Los contadores de estrellas (30 de diciembre de 2014)




Salieron de su tierra porque alguien les llamó. Dejaron casa, campos, cultura y lengua, familia y amigos. No salieron huyendo de nadie ni de nada, tampoco fugándose hacia delante poniendo por medio olvido, desprecio o indiferencia. Sí, Alguien les llamó, Alguien que sabía de ellos, se aprendió sus nombres y fue poco a poco susurrándoles con respeto la misión que les aguardaba si ellos aceptaban decir sí y abrazarla. Dejaron su tierra y no pactaron antes un contrato para ver en letra grande y pequeña si les interesaba, si les convenía para el negocio de su vida. Sencillamente dejaron todo fiándose de Aquel que les llamaba sin más seguridad o comprobante que su sola Palabra. Así le pasó a otro enviado hace tantos siglos, en los ancestros de nuestra fe de la que luego sería considerado padre de ella: Abraham.
            Siempre me pareció algo hermoso y provocativo lo que la santa Escritura nos relata de este creyente nómada. La marca de la casa es siempre la misma: una desproporción que pone a prueba nuestra confianza. No se trata de hacer las cuentas, medir las fuerzas, acordar las condiciones y firmar por ambas partes un contrato. No son así las cosas en lo que Dios nos propone a cada uno cuando nos llama a la vida y nos asigna en la historia que pisarán nuestros pies y abrazarán nuestros brazos en el tiempo y espacio de toda nuestra edad. Nos propone una palabra que Él gritará en nuestros labios, y nos confía una gracia que gratuitamente repartirá con nuestras pequeñas manos. Para esa palabra y gracia hemos nacido cada uno, seamos quienes seamos, como portavoces de otra voz y portadores de otra causa. Así nos ha dado un temperamento, una forma de ser, y ha puesto en nuestra entraña la inquietud que para siempre nos embarga.
            Abraham se fió del Señor y creyó que su vida anciana e infecunda junto a Sara, podría llenar la tierra de vida haciendo que de ellos naciera un pueblo. Cada noche Abraham, ante el pasmo curioso y escéptico de Sara, se dedicaba a contar las estrellas del cielo… y no se cansaba de hacerlo. Era su modo particular de renovar cada tarde anochecida que estaba a lo que estaba fiándose de quien le dijo: cuéntalas si puedes, que más serán vuestros hijos aunque ahora no tengáis nada. Y contaba una tras otra, sin nombre ni trasiego, las estrellas que tenían forma de hijos allá en el firmamento como un inmenso seno materno y paterno que alumbraba su esperanza.
            Cuando escribo estas líneas está terminando el día. El crepúsculo es especialmente bello en esta tierra bendita. Aquí en África el cielo de la noche tiene una especial magia. Incluso en este tiempo del Harmatán con sus nubes de polvo la noche sabe encender sus luceros y deja que nos sorprendan sus centellas como un guiño fugaz que juega con nuestro esfuerzo contador de poner nombre y número a ese manto de estrellas. ¡Quién pudiera contarlas para darle la razón al mismo Dios! ¡Quién supiera dejarse llevar por las desproporciones con las que el Señor nos reta y nos pone a prueba ante la llamada que a cada uno nos hace para hacer nueva la tierra como Él eternamente la soñó!
            Aquí los misioneros también cuentan estrellas en la entrega que hacen cada día saliendo al encuentro de quienes les esperan de todas las edades, de todos estos lares, con su historia personal tejida de lágrimas y de sonrisas, de deseos incensurables y de ansias domeñadas. A ellos se dirigen en nombre de Dios como portavoces de su Palabra y portadores de su Gracia. Y haciendo así saben y quieren abrazar la humanidad concreta que tienen delante, con sus heridas, sus fortalezas, sus dudas y sus certezas. No son ellos el mensaje sino los humildes mensajeros de Otro mayor al que no se atreverán jamás a desatarle las sandalias, sino tan sólo preparar los caminos y allanar los senderos para que el encuentro con Él sea gozoso, sea libre y sea verdadero.
            Aquí están quienes han llegado de fuera, fundamentalmente sacerdotes que mantienen viva la misión como nuestros hermanos Alejandro y Antonio. Han tenido que aprender no sólo el francés, sino algunas de las lenguas locales que son las que más allá de Bembereké -que hace como de capital- son las que se hablan y entienden en un ochenta por ciento por la gente del lugar. He visto cómo han aprendido estas lenguas tan complicadas y tan hermosas al mismo tiempo en sus imágenes. Cómo saludan, cómo se interesan por la vida concreta en sus pequeñas triquiñuelas o en sus grandes desafíos, cómo acompañan a esta gente para la que un gesto significa una declaración de apoyo y de sincero afecto. Lo he visto cuando se brinda a un niño una inocente caricia o se le da la mano haciéndole una carantoña en la punta de su nariz. La sonrisa agradecida de un niño jamás tiene precio que alguien pueda pagar.

