Puntualmente, y cada día, a las cinco de la madrugada nos
despierta el muecín con su carraca coránica. A esas horas parece que suena más
y juras en árabe un par de versículos acordándote del preste moro que no da
cuartel. Alá me lo perdone y a él lo tenga luego en su gloria. Yo tengo un sumo
respeto por estas prácticas tan piadosas, incluso no tengo nada que objetar al
horario. Pero que me lo compartan sí o sí a golpe de altavoz, no deja de
quitarme la devoción por estos chicos del turbante que a esas horas tanto me
turban interrumpiendo el último sueño. Pero, nada… no hagamos una guerra santa
que no está la cosa para más declaraciones que la paz sinceramente deseada.
Esta vez hubo complicidad,
porque cuando el muecín había acabado su retahíla salmódica y yo había
recuperado la postura para el último ronquido bajo la mosquitera de mi cama, se
empezó a escuchar el inequívoco sonido del tam-tam. No daba crédito. Los
tambores me dieron la puntilla en una noche tan corta como accidentada. ¿Tambores
y tam-tam? ¿Qué danza toca ahora a esta hora de la mañana estando la noche aún
tan cerrada? Los tambores iban creciendo en intensidad y cercanía. ¿Nos invade
a traición alguna tribu cercana pidiéndonos otro peaje? Nada de eso. Ya
despierto pude recomponerme para pensar un momento qué es lo que estaba
pasando.
Se trataba de
algo más hermoso e insólito. Jóvenes, muchos jóvenes, se estaban levantando.
Habían llegado de víspera para un encuentro de las dos parroquias que trabajan
juntas en algunas cosas como la pastoral juvenil: Foubouré y Bembereké. Eran más
de ciento ochenta. Habían dormido en las salas que nuestra misión tiene para
los chavales del internado de estudiantes y que ahora estaban en casa por las
vacaciones navideñas. Es un internado que nada tiene que ver con lo que en
España entendemos como tal. Pero dentro de su enorme sencillez y evidente
precariedad cuando los comparamos con los nuestros, aquí la gente se prepara
para hacer el bachillerato e ir luego quien puede a la universidad. Les pude
ver estudiar a la luz de una farola común que alumbra la plazuela de la misión,
o ayudarse unos a otros para comprender juntos lo que juntos quieren aprender.
Se hacen la comida, se lavan la ropa, conviven musulmanes y cristianos. Tiene
más estrellas que las que contaba Abraham cada noche este internado. Ahí
estaban los durmientes del encuentro que los despertaron a golpe de tam-tam.
Nosotros a las
seis y media estábamos ya en la capilla para rezar laudes con algunas
religiosas y catequistas que vienen cada mañana antes de la Misa. Esta vez los
jóvenes se unieron a la Eucaristía de la misión. Y era un verdadero espectáculo
ver a tanta chavalería entre quince y veinticinco años más o menos, que venían
con sus sacerdotes y sus catequistas. Son jóvenes cristianos que se abren a la
vida de adultos mientras se forman en sus estudios, despiertan a sus amores,
colocan sus temores y desafíos, y se preguntan con total seriedad cómo seguir
creciendo como cristianos. Han salido varias vocaciones al sacerdocio que ahora
se están preparando en el seminario. De la parroquia de nuestra misión de
Bembereké hay siete jóvenes: todo un regalo que llena el corazón.
Había un grupo
grande ya en la iglesia haciendo oración en silencio. Venían con ropa de abrigo
pues lo que para nosotros era simplemente el fresquito mañanero, para ellos en
este tiempo del Harmatan es como el crudo invierno. Así, con las sudaderas y encapuchados,
estaban rezando hasta empezar la Misa. Ya el primer canto que sirvió de entrada
procesional, por supuesto a ritmo de danza y con la percusión de tambor y palmas,
les puso en pie y les abrió los ojos de par en par. Éramos cuatro sacerdotes y
un obispo. Todos españoles. A mí me presentaron como suelen hacer, al igual que
a mi secretario. Y quedan alucinados porque yo me llame Jesús y él se llame
Manuel. Te miran entre extrañados y reverenciales, y se te queda una cara de
aparición cuasi divina, como si hubiésemos venido directamente del cielo
aparcando la nube a la puerta en doble fila. Comencé con unas palabras mías de
agradecimiento por tan numerosa presencia juvenil a esas horas. Aquí el
botellón no toca, toca el tam-tam y para otra cosa.
La fiesta era la
de San Juan Evangelista, discípulo joven como ellos. Y de esto les hablé en la
homilía. Este apóstol que se celebra siempre en los días de Navidad nos enseña
a ser jóvenes cristianos aprendiendo de él estas tres características: buscó,
reconoció al que buscaba quedándose con Él, y lo testimonió hasta el final. Les
decía eso precisamente: qué buscamos nosotros, a quién le damos nuestro
reconocimiento y el tiempo de nuestra convivencia con él, a quién testimoniamos
con nuestra vida. En el caso de Juan era claro: Jesús. Sólo Jesús explica la
vida de Juan, sus búsquedas, sus hallazgos, su amistad, su testimonio total.
