He podido ver con frecuencia que el árbol es importante en la vida
de un poblado aquí en África. Están las chozas, los pozos de agua, las piedras
bajeras para calentar las cosas y hacer la comida, también algunos sombrajos
donde refugiarse a veces de un sol implacable. Pero está sobre todo el árbol,
un árbol grande y frondoso que tenga ramas suficientes para dar sombra generosa
como un paraguas natural que extiende sus brazos como para arrullar la vida de
quienes debajo se encuentran y se refugian.
Hemos estado en
un poblado lejano, Karakou Dasi, casi ya en la frontera con Nigeria. La
carretera con sus baches, casi con sus cráteres, se hacía peligrosa al intentar
esquivarlos los que van y los que vienen, y salvando las personas que en el
pequeño arcén caminan para ir al campo con sus aperos al hombro o en el caso de
las mujeres con inmensos barreños a la cabeza. En esta época seca del Harmatán
queman las hierbas y rastrojos de las cunetas sin ninguna protección y se torna
un peligro más del que tener extremo cuidado. Hemos visto un tráiler grandísimo
cargado de algodón que ardía por entero cuando una chispa de la cuneta ha
alcanzado su enorme carga algodonera. Impresionaba la rápida calcinación y cómo
ha salvado la vida el camionero de milagro. Cosas que pasan aquí… quizás sólo
en estos lares tan llenos de cosas hermosas y de cosas insólitas.
Cuando hemos
dejado la carretera y hemos tenido que ir por los caminos de tierra a través de
la selva abierta con el paisaje africano más clásico y esencial, veía esta
sabana de tundra selvática sin que me pueda hacer una idea de cómo será en la
época de las lluvias que vendrá dentro de muy pocos meses haciendo explotar de
verdor y de vida lo que ahora aparece sólo como una sequedad de rastrojos
amarillos en los que emergen desafiantes y atrevidos los árboles con su dura
foresta a prueba de falta de agua. Es como una parábola de lo que significa
resistir sobreviviendo contra viento y sin marea. Pero aún así tiene su belleza
propia este espectáculo en medio de su contraste retador. El camino de tierra
es muy estrecho y hemos de ir con cuidado en las curvas y en los frecuentes cambios
de rasante, porque nos cruzamos por doquier con personas que van al campo para
el trabajo del que viven como pueden en una existencia tremendamente esencial.
Pero es en el camino que nos conduce al poblado al que vamos, donde hemos
podido percibir los estragos de una sequía brutal. Las rodadas y grietas en el
suelo echan un pulso aventurero al conductor más avezado, y no es fácil llevar
la camioneta todo terreno por un terreno que no es para todos.
Cuando hace dos años conduje yo por
estos andurriales, supe lo complicado que era llevar el coche en semejantes
lares y el peligro que entrañaba si ibas cargado de cosas. Pero entonces como
hoy, no íbamos con “cosas” solamente, sino también con gente que se iba
subiendo atrás a la caja del cargamento, agarrándose a las barras del toldo que
habíamos quitado previamente. Mujeres, niños y jóvenes van atrás haciendo gala
de tamaña fortaleza en una proeza que también es humana todo terreno. Van
cantando sus cantos como se hace en un día de fiesta que se sale a una ensoñada
excursión. Pensaba yo qué fácil es provocar un contento tan asequible y tan inocente
cuando hay un corazón sencillo que sabe disfrutar de cada momento de la vida
sencillamente. ¡Qué secreto tienen estos hermanos para su gozo que a nosotros
primermundistas sofisticados la alegría que medimos en megas o en gigas se nos
escapa hasta hacerla tan postiza como fugaz!
Llegamos Karakou Dasi. Estaban avisados
esta vez. Se trata de una comunidad cristiana que está empezando. Son muy
pocos, muy pobres, pero abrieron con una admiración inmensa sus ojos blancos en
el trasfondo de su piel negra, cuando los misioneros les dijeron que habían
elegido esa comunidad precisamente para nuestra visita. Un tal “arzobispo de
Oviedo” que se llama Jesús vendría a celebrar con ellos la santa Eucaristía. Llegamos
así en esa cabalgata de ruedas rodadas por los caminos de Dios hasta dar con
ellos y la espera se hizo canto, se hizo aplauso y palmas, gritos de júbilo al
ver que era verdad que la promesa se cumplía y hasta ellos llegaba en un día de
Navidad como este, durante su octava, a muchos grados de calor, sin papá Noël y
sin bufandas.