            Cuidan la palabra de Dios que han traducido para ellos, así como la liturgia de la Iglesia con todos sus ritos, sus sacramentos y sus gestos, con una fidelidad que asombra y suscita el agradecimiento por la seriedad con la que nuestros misioneros no juegan con lo que nunca ha sido ni debe ser un juego. Pero además del elemento celebrativo con sus fechas y calendarios como en estos días de Navidad, también está el importante mundo educativo de esa fe con una catequesis adecuada. Es obvio que ellos dos no pueden llegar a tantos centros de culto, tantos poblados y comunidades a las que atender. Y es cuando entra en juego aquí la preciosa labor que realizan los catequistas como sus más inmediatos colaboradores. Gente de aquí, que habla estas lenguas, y que ha recibido el don de la fe de la que quieren ser acompañadores en comunión con toda la Iglesia. En este sentido me ha impresionado tanto cómo los misioneros cuidan a los catequistas en cuyas manos pondrán luego tantas cosas donde ellos no llegan ni pueden tener un cotidiano cuidado.
            Por ejemplo, formar a un catequista lleva un año. Pero lo hacen tan intensamente, que toda la formación que reciben se hace en régimen de internado como si fuera un curso de seminario: todos los aspectos pedagógicos, humanos, teológicos, pastorales, litúrgicos, morales, se ven con ellos a un nivel más que adecuado, para que puedan ser verdaderamente transmisores y acompañadores de la fe de la Iglesia, del anuncio del Evangelio de Jesús y de todo lo que implica bautizarse y vivir como cristianos en la vida cotidiana con todos sus factores: personales, familiares, culturales, laborales y ciudadanos.
            Es conmovedor que para que un catequista que hay que formar pueda hacerlo, la comunidad de la que sale le suple durante todo ese año en las labores del campo, el trabajo más habitual entre ellos. Un trabajo duro, muy mal pagado, pero del que viven y por esa razón tanto el futuro catequista como su familia no pueden prescindir sin más de sus brazos y manos. Éstas son las que unos y otros pondrán en el arado, en la azadilla, regando con un sudor fraterno ese surco del cotidiano trabajo con el que el pan se gana. Pero no sólo es esta suplencia durante los meses que dura ese año de formación, sino que también se le llevará comida al catequista para que pueda alimentarse centrándose en su formación. No pudiendo pagar nada, no habiendo becas ni subvenciones para la residencia, se plantean con esta solidaridad cristiana el mantenimiento de un hermano o una hermana a los que miman sin privilegios extraños, para que se formen bien, y luego volviendo a su habitual tajo de familia y de trabajo, dediquen sus tiempos libres y adecuados a la labor de catequista junto a los padres sacerdotes.
            ¿Nos imaginamos esto nosotros los primermundistas? A mí al menos me conmueve. No quita un ápice de agradecimiento a nuestros catequistas en las parroquias, arciprestazgos, delegaciones que nuestra Diócesis de Oviedo como en otras partes de España. También ellos saben de sacrificio, de preparación y de entrega a su manera y según sus posibilidades. Pero dicho esto, lo de esta gente africana aquí en Bembereké me parece tan serio, tan corresponsable, tan solidario que me impresiona sobremanera. Porque luego, además de las celebraciones dominicales que se van llevando a cabo según un exhaustivo programa de reparto, tan sólo se pueden celebrar las Eucaristías en algunos lugares cada vez: los que son cabeza de un radio de acción pastoral, y teniendo los caminos de acceso que no siempre se pueden recorrer en la época de lluvia, suelen tener Misa todos los sábados y domingos. Pero el resto (con un resto muy grande por las muchas capillas), sólo la pueden celebrar una o dos veces al mes, y es entonces donde el catequista entra para dirigir la oración en el día del Señor con el Evangelio, algunas oraciones al Señor y alguna devoción a la Virgen María.