Pero no es un encuentro abstracto y genérico, sino que ha sido tan concreto
como algo o alguien que te cambia la vida, como cuando sucede un enamoramiento
de veras y para siempre. Así lo dice este discípulo amado en su primera carta:
lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos… os lo
anunciamos. Es decir, no se puede ser cristiano con una fe prestada, ajena, no
experimentada personalmente. Nadie se enamora de un fantasma ni da la vida por
una quimera. Juan lo encontró porque lo buscó previamente, y cuando halló a
Jesús vivió con Él siguiéndole como discípulo, testimoniando a quien lo quiera acoger
y escuchar. Les hice una broma al final de la homilía preguntándoles si estaban
dormidos y si tenían frío. A lo primero me respondieron con una carcajada que
me convenció. A lo segundo me hicieron ver que con el frío no se juega y que en
esto, bromas las justas. Miré por las ventanas sin cristales y vi que con
aquellos veinte grados tiritones había dejado… de nevar.
Tras el desayuno
tuvimos un encuentro a propuesta de los catequistas. Querían que les hablase de
algo, de lo que fuera. ¡Santo Dios… en qué líos me mete! Ahí estaba delante de
estos ciento ochenta jóvenes para decirles una palabra. Les conté cómo hay
compañías y soledades que nos destruyen, y que hemos de saber encontrar la
gente que verdaderamente nos acompaña con respeto para que crezcamos, y saber
tener también la interioridad que nos haga ser auténticos. Les puse un ejemplo
que me sucedió en un hospital en España. Visitaba a los enfermos y el capellán
me propuso entrar en una habitación donde una chica se estaba muriendo de
anorexia. La tristeza resentida hizo que rechazase a Dios y a la Iglesia. Todo
en ella moría. Pedí permiso a la madre que estaba con ella y pasé. Al verme con
la camisa de sacerdote y la cruz sobre mi pecho, me dijo con desprecio:
¡márchate, yo no creo en Dios! A lo que respondí con la dulzura que supe: no sé
si tú no crees en Dios, pero quiero que sepas que Él sí cree en ti. Entonces
ella cerró los ojos y comenzó a llorar. La bendije y salí en silencio. Luego me
escribió una carta diciendo que estaba saliendo de su agonía, y que todo
comenzó cuando supo que alguien por primera vez había creído en ella. Si este
alguien era Dios, ella quería estar cerca. Y así salió adelante cuando nadie
podía hacer nada por ella.
Hay compañías o
soledades que te quitan la vida, porque están basadas en una mentira que jamás
te corresponde sino que te usa, te compra y luego te tira. Les conté esto
porque en el encuentro estaban hablando estos jóvenes del problema de la
brujería, que aquí en África es algo difundido entre la gente más pobre y desesperada,
y que llega a matar de tantos modos como la más flagrante injusticia. Me sirvió
para enganchar con eso que estaban hablando y permitió que hicieran preguntas.
Hubo una que me llamó mucho la atención: me decía Erik, un joven profesor de
español en colegios (de hecho me hizo la pregunta en castellano), qué hacer
ante el chantaje de la riqueza cuando nos tienta el dinero y el tener por
tener. Yo no puedo ocultar lo mucho que me impresionó una pregunta de tanto
calado evangélico. Le dije: hay gente tan pobre que sólo tiene dinero y ansia
de poder. Pero a esta gente así tentada la riqueza la engaña, y promete una felicidad
mentirosa para terminar dando la vida por lo que les lleva a la muerte. Jesús
llamó bienaventurados a los pobres, a los que sólo desean lo que necesitan para
vivir dignamente y les permite crecer. Hay una pobreza que es evangélica y otra
que es injusta. La que nos hace libres de las mentiras que nos matan y
chantajean es la pobreza bienaventurada, la que nos hace esclavos de los ídolos
que nos separan de Dios y de los hermanos es la pobreza malhadada con la que
hemos de luchar y de la que ponernos a salvo.
Hubo cantos,
agradecimientos y un hasta luego en donde Dios quiera. Cuál fue mi sorpresa que
al hacernos la foto de grupo empezó a corear un grupito de chicos: ¡Atleti,
Atleti, Atlético de Madrid! No pude disimular mi entusiasmo por esta afición
colchonera por estos lares. Tendré que hablar con los de la ribera del
Manzanares y hacer algo.
Gracias por compartir con nosotros esta experiencia sin duda de Gracia. Confieso que me da un poco de envidia lo que nos cuenta, sobre todo de los jóvenes. Tenemos que aprender desde aquí mucho de nuestros hermanos en África. Esa necesidad de celebrar el Misterio, de acercarse al Señor y crecer en la fe. Aquí reconozco que hay a veces tanto ruido, tantas luces que ciegan la Luz, que cuesta pararse a contemplar al que Es.
ResponderEliminarSeguimos unidos en la oración y , como tenemos un Obispo muy de las nuevas tecnologías, también en la red. Un abrazo. Patri. Parroquia San José de Gijón