Memorias de África que no se deben olvidar (3 de enero de 2015)


Ya estamos camino de nuestro regreso a España. Sólo unas horas más en Cotonou y subir al avión que nos irá devolviendo en un largo viaje a nuestra Asturias, siempre patria tan querida y nunca olvidada. Pero puestos a no olvidar, la memoria de estas navidades son auténticamente unas “memorias de África” que hemos de tener siempre en el recuerdo del corazón por lo mucho que se nos ha dado continuamente.
            Haciendo fila para facturar y para embarcar en el aeropuerto me daba cuenta, al igual que cuando subimos ya al avión, que mi secretario y yo éramos la nota de color (blanco en nuestro caso) en medio de esa amable marea negra de tantos hermanos de acá. Fuimos poco a poco avanzando hacia ese mundo que doce días atrás habíamos dejado y que ahora nos esperaba, y de qué manera. Todo un cambio global, en tantos sentidos y con un sin fin de cosas que nos arrancaron de nuestra rutina habitual, o de nuestro compromiso cotidiano, para traernos como un regalo sorprendente una experiencia intensa e inusual. Ahora tocaba desandar el camino volviendo a nuestra realidad fechada y agendada en nuestros horarios y calendarios. Le pedía al Señor que no pasase página sin más, como quien tras algo fuerte entre paréntesis, se pudiera sencillamente olvidar ante lo inmediato que me aguardaba al volver a España.
            Lo dije a nuestros misioneros: Asturias está en Benín y Benín está también en Asturias. Mutuamente nos necesitamos para poder seguir creciendo y avanzando en la fidelidad al Señor y en la fidelidad a la Iglesia, pues ambos nos envían y acompañan en este momento de la historia para servir concretamente a los hermanos. Por eso pienso el mucho bien que nos puede hacer en Asturias lo que en Benín he podido aprender y recordar en estos días. Y el mucho bien que indudablemente se hace en Benín cuando nos despierta el compromiso eclesial en un desarrollo integral por estos hermanos desde nuestra tierrina de Asturias.
            Llegando a Bruselas para hacer la escala hasta Madrid, ya pudimos ver el contraste de temperatura que venía a ser como una parábola de otras inclemencias. Pasar de los 36 grados húmedos de Cotonou al bajo cero de -1 grado gélido de Bruselas, nos devolvió con toda brusquedad a la realidad más cotidiana. Las horas que pasamos allí en la capital de Bélgica hablando con un sacerdote mientras visitábamos Louvain la Neuve, la ciudad universitaria donde está la célebre Facultad de Teología tan venida a menos, nos permitió conocer esta otra tierra de misión que es la vieja Europa.
            Creo que es mucho más duro evangelizar y acompañar a nuestro pueblo cristiano en Asturias, en España, en Europa… que allí en Bembèrèkè, Benín y África. A nuestros misioneros les faltan tantas comodidades, recursos y herramientas, pero al dejarse la piel por estos hermanos, reciben como pago la alegría de ver que Dios hace milagros, que pone nombre a la esperanza, que las personas crecen y maduran al amparo de la gracia del Señor y con la compañía de una Iglesia que la sienten como su casa. También hay gozo cuando comprueban que el mensaje que traen no es algo particular suyo que tenga su medida, sus intereses o trastiendas, sino que es un mensaje del que ellos son tan sólo humildes mensajeros que también a ellos les alcanza. Esta es la razón por la que envío a nuestros jóvenes diáconos dos meses a nuestra misión de Bembèrèkè como parte de su formación antes de recibir la ordenación sacerdotal. No es un tiempo de vacaciones exóticas, ni un safari religioso, sino la ocasión única en sus vidas de poder ver y escuchar lo que en estos lugares Dios grita y regala a quien tiene sus oídos y su corazón dispuestos a acoger un mensaje imborrable.
            Y junto a la pobreza de quien tiene una vida precaria en necesidades básicas de alimentación, higiene, sanidad, educación y cultura, todo ello objeto también de lo que nuestros misioneros afrontan y resuelven sin demagogia populista, está la riqueza de toda esta gente sencilla que señala en su humanidad tierna y en su fe sincera ese cúmulo de valores que tal vez otros hemos perdido, descuidado, o no valorado debidamente. Es una mezcla de pobreza y riqueza, de necesidades palmarias y de sobreabundancias manifiestas, un mundo lleno de contrastes que constatas en África. El balance final es que esta gente te gana, te conquista, te engancha, por esto quien va no quiere volver, y quien tiene que irse cuando puede regresa.
Tendría que pararme para dar gracias, poner nombre y lugar con su fecha, a lo que Dios me ha permitido vivir estos días inolvidables: unas navidades negras en Benín que son más blancas que la nieve de nuestras montañas en estos días tan nevadas. He dicho cosas, he brindado gestos, he compartido mi tiempo y mis plegarias con todos ellos. Pero es incomparable lo que el Señor me ha dado en ellos como contrapartida no pactada a la poquedad con la que yo me he allegado a estos hermanos misioneros y a las gentes que como Iglesia viva ellos cuidan y acompañan.
Punto final de esta Navidad tan especial. Ahora toca volver a la Navidad de cada día, donde el Señor no deja de nacer en todos los pesebres y circunstancias, en todos los establos abiertos , en todas las posadas cerradas. En Benín he podido ver milagros sencillos que Dios no ha dejado de mostrarme con esta buena gente por Él especialmente amada. Pobres de tantas cosas que a nosotros nos sobran, y ricos de las más importantes que a nosotros a raudales nos faltan. Dios ha nacido también en Benín, y tiene su piel oscura como los niños de allí, y habla su lengua Baribá. Jesús tiene allí una joven mamá, preciosa negrita de ojos grandes y corazón tierno, que le canta nanas con el ritmo del tam-tam, con su vestido de color estampado y el tocado a juego en la cabeza como femenino turbante. José, el padre adoptador para dar nombre y estirpe al Niño Dios que ha nacido de una doncella virgen, tiene esos mismos rasgos, y sus manos tersas saben de faenas artesanas en su taller de madera. Así se los han encontrado los Reyes Magos junto al establo de una choza de paja y barro, en medio de la selva. Así me los he encontrado yo también en estos días de tanta gracia y tantos inmerecidos dones.
Me despedí de todos ellos tras estos días que serán memorables, las memorias mías nuevamente en África. Me fui a tiempo para que no me sorprendiera la cabalgata de Reyes que por allí también pasa. No fuera a ser que me contratasen por el salario habitual para el caso, para que hiciera de alguno de los Reyes Magos blancos, o alguno de sus pajes y así no tuvieran que pintar ellos a los de siempre. Hoy es otra cabalgata la que a diario acontece, y es otra también la edad desde la que nuestros ojos la contemplan. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala.
            Viene ahora el encuentro con la misión que se me ha confiado en el día a día, bajando de la nube dulce de estos recuerdos al surco cotidiano donde la vida se decide entre la esperanza y el dolor, el cansancio y las ganas, la entrega a Dios en el humilde servicio a los hermanos que aquí y ahora se me confían. Pero les quise pedir un pequeño regalo para traerme a España. Algo que está a la altura de sus posibilidades y que a mí me hará mucho bien poderlo contemplar cerca de mi oratorio en mi casa.