Es quizás uno de los momentos más
hermosos, cuando bajas del coche y comienzas a estrechar las manos de todos:
grandes y ancianos, jóvenes y adultos, y muchos niños y niñas que te ponen su
mejor carita de fiesta. No sabes cómo se llaman, apenas puedes decirles nada en
la única lengua que ellos hablan y que tú desconoces, y sin embargo con un
gesto o una mirada nos decimos tanto, tan tierno y tan verdadero. Rápidamente
nos condujeron hasta el árbol principal. Se levantaba un grandísimo mango junto
a la capillita insuficiente para el gentío que este día llenaba la plaza sin
faroles y sin esquinas. Habían preparado un altar, pusieron alfombras de
plástico colorido como la vida africana y las cuatro sillas para los
concelebrantes. No dejaban de cantar y cantar, de dar palmas y de acompasar sus
pies con el ritmo que marcaba quien a turno dirigía el coro de gargantas llenas
de voz con música y letra de tanta esperanza.
Saludé en baribá y comenzamos la misa.
La celebración fue en francés aunque las lecturas y la traducción de mi homilía
fue al baribá porque es la lengua que ellos entienden casi en exclusiva a
excepción de los más jóvenes y de algunos catequistas. Me presentaron
nuevamente y nuevamente hubo comentarios y “risitas” cuando comprobaron que
efectivamente me llamo Jesús y mi secretario se llama Manuel. Les parece que es
un exceso que vayamos por estos mundos de Dios llamándonos así, como si el
pasaporte lo hubiera expedido excepcionalmente el mismo Señor. Profundamente
emocionado por lo que mis ojos veían en la sencillez de esta comunidad tan
hondamente cristiana, me dirigí a ellos en la homilía tras el Evangelio que nos
había hablado de los ojos ancianos de Ana que se llenaron de gozo al contemplar
lo que durante toda una vida habían esperado y deseado.
Dios ama lo pequeño y lo sencillo: es su
preferencia más amada. En este momento, y no cabiendo en la capillita, bajo
este árbol de un mango tan grande estamos en una catedral verde. Pero como
sucede con una mamá cuando mira a su pequeño apenas nacido y en él descubre
todo el universo, así nos mira el Señor a nosotros también pequeños: aquí cabe
hoy el mundo entero y en nosotros está toda la Iglesia que Dios mira y acompaña.
Os pido perdón por no saber hablar vuestra lengua y por no conocer vuestros nombres
–les dije-, pero el Señor no deja de hablaros al corazón y éste lo entiende, y
se ha aprendido vuestros nombres que lleva tatuados en la palma de sus manos
para no olvidarse de ninguno. Sí, Dios ama lo pequeño, se deleita en lo sencillo.
Porque Él mismo se hizo pequeñito para que viésemos crecer a un Dios que sin
dejar de serlo se hizo niño, a fin de que también nosotros pudiésemos crecer
delante de Él, como estamos recordando en estos días de la Navidad. También el
Señor ha tenido este deseo: encontrarse con nosotros, vernos con sus ojos
tiernos y eternos, como le sucedió a Ana ante el pequeño Jesús. Que nos dejemos
ver por los ojos de Jesús y que cada uno de nosotros nos veamos en ellos.
Les pedí como regalo un puñadito de
tierra. Ellos batieron sus palmas y al final de la misa me lo dieron. Ya
explicaré por qué lo hice como también les expliqué a ellos. Pero antes fuimos
a llevar la comunión a una señora anciana que no pudo participar en la Misa, al
igual que vimos a dos hombres postrados sobre los que hicimos una oración y por
último nos llevaron hasta una niña que también padecía algo, posiblemente
paludismo o la fiebre amarilla. Rezamos sobre todos ellos y nos fuimos luego a
comer con una comida compartida de nuevo bajo el árbol. Alabado seas, mi Señor,
por tu gente sencilla, pobre de tantas cosas pero que ante ti es la gente más
querida y la que verdaderamente ha encontrado la riqueza de la dicha que tú
llamaste bienaventurada.
Nos marchamos con el regalo de una
cabritilla que nos dieron. No es poco este regalo recibido de esta gente buena.
Lo echamos al coche bien atado. Yo creí que era una cabritilla, pero el padre
Antonio me aseguró que tras haber visto su DNI era inequívocamente chico, o
sea, cabritillo. Yo sencillamente le creí. No hay nada como entender de
documentos para saberlo.
Aquí vivimos tan sobrados de casi todo, que resulta difícil , a veces imposible, apreciar estos pequeños gestos que salen de la boca y del corazón de quien se siente verdaderamente pobre, pero querido entrañablemente por un Dios, que nace a la intemperie.
ResponderEliminarCuando leía lo que dice de conducir por esos sitios, recordaba mi corta pero profunda experiencia misionera en Nicaragua; también me tocó conducir uno de esos todo terreno que parece te hacen "grande" pero te recuerdan lo vulnerable que eres cuando la carretera se pone a temblar sin más, y no sabes si va a dejar de hacerlo.
Que esta experiencia suya que nos comparte, nos ayude a iniciar este nuevo año con corazón pobre y agradecido por tanto don. Patri.