            Lo que sorprende es que la comunidad cristiana lo entiende, lo acepta y secunda este modo y manera sabiendo que no puede ser de otra forma. Tanto cuando toca la celebración de la santa Misa como cuando es la celebración con el catequista, acuden igualmente, prácticamente los mismos, y viven con reconocimiento agradecido lo que se les puede ofrecer para sostener su fe y para seguir creciendo en ella. Esto es lo que de modo inevitable me hace comparar, sin que sea comparación odiosa esta vez, lo que en nuestros pueblos y parroquias de allí tenemos que volver a revisar desde el ejemplo y el testimonio que nos dan estos hermanos sencillos y pobres de acá. Sabiendo que cada lugar es un mundo con sus condicionantes y circunstancias, pero sabiendo también que hay cosas que pueden hacerse de otro modo sin que basten las inercias del tantas veces manido “siempre se ha hecho así y nada debe cambiar”.
            Además de los catequistas, están las hermanas. Aquí en Bembereké hay dos comunidades religiosas: las Dominicas de la Anunciata y las Filles du Coeur de Marie. Tanto unas como otras llevan adelante una labor preciosa entre las niñas, las jóvenes y las mujeres. Es una labor educativa para que niñas y jóvenes tengan acceso a los estudios y la cultura, primer paso de una real integración en una sociedad demasiado marcada por su exclusión. Es una labor también de educación en la higiene, en el arte doméstico de la cocina, en la administración de una casa y en el saber formar a sus futuros hijos. Hay otros aspectos más propiamente de temática femenina que también las hermanas como mujeres pueden y saben enseñar a las niñas y las jóvenes, como a las mujeres maduras. No lo hacen con un feminismo cargado de ideología de género, pero sí con una feminidad llena de respeto, de audacia y de belleza, que sabe poner en juego lo mejor de sí mismas como mujeres consagradas al servicio de sus hermanas niñas, jovencitas y adultas.
            Todos ellos son contadores de estrellas, y los puntitos luminosos en el cielo de la noche se hacen astros de esperanza a pleno día, cuando los misioneros, los catequistas y las religiosas van formando ese pueblo que Dios prometió a Abraham y que sigue creciendo en medio de una tierra, de una historia, que acoge la Palabra y la Gracia de una Buena Nueva porque hay labios que la cuentan y manos que no dejan de repartirla. Es lo que da gloria a Dios y lo que bendice siempre a los hermanos.


1 comentario:

  1. Nos hace mucho bien recordar la historia de nuestro padre en la fe, Abraham, y ver en esta realidad tan distinta, la posibilidad de vivir nuestra llamada de otra forma en el Primer Mundo. ·Quiero pensar que es posible otra forma de acompañar al pueblo también desde aquí, que existen hombres y también mujeres capaces de llevar a cabo una labor tan seria y responsable como la que nos dice. Le pido al Señor que nunca nos cansemos de seguirle y estar atentos a sus muchas llamadas. Gracias D. Jesús. Patri

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