Este fue el regalo que les pedí ante su asombro que terminó siendo un precioso aplauso: un puñado de tierra de ese lugar. Me lo quiero llevar a mi casa en Asturias porque la tierra es un don de Dios donde Él nos planta, donde nos ve crecer, donde cada día nos aguarda. De la tierra Él nos ha formado y a la tierra nos devolverá al acabar nuestra andanza. Es una tierra de color como ellos, pero se trata de un color rojizo: rojo pasión de un amor verdadero y jamás caducado, rojo martirial de la sangre de tantos que han dado la vida de mil modos. Es una tierra sobre la que se llora y sobre la que se da gracias. Es una tierra que te pide la entrega cómplice de hacerte surco con ella, para que el Señor no deje de sembrar ahí el regalo de su gracia. La tierra que sigue teniendo la bondad y la belleza de las manos de Dios. Será el terruño memorial de estos días navideños pasados entre los pobres que eran ricos, muy amados del Señor, en donde a diario se me recordará lo que se le pedía a Abraham, el contador de estrellas cada noche: sal de tu tierra, y ve a la que yo te mostraré. Esto es la misión. A esto estamos llamados sea cual sea nuestro momento, nuestra edad y nuestra encomienda en la Iglesia. Alabado seas mi Señor.

Recuerdos de unas navidades negras... más blancas que la nieve (2 de enero de 2015)


Estamos ya de vuelta para Cotonou, la capital comercial y administrativa de Benin. Un viaje de más de nueve horas y con estas carreteras. El aire acondicionado del coche no funciona. Cundo esto ocurre, sólo sirve para este calor el aire condicionado… condicionado a que lleves todas las ventanas abiertas. Alabado seas mi Señor, por el hermano viento y que tu Espíritu no deje de soplar en los adentros.
    Se me agolpan tantas cosas vividas, tantas que me desbordan los recuerdos de unas navidades negras pero que resultan más blancas que la nieve de nuestras montañas tan nevadas en estos días de enero y diciembre. Tendría que dar, si hubiera, a algún botón de pausa para pararme a pensar, a dar gracias, a poner nombre y el lugar con su fecha, a tantos regalos llenos de gracia con los que Dios ha querido dejarme vivir estos días inolvidables de unas navidades tan únicas y tan especiales. Es verdad que he dicho cosas, que he brindado gestos, que he regalado dones y he compartido mi tiempo y mis plegarias con todos ellos. Pero resulta incomparable lo que ellos me han dado de parte del Señor como contrapartida no pactada a la poquedad con la que yo me he allegado a estos hermanos misioneros y a las gentes que como Iglesia viva ellos cuidan y acompañan. Uno comprende eso que quienes han dicho sí a la llamada misionera recibida de Dios no dejan de contar y repetir: que no se cambian por nadie en su labor pastoral, que su vida como sacerdotes no la entienden si les falta esto, y que les cuesta horrores comprender lo que en ese mundo que llamamos primero (primermundistas del cuento) seguimos haciendo de esas maneras tan nuestras.

