Amaneció este día tan especial con un cielo muy nublado. Pensaba
que en la fiesta de Navidad íbamos a tener el regalo de la lluvia, que aquí es
una bendición. Pero mi ignorancia del terreno me hizo llamar cielo nublado lo
que sencillamente era una nube de polvo, ese que en esta época del año impide
respirar bien, te irrita los ojos y seca la garganta, y que en tanta gente
provoca los catarros cuando la temperatura baja un poquito de madrugada. Es más
frecuente en el tiempo seco y no se da en el de la época de lluvias, y aquí lo
llaman Harmatan. No obstante se notaba el ambiente festivo en el vaivén
mañanero de la misión. Los más jóvenes habían estado cantando hasta altas
horas, cuyos sones y tambores nuestro cansancio fue escuchando cada vez más
lejanos. No hay mejor somnífero que estar tronchado del cansancio de un largo
viaje.
El día de Navidad
dejamos Bembereké y marchamos hacia Gamia, una de las comunidades que atiende
la misión. Sin dejar la carretera medio asfaltada o medio bacheada, llegamos a
este lugar que ya conocía de mi viaje anterior. Su comunidad es un regalo del
cielo. El titular de la iglesia es San Francisco de Asís, motivo por el cual me
une un afecto especial. Allí estaban esperándonos con todos sus colores vivos
en los atuendos, especialmente de los niños y de las mujeres, y con sus cantos
y bailes festivos dando así la bienvenida a quien venía en el nombre del Señor.
Así estaban y así íbamos.
Al terminar la
bienvenida salieron corriendo los más jovencitos. No había casi sitio en la
iglesia y querían conseguir un trocito de suelo. Era día de mercado, puesto que
la vida seguía igual para los musulmanes y la religión tradicional (animistas).
De hecho la iglesia parroquial está frente a una gran mezquita separándonos de
ella la carretera nacional, amén de otras triquiñuelas. El jaleo afuera, por
tanto, estaba asegurado. Pero por dentro no nos amilanamos y de hecho no fue
menos, aunque de otra manera. Comenzó la procesión de entrada con la cruz
alzada que nos presidía, los monaguillos con el incensario, Antonio y Manuel
como sacerdotes concelebrantes y cerraba yo. Me traje una mitra y en las
celebraciones de la comunidad entera me la pongo. A ellos les gusta y sienten
que también tienen a sus pastores que no celebran de cualquier forma, que cuidan
la dignidad que tiene la liturgia y que ellos son también cuidados por sus
sacerdotes y obispos. No podía ser menos. También los pobres tienen derecho, no
tanto a la parafernalia ampulosa y vacía, sino a la liturgia sencilla pero con
todos sus elementos experimentando que también a ellos se les brinda la
liturgia sin abaratamientos en nombre de no sé qué.
Nuevamente fuimos
presentados por parte de un responsable de los catequistas. Se veía el inmenso
cariño lleno de gratitud con el que recibían al “obispo de Asturias que nos
envía a nuestros sacerdotes misioneros y a los diáconos que pasan unos meses
entre nosotros”. Un coro de jóvenes excelente, con los instrumentos de
percusión propios de la cultura musical africana y un órgano electrónico,
ponían su belleza al servicio de esta liturgia de fiesta en la Natividad del
Señor. Las voces bien conjuntadas y sus movimientos armoniosos al compás de su
canto, hacía que mi boca se quedase abierta de admiración, de gozo y
agradecimiento por tanto regalo inmerecido al celebrar con ellos la gracia de
Dios al modo africano. Ellos me dieron gracias por la visita, pero les dije
aquello de que no sólo ellos eran visitados por mí, sino que yo gozaba porque
era visitado también por ellos, y todos nosotros visitados por ese Dios que se
hizo pequeñito para no darnos miedo sino para darnos con ternura y eficacia el
don que nos traía viniendo así a salvarnos.
Me dieron una
lección grande en el momento de la petición de perdón. Es algo que no olvidaré.
