieses a valorar con humilde gratitud tantas cosas que tienes, que no mereces, y que disfrutas sin más… por el simple hecho de haber nacido en otro lugar, en otra familia, en otra cultura, en otra religión.
     Vengo al encuentro de esta gente que sin saberlo ellos y desconociéndolo yo, me estaban esperando como yo aguardaba el encuentro: todos esperamos que nos suceda aquello y que nos acontezca aquel, que nuestro corazón no ha dejado de otear pacientemente porque para eso hemos nacido. Abierto a la sorpresa que el Buen Dios aquí me volverá a brindar, cuando menos me lo espere, cuando nunca lo merezca, pero que será para mi bien. Es una providencial manera de hacer las cosas el Señor, porque cuando nos dice algo nuevo nos estrena lo de siempre, porque aún diciéndonos lo mismo Él nunca se repite, sino que soy yo quien lo escucha de una manera distinta, con otra mirada se asoma a ello, con otros oídos se pone a la escucha, con otra entraña lo reconoce y lo abraza como una gracia que tiene en este momento la edad de mis años y la urdimbre de mi circunstancia.      
 
La acogida que recibimos al llegar a Gamia tras todo un día de viaje desde Cotonou, fue algo conmovedor. Niños pequeños, jóvenes, matrimonios, ancianos… todos estaban allí festejando nuestra llegada: ¡bienvenido, Monseñor! -cantaban y danzaban en su lengua local que intercalaban con el francés-. Sí, bienvenido quien viene en el nombre del Señor. Y así lo escenificaban con ese rito sencillo como sencilla es el agua: un sorbo para beber y otro sorbo que echaban a tus pies para darte la acogida lavando tus pies cansados y para calmar la sed del camino. Hubo palabras, cantos, plegarias. Una fiesta que abría en la casa de Dios en aquellas últimas horas del domingo, lo que el Evangelio nos decía en este día: cuando Jesús en la sinagoga de Nazareth leyó la profecía de Isaías de que a los pobres se les anuncia la Buena Noticia, a los cautivos se les da la libertad, a los ciegos la vista… todos clavaron en Él la mirada y Jesús les dijo: hoy se cumple esta Escritura (Lc 4, 14-21). Es el cumplimiento del paso de Dios por nuestras vidas.
            Y esta es la vacuna, la única vacuna que nos contagia de la belleza y la bondad del santo Evangelio. Para las enfermedades tantas que nos dañan por dentro y nos enfrentan por fuera, para esas hay vacunas que nos previenen, que nos curan. Pero hay también otras vacunas que nos inoculan lo que en esta gente sencilla Dios mismo nos señala. Bendito quien se deja contagiar. Bendito quien contagiado por esta gracia, se salva.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Lunes, 28 de enero de 2019