    Creo que es mucho más duro evangelizar y acompañar a nuestro pueblo cristiano en Asturias, en España, en Europa… que aquí en Bembèrèkè, Benin y África. Me lo han dicho todos los misioneros y lo he comprobado yo cada vez que he venido. Pero digo lo mismo cuando he podido estar en otros lugares de misión en América del sur. Les faltan tantas comodidades, tantos recursos y herramientas, pero no tiene precio lo que pueden ver con sus propios ojos cuando dejándose la piel por estos hermanos a los que se allegan, reciben como pago que no reclaman: la alegría de ver que Dios hace milagros, que pone nombre a la esperanza, que las personas crecen y maduran al amparo de la gracia del Señor y con la compañía de una Iglesia que la sienten como su casa. También se les llena el alma de gozo a nuestros misioneros cuando comprueban que el mensaje que traen no es algo particular de ellos que tenga su medida, sus intereses o sus trastiendas, sino muy por el contrario es un mensaje del que ellos son tan sólo humildes mensajeros que también a cada uno les llega.
            Lo he visto cuando proclaman ese Evangelio en lenguas ajenas a las de ellos, y que en ese momento también se hacen oyentes de la Palabra que siempre sorprende y jamás pasa. O cuando reparten a manos llenas la Gracia que el Señor pone en ellas, sabiendo que son los primeros mendigos de tal bendición y de tan inmenso regalo. No son trabajadores de una ONG piadosa, sino heraldos, misioneros, hermanos entre hermanos, que deben cuidar su fe, su caridad y esperanza para poder así acompañar a los otros construyendo en estos lugares la comunidad de la Iglesia. Por eso me conmovía ver que dedicaban tiempo a la oración, a la adoración del Señor en su Eucaristía, al rezo del rosario, a la alabanza con la liturgia de las Horas junto al Pueblo de Dios. Que se siguen preparando leyendo y estudiando como pueden y les permite el tiempo. Que el magisterio del Papa y la vida de la Diócesis de proveniencia, en este caso la de Oviedo, es algo que siguen también y están más al día de otros que con muchos más medios están a la luna de Valencia (pongo por caso).
            Esta es la razón por la que deseo que nuestros jóvenes diáconos vengan dos meses a esta misión diocesana de Bembèrèkè como parte de su formación diaconal antes de recibir la ordenación sacerdotal. No es un tiempo de vacaciones exóticas, ni un safari religioso y devoto, sino la ocasión única en su vida de poder ver y escuchar lo que en estos lugares Dios grita y arroja a quien mínimamente está con sus oídos y su corazón dispuesto a acoger un mensaje imborrable. De hecho, como me sucedió a mí mismo tras estar aquí hace dos años, uno vuelve inevitablemente de otra manera, no ha pasado por encima cuanto el Señor aquí nos siembra. Habría que estar muy ciego, muy cerrado, muy metido en tu caparazón de seguridades defensivas, para que no te sientas divinamente vulnerable con lo que aquí el Señor muestra y se desgañita.
            Y junto a la pobreza de quien tiene una vida realmente pobre en necesidades básicas de alimentación, higiene, sanidad, educación y cultura, todo ello objeto también de lo que nuestros misioneros afrontan sin demagogia populista y ni protagonismo politiquero, está la riqueza de toda esta gente sencilla que señala en su humanidad  tierna y en su fe sincera ese cúmulo de valores que tal vez otros hemos perdido, o descuidado, o no valorado debidamente. Por eso es una mezcla de pobreza y riqueza, de necesidades palmarias y de sobreabundancias manifiestas lo que en un mundo lleno de contrastes puedes constatar aquí en África. Sin embargo, la síntesis y balance final es que esta gente te gana, te conquista, te engancha, y esto explica que quien viene no se quiera marchar, y quien tiene que marchar cuando puede vuelve. Es la tónica de todos los misioneros y de cuantos aquí hemos visto nacer el espíritu del misionero que llevamos dentro. Porque regresas también tú de otra manera a tus andanzas cotidianas tras haber experimentado con una auténtica vivencia lo que como gracia inmensa aquí se te ha regalado como gracia.