Nosotros solemos hacer deprisa y a veces rutinariamente el “yo confieso” y el
“Señor, te piedad”. Ellos se tomaron tiempo, se pusieron de rodillas, guardaron
un momento de silencio profundo y luego recitaron la plegaria como se recita en
la Misa para terminar prorrumpiendo en un canto. Quedé impresionado, como si
ese gesto sincero y verdadero pusiese mi vida y mi modo de celebrar ante el
quicio de algo mejorable, de algo que yo tantas veces hago y digo por inercia
sin caer en la cuenta de su profundo significado. Pregunté luego a alguno: ¿por
qué os ponéis de rodillas en el momento del perdón de la Misa? Y me
contestaron: porque pedir que Dios nos perdone y saber que Él viene a
abrazarnos en lo que nuestra vida es menos bella y menos bondadosa, en todo
aquello que le ofende o hace daño a los hermanos, es algo que debe recibirse y
esperarse con humildad. El gesto de arrodillarnos viene a expresar esto: no una
humillación de un Dios que nos aplasta juzgándonos implacable, sino la humildad
gozosa y agradecida de quien tantas veces experimenta el abrazo del Señor que
con misericordia gratuita viene a levantarnos. Su perdón no es un derecho que
exigimos altaneros, sino un don que recibimos con una humilde alegría. Sólo
quien se arrodilla verdaderamente puede ser levantado de veras. Y Dios lo hace
así... nosotros no queremos perdérnoslo.
Yo me quedé sin palabras, pensativo, con
la lección aprendida de estos hermanos visitados que me visitaban con esta
evangélica sabiduría. Evidentemente Dios Maestro enseña en los sencillos, en
los pobres, en los que tienen tanto que decirnos porque en sus vidas le dejan
gritar al Señor a los que nos dormimos con frecuencia o con frecuencia nos
distraemos. Bendito seas Señor, por estos tu hijos buenos.
Me aguardaba una sorpresa esa
celebración. Era el día del Nacimiento del Señor y me presentaron para bautizar
a diecinueve niños y niñas, casi recién nacidos. Sus jóvenes papás y los
padrinos rodeaban el altar como en una media luna de un día con esas diecinueve
estrellas. Tan pronto rompían a llorar, como me miraban con esos ojitos como
luceros sin pestañear, o se quedaban callandito porque en vivo y en directo les
tocaba el momento de mamar. Era la vida, la vida con toda su fuerza que rompe
en llanto, que nos regala sonrisas y que a su tiempo había que alimentar. No
era fácil ver de golpe tanta alegría como ellos así me mostraban.
Antonio y Manuel fueron haciendo las
unciones, luego escuchamos las promesas, las renuncias, las letanías y el
credo. Aquellos diecinueve síes de Dios con los que Él llamó a la vida a estas
criaturitas, eran traídos por sus padres y padrinos alrededor de la pila
bautismal. Sobre cada uno de ellos pusimos el nombre que para ellos habían
escogido para hacerles hijos e hijas de Dios. Claire, Marie, Denisse, Wisdom,
Emmanuel, Jenifer… Uno por uno era llamado desde la vida ya recibida a la Vida
con mayúsculas para vivir ambas acompañados por su familia y por una comunidad
cristiana que sabía lo que hacía. Fuimos poniendo nombre a la vida que el Señor
nos regalaba tan generosa y esperanzadamente. Ahora había que poner la entrega
y la compañía para que esa vida no fuera por nada ni por nadie frustrada. Me
preguntaba qué palabra quiso Dios silenciar eternamente para decírnosla con
aquellos labios pequeñitos que todavía no sabían hablar. Y qué caminos
surcarían esos pies diminutos que no sabían aún andar, pero que Dios les
pondría en marcha para anunciar su Buena Noticia. Y qué podrán acariciar esas
manos tan pequeñas amasando un trocito de mundo y de historia que eternamente
Dios retuvo para regalárnoslo con ellas.
Por cierto, uno de los pequeños tenía
especial complicidad con el agua que se vio claramente cómo le encantaba. No
sólo chapoteó el agua bendita de la pila bautismal bautizándonos a todo el
cortejo, sino que me agarró lo que hacía de concha de bautizar y me costó que
me la devolviera… por las buenas. Sus deditos decididos estrecharon los míos
confundidos por tal pulso. Nos miramos. Nos sonreímos. Oiga… ¡todo un
espectáculo! Este pequeño apunta maneras: será alcalde, presidente u obispo. Habrá
que seguir su trayectoria. ¡Qué precioso día de Navidad, donde celebrando que
Dios nacía para nosotros celebramos que estos pequeños nacían para Dios!
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