            Termino hablando de los niños, porque es el motivo de una esperanza grande, realmente inmensa que en Benín como en toda África se puede palpar. La alegría de una humanidad que no está replegada sobre sí misma, que no se atrinchera tras el parapeto de sus comodidades, que es capaz de asumir lo que la vida naciente reclama y regala, y con el respeto paterno o materno responsables, no ponen óbice ni cortapisa a que la vida pueda venir o marchar naturalmente. Vendrán aquí los sabihondos primermundistas para arengar a las mujeres y proyectar sobre ellas sus frustraciones, sus censuras, sus criterios natalicios que terminan por envejecer prematuramente la vida y condenar a una autoextinción devoradora la generación presente. Lo estamos viendo en los países ricos que en nombre de sus prejuicios y con los métodos controladores, están consiguiendo que la vida se haga arisca, triste, enrocada y asustadiza, con necesidad de vigilancia satelital, porque el miedo es por naturaleza al mismo tiempo tan timorato como estéril. Y estos sabihondos y sabihondas también llegan aquí para imponer sus planificaciones, para probar en estos hermanos pobres los experimentos de sus últimas frustraciones científicas y demográficas que la vida misma se encarga de ir desmintiendo.
            Pero frente a esto, la vida aquí se muere de la risa ante estos señores y señoras variopintos de nómina, coche oficial, dieta y hotel de lujo.  Y te opone como contrapunto el espectáculo sin fronteras de lo que desborda todos esos controles subvencionados que son abatidos como un bastión de papel por la sonrisa de un niño o la complicidad de una niña que apunta maneras desarmándote. Me ha ocurrido con la pequeña Cécile. No tendrá ni cuatro años, y ya me hizo una envolvente para sacar de mí un simple caramelo… que lamentablemente no llevaba. “Bon jour mon Père. Je veu un bom-bom”. Sólo me pedía eso, un bom-bom, un caramelo. Pero sabía que tenía que reírme su mejor gracia, y que yo hiciera alguna carantoña en su repeinado pelo con bolitas de colores, y que le dijera qué se yo qué cosa como excusa de un grandullón “bature” (blanco) que se ponía colorado detrás de su barba canosa. Sí, tanto me conquistó Cècile que me debí poner rojo teniendo más de cincuenta años que ella, pero me venció. Nunca he sentido tanto no llevar un simple caramelo en mi bolsillo. Aunque no sé si ella también se sonrojó, porque las niñas beninesas no sé si se ponen coloradas cuando se ruborizan. Tendré que hablar con mi secretario Manuel, que en esto es un especialista.
 

La magia de una novedad deseada (1 de enero de 2015)


Finalmente amaneció. Todo empezaba de nuevo. Este es el rito y el pacto no escrito que cada año nos damos y acordamos. Lo decimos así, sentidamente: feliz año nuevo. Y no salió otro saludo de nuestros labios durante los primeros días de enero y así nos fuimos despidiendo también en los últimos de diciembre. En Bembèrèkè no fue distinto. Bonne annè… Merçi beaucaup. Toda la noche, que volvió a durar muy poco para lo del dormir, fue con música de fondo. La misma música y el mismo fondo. Implacable y tremendo. Por supuesto que no me defraudó mi amigo el preste morito, que subido a su minarete nos volvió a cantar sus versos coránicos dale que te pego sin perdonarnos ni uno. ¡Pero qué afición le han cogido a esto por la noche los chicos del turbante! Hice nuevamente un acto de virtud y no entré a considerar su árbol genealógico, pues yo cuando me pongo virtuoso ni yo me reconozco. Así, mientras el muecín cantaba sus cosas, yo echaba requiebros piadosos al Señor, pero discretamente, sin altavoz, como Dios manda, oiga. Es el caso que es el mismo Dios, porque no hay otro, aunque posiblemente muchos de ellos no lo saben. Pero ahí estaba también Dios empezando el año, supongo que divertido escuchando nuestra porfía: que si en el árabe de Don Mahoma, que si en el castellano de Santa Teresa, y así andábamos uno y otro ante la sonrisa de Dios, el único y verdadero.

            Cuando ya me levanté, muy temprano para un día como este, y casi sin pegar ojo aunque ni fui al baile ni me quedé de jarana, desayuné con los demás misioneros y nos recordamos las faenas pastorales en el día que teníamos por delante. A mí me tocaba en la parroquia de Bembèrèkè casi como una despedida porque la estadía empezaba ya a tocar su fin después de más de diez días intensos, muy intensos, en donde una vez más el Señor ha vuelto a sorprenderme regalándome inmerecidamente tantas cosas que he podido ver, escuchar, aprender… en quienes más se empeña Él ser maestro: los pobres, los niños, la gente sencilla que tiene su corazón abierto a lo que significa el amor, la esperanza y la fe.

            La gente fue llegando a la Iglesia. Se veía al principio algo menos de gente, pero poco a poco fue llenándose con algunos tardones que venían de una noche larga también. Tuve la impresión que no eran de la Adoración nocturna. Tampoco es que a las diez y media fuera una hora intempestiva, pero… sin chocolate con churros porque aquí no tienen esa tradición, no dejaba de ser algo pronto para ellos. Todo estaba organizado como de costumbre. Los monaguillos, los del coro y danza, las ofrendas, las moniciones (por cierto muy bien hechas), los lectores… Me sorprendía el buen gusto, el buen hacer, el mimo con el que esta gente se toma las cosas del Señor.
 

            Además de despedirme de ellos al final de la Misa, había que decir algo sobre lo que en un día como este del primero de año los cristianos celebramos. Y en primer lugar les expuse el sentido de esa “novedad” que se nos descuelga por el hecho de empezar un año. Sin ser irónico, pero sí muy realista, les pregunté: quién de vosotros que ayer tuviera un dolor hoy por ser primero de año se le ha quitado. Hubo silencio. ¿Y vuestras deudas… alguien las ha pagado esta madrugada? Nada. Los que por alguna razón estaban tristes porque la vida a veces aprieta y acorrala de mil modos, hoy uno de enero ¿todo lo tienen ya arreglado? Más silencio. Y los que experimentan el miedo, la incertidumbre, la soledad… ¿llega este comienzo de año y todo se colorea de un modo especial y ya nada es como antes? Ninguno decía nada. Ah… o sea, que esto del “año nuevo” no es ninguna panacea, y que la auténtica novedad no la certifica ni asegura una hoja de nuestro calendario ¿no? Así es. Todos asintieron.

            Entonces habría que hacer alguna reclamación, no sé muy bien a quién: si a los políticos que mandan, si al Papa o al Obispo, si al mismo Padre eterno, porque lo que parece es que no todo es tan automático, tan inmediato, tan eficaz. Más allá de la expresión del “feliz año nuevo”, habría que saber en qué consiste la verdadera novedad, no vaya a ser que todo sea una componenda, una especie de pacto irreal para fingir que las cosas han cambiado porque estamos estrenando un año en un nuevo calendario.

            Les quise proponer entonces una manera distinta de decirnos sinceramente este saludo al comienzo del año. Tratar de mirar las cosas de un modo nuevo. No todo depende de mí para que sea de otra manera, pero sí que puede cambiar mi modo de mirarlo, hasta el punto de experimentar que estamos hablando de algo verdaderamente nuevo cuya novedad reside en mis propios ojos. Nada de varitas mágicas. Nada de cuentos de hadas. Es la misma realidad con todo su mordiente, con todo su pesar, con todo lo que tienen las cosas como me son dadas. Pero yo las miro de un modo distinto, y pido precisamente a Dios que me dé una luz nueva para asomarme a ellas, y le pido también un corazón capaz de perdonar hasta el fondo, y le pido la esperanza que me permita saberme parte de este mundo sin la desazón del desencanto, la amargura, el escepticismo y el desprecio. Una luz, un perdón y una esperanza… esto es lo que pone novedad en lo que al comenzar un nuevo año puede realmente cambiar en mis adentros cuando lo miro, cuando lo siento y cuando lo vivo con esa gracia que humildemente me permite estrenarlo todo como quien estrena un año nuevo.

            Después está lo de la paz, que también nos convoca cada primero de año a los cristianos. He sabido que aquí hay una violencia especial en África. La brujería llega a matar: señala a una persona el chamán de turno, y esa persona será mal vista, perseguida e incluso asesinada. ¡De qué maneras podemos y debemos los cristianos ser instrumentos de paz allá donde cada uno estamos! Pero cuando hablamos de la violencia, normalmente se nos va la mente o la imaginación hacia las guerras lejanas, los terrorismos ajenos, y en seguida pensamos que todo eso no nos afecta porque nos viene demasiado lejos. En este sentido les dije: hay guerras que aparentemente no son las nuestras, como hay violencias y terrorismos que no tienen que ver directamente con nosotros ni nuestras trincheras. Pero… pero… Hay pequeñas guerras, pequeñas violencias, pequeños terrorismos que tienen el domicilio de mi casa, que suceden en mi círculo de amigos, que va y viene por donde yo estoy estudiando o trabajando cada día. Hay un trozo de mundo que es el que pisan mis pies cotidianamente. Hay un lapso de tiempo en esta tierra que es el que coincide con mis fechas y con mi edad.

            Si queremos realmente un mundo pacificado, debo sentirme llamado a ser instrumento de la paz que lo hace posible. Dios quiere esto de mí, en lo que de mí depende, en ese ámbito en donde yo declaro mis guerras, organizo mis emboscadas, conspiro mis estrategias, cavo mis trincheras y pongo a mi manera mis bombas lapa. Podrá tener baja intensidad todo este desaguisado de mis violencias pero son las mías, que no por ser a pequeña escala deja de tener enormes consecuencias en aquellos a los que me dirijo con ellas, aquellos a los que alcanzo y hago daño. Esta es la gracia que hemos de pedir en este día de primero de año: ser instrumentos de la paz del Señor, hacedores de su bien, constructores de la civilización del amor como nos han recordado los últimos Papas.

            Finalmente hice una referencia a María, puesto que cada uno de enero celebramos ese primordial atributo de ser la Madre de Dios. Ella se fió de su Creador, guardó en su corazón lo que Dios decía y lo que a veces callaba, supo estar atenta a las necesidades de las personas en las bodas de la vida como ocurrió en Caná de Galilea con aquellos novios que se quedaron sin el vino. Acompañó a Jesús en sus andanzas, habiéndole antes enseñado a andar a quien vino a traernos la Buena Noticia, y a hablar a quien era propiamente la Palabra. Estuvo hasta el final junto a su Hijo, incluso llegando donde sólo ella llegó tras la calle de la Amargura en la vía Dolorosa: la cruz. Y fue también María quien reunió a los discípulos dispersos y asustados, para esperar la llegada del Espíritu Santo prometido. Por eso mirar a María como hacemos este primero de año, es pedir el don de aprender a ser cristianos a su lado, como quien reconoce en su Madre buena a quien nos permite que crezcamos y maduremos. Ella es Madre de Dios y madre nuestra.

Pero era hermoso, realmente bello, ver la imagen que estos hermanos veneran aquí en Bembèrèkè como una mujer niña de color negro, con el mismo peinado que usan las chicas aquí, con el mismo tocado en el pelo, el vestido lleno de colorido en su estampado. Ella acoge en su regazo o sostiene con sus manos oferentes al pequeño niño que se hizo también Él un Dios negrito. Sus miradas, sus ternuras y sus encantos tienen la gracia y gracejo de este lugar. No es la Santina, ni la Almudena, ni la Macarena. Es la Virgen negra que tiene el corazón lleno de pureza como su pueblo, que espera de tantos modos la salvación que también a ellos se les otorga como al primero, y que saben expresar con sus cantos, sus danzas, sus compromisos, su cultura y su esperanza, lo que el Señor les ofreció porque quiso nacer en medio de esta tierra como nació en la nuestra, naciendo como un hermano negro que habla baribá para que ellos lleguen al cielo que les espera.
 

            Hubo despedidas, agradecimientos, parabienes y nuevo emplazamiento para seguir viéndonos otras veces en futuros viajes a los que me invitan a seguir viniendo. No es nada cualquiera que el arzobispo de Oviedo que envía a sus hermanos sacerdotes y diáconos, venga también él de vez en cuando para confirmar en la fe, para dar gracias, y para aprender tantas cosas como Dios Maestro no se cansa de enseñarlas a través de estos sus hijos preferidos y predilectos. No es un favor altruista el que yo hago viniendo, sino una inmensa gracia la que se me regala inmerecidamente. Por todo ello, sí, Bonne Annè, Feliz año nuevo. Amén.

 

El menú de los pobres, con un plato de alegría (31 de diciembre de 2014)




Tocaba ir a Pesarà, al norte de Bembèrèkè. También a través de la selva en esta ocasión, y por unos caminos realmente difíciles de transitar por los estragos de las grietas que ponen en vilo el coche todo terreno como si fuera un acróbata. Hace dos años que visité esta zona y me comprometí a ayudarles a construir una iglesia. Ellos es lo que me pedían. Entonces y ahora me llamó la atención: no pedían hacer un pozo para extraer el agua o que les construyésemos una escuela para los chavales o pusiéramos en marcha un dispensario. Bien es verdad que mucho de esto ya lo tenían y no lo necesitaban. Pero lo que querían ellos era poder tener en su propio poblado una iglesita donde celebrar su fe como comunidad cristiana. La capilla se hizo y quedó bien hermosa para contento y utilizo de estos hermanos que van creciendo de día en día. Yo me quedé realmente admirado.
Llegamos y fue nuevamente un motivo de grande alegría. Estaban esperándonos a las afueras del poblado de Pesarà. Nos bajamos del coche y con ellos seguimos caminando unos ochocientos metros hasta llegar a la nueva capilla. Dimos saludos a todos y una respetuosa inclinación a la cruz con la que con toda dignidad iniciaba la comitiva. Iban cantando con el ritmo de los tambores como siempre, entonando salmos y peticiones a Dios con un profundo agradecimiento. Los niños se me pegaban al lado sencillamente para que les diera la mano como saludo o para que se las cogiera y fuésemos así hasta la Iglesia como amigos de toda la vida. Ya lo dije ayer: la caricia a un niño especialmente aquí en África puede significar un gesto de ternura por el que él se siente reconocido, mirado, protegido y amado. No lo olvidará nunca, sin duda alguna. Quiera el Señor que yo tampoco lo olvide y que vea en ellos el elogio bienaventurado que Jesús nos relata en el Evangelio cuando se quedaba mirando a los niños en sus juegos infantiles en la plaza, o cuando poniéndolos en medio los señalaba como modelo de lo que debe ser un cristiano de veras ante el asombro de los discípulos.
Había quedado muy hermosa la iglesita. Está a pocos metros de la pequeña capilla que usaban anteriormente y que se les había quedado tan pequeña por crecimiento de esta comunidad. Con no mucho dinero se ha podido levantar aquí una casa para el Señor y para todos su hijos. Estaban más que orgullosos de su iglesia. A partir de ahora el Señor tiene también casa en Pesarà, que es como decir que tiene su particular choza de vivienda, su tienda de encuentro… un auténtico palacio en donde el Rey de reyes se hace hueco entre los pobres que tienen rico el corazón, y de qué manera. Por esta iglesia, efectivamente, pasará la vida de todos ellos como sucede siempre en la casa del Señor. Cuando nacemos nos traen a bautizar para hacernos su hijos. Cuando crecemos aquí nos alimentan con el Pan santo de la Eucaristía. Según nos vamos haciendo un poco más grandes aquí somos fortalecidos con el don del Espíritu Santo confirmando nuestra fe. Si nos enamoramos con algunos de los amores con los que queda el corazón henchido es en la iglesia donde celebramos los esponsales, o donde nos consagramos en una vocación religiosa o sacerdotal. Es la Palabra de Dios la que se nos anuncia al menos cada domingo como igualmente en su día somos alimentados por el Cuerpo del Señor. También aquí somos perdonados de nuestros pecados con la confesión. Nos ungen con el óleo santo en nuestras enfermedades serias o en los muchos años. Y finalmente aquí nos traen de nuevo como hicieron al principio, para decirnos adiós en el último viaje hacia la tierra nueva donde el Señor nos espera y donde eternamente estaremos con Él.
Es por eso comprensible que tanto estos hermanos de Pesarà como cualquiera de los cristianos sea cual sea su lugar, tengamos en tanta estima y apreciemos sobremanera el templo donde Dios es glorificado, donde la fe se celebra como comunidad cristiana, y donde los hermanos se encuentran para darse mutuamente la paz y recibir todos los signos de salvación con la gracia que nos otorga la mediación de la Iglesia. Es toda la biografía cristiana de cada cual y de toda una entera comunidad la que aquí queda comprometida, compartida y celebrada.

Hubo también aquí una comida con todos ellos compartida. Es curioso cómo participan unos y otros en lo que juntos preparan, y cómo acogen a todos cual invitados sin que ninguno pueda sentirse extraño ante un motivo de fiesta cristiana. En grandes barreños y en pequeñas cacerolas van apareciendo los elementos típicos de toda comida en esta tierra: arroz, pasta de espaguetis con abundante picante, mandioca, pollo o gallina frita, amén de otras cosas que ni siquiera sé cómo se llaman. Reconozco que los usos y costumbres son otras, pero uno se hace fácilmente a todo, máxime si hay decisión de hacerte uno con ellos aunque sea olvidando por un momento lo que habitualmente haces en tus lugares. Puede costar un poco, incluso te cuesta mucho cuando pruebas el primer bocado. Pero tampoco nos dieron a comer cosas para nosotros más extrañas e inusuales como la serpiente u otros mejunjes con salsas diversas y grasas variadas. Te comes lo que te ponen, tras bendecir interiormente los alimentos para que no te dé algún tripacircuito que te deje averiado toda la semana. Das gracias a Dios y agradeces también sinceramente a estos buenos hermanos que te han invitado a su fiesta a su modo y con sus maneras de celebrarlo. No puedes decir mucho más ni tampoco ausentarte. Hacerte uno así con ellos es una manera de demostrarles tu amor sincero aunque te cueste este momento un poco.

            Ya por la tarde pudimos tener un momento de relajo para rezar un poco, para escribir estas líneas y para preparar la cena de fin de año. Nos anunciaron que venían a compartir la cena con nosotros los sacerdotes misioneros españoles que trabajan no muy lejos, en Fouburè: Juan Pablo y Rafael. Una alegría poder volver a encontrarlos. Y así hicimos piña con una cena de nochevieja memorable. Regada con buen vino y con entremeses variados, no volvió a faltar el pollo y las patatas fritas, además de las ensaladas. Los turrones pusieron algo de nota costumbrista de nuestra tierra española. Y a falta de sidrina asturiana al menos cantamos Asturias Patria querida… tan querida en esta lontananza, mientras recordábamos a los seres queridos de nuestras familias, a nuestros hermanos y compañeros diocesanos, a tantos como en una noche como esta y en unos momentos tan particulares parece que los sientas a tu lado o acuses la falta de su compañía.
            Doblando ya las once de la noche, tuvimos todavía tiempo de cantar algún canto, de contar algún chiste, y de emplazarnos para el día siguiente tras las misas pertinentes. Como aquí no hay uvas (ni siquiera en Baribá existe la palabra) para despedir el año, nos despedimos sin más deseándonos tantas cosas buenas mientras se las pedíamos al buen Dios. Yo me retiré a mi caseta, terminé mis anotaciones del día anterior con esta crónica cotidiana, y tras el rezo de la oración de Completas, viendo que faltaban tan sólo unos minutos para las doce, comencé a rezar el rosario que terminé en los albores del año nuevo. Nunca me había pillado el cambio de año rezando esta oración a la Virgen. Pero bueno, a falta de las uvas, buenas son las cuentas del rosario… por la cuenta que me tiene. Feliz año nuevo y que Dios nos haga santos, es decir, fieles hijos suyos y fieles a los hermanos que en su Iglesia Él nos ha confiado.

Los contadores de estrellas (30 de diciembre de 2014)




Salieron de su tierra porque alguien les llamó. Dejaron casa, campos, cultura y lengua, familia y amigos. No salieron huyendo de nadie ni de nada, tampoco fugándose hacia delante poniendo por medio olvido, desprecio o indiferencia. Sí, Alguien les llamó, Alguien que sabía de ellos, se aprendió sus nombres y fue poco a poco susurrándoles con respeto la misión que les aguardaba si ellos aceptaban decir sí y abrazarla. Dejaron su tierra y no pactaron antes un contrato para ver en letra grande y pequeña si les interesaba, si les convenía para el negocio de su vida. Sencillamente dejaron todo fiándose de Aquel que les llamaba sin más seguridad o comprobante que su sola Palabra. Así le pasó a otro enviado hace tantos siglos, en los ancestros de nuestra fe de la que luego sería considerado padre de ella: Abraham.
            Siempre me pareció algo hermoso y provocativo lo que la santa Escritura nos relata de este creyente nómada. La marca de la casa es siempre la misma: una desproporción que pone a prueba nuestra confianza. No se trata de hacer las cuentas, medir las fuerzas, acordar las condiciones y firmar por ambas partes un contrato. No son así las cosas en lo que Dios nos propone a cada uno cuando nos llama a la vida y nos asigna en la historia que pisarán nuestros pies y abrazarán nuestros brazos en el tiempo y espacio de toda nuestra edad. Nos propone una palabra que Él gritará en nuestros labios, y nos confía una gracia que gratuitamente repartirá con nuestras pequeñas manos. Para esa palabra y gracia hemos nacido cada uno, seamos quienes seamos, como portavoces de otra voz y portadores de otra causa. Así nos ha dado un temperamento, una forma de ser, y ha puesto en nuestra entraña la inquietud que para siempre nos embarga.
            Abraham se fió del Señor y creyó que su vida anciana e infecunda junto a Sara, podría llenar la tierra de vida haciendo que de ellos naciera un pueblo. Cada noche Abraham, ante el pasmo curioso y escéptico de Sara, se dedicaba a contar las estrellas del cielo… y no se cansaba de hacerlo. Era su modo particular de renovar cada tarde anochecida que estaba a lo que estaba fiándose de quien le dijo: cuéntalas si puedes, que más serán vuestros hijos aunque ahora no tengáis nada. Y contaba una tras otra, sin nombre ni trasiego, las estrellas que tenían forma de hijos allá en el firmamento como un inmenso seno materno y paterno que alumbraba su esperanza.
            Cuando escribo estas líneas está terminando el día. El crepúsculo es especialmente bello en esta tierra bendita. Aquí en África el cielo de la noche tiene una especial magia. Incluso en este tiempo del Harmatán con sus nubes de polvo la noche sabe encender sus luceros y deja que nos sorprendan sus centellas como un guiño fugaz que juega con nuestro esfuerzo contador de poner nombre y número a ese manto de estrellas. ¡Quién pudiera contarlas para darle la razón al mismo Dios! ¡Quién supiera dejarse llevar por las desproporciones con las que el Señor nos reta y nos pone a prueba ante la llamada que a cada uno nos hace para hacer nueva la tierra como Él eternamente la soñó!
            Aquí los misioneros también cuentan estrellas en la entrega que hacen cada día saliendo al encuentro de quienes les esperan de todas las edades, de todos estos lares, con su historia personal tejida de lágrimas y de sonrisas, de deseos incensurables y de ansias domeñadas. A ellos se dirigen en nombre de Dios como portavoces de su Palabra y portadores de su Gracia. Y haciendo así saben y quieren abrazar la humanidad concreta que tienen delante, con sus heridas, sus fortalezas, sus dudas y sus certezas. No son ellos el mensaje sino los humildes mensajeros de Otro mayor al que no se atreverán jamás a desatarle las sandalias, sino tan sólo preparar los caminos y allanar los senderos para que el encuentro con Él sea gozoso, sea libre y sea verdadero.
            Aquí están quienes han llegado de fuera, fundamentalmente sacerdotes que mantienen viva la misión como nuestros hermanos Alejandro y Antonio. Han tenido que aprender no sólo el francés, sino algunas de las lenguas locales que son las que más allá de Bembereké -que hace como de capital- son las que se hablan y entienden en un ochenta por ciento por la gente del lugar. He visto cómo han aprendido estas lenguas tan complicadas y tan hermosas al mismo tiempo en sus imágenes. Cómo saludan, cómo se interesan por la vida concreta en sus pequeñas triquiñuelas o en sus grandes desafíos, cómo acompañan a esta gente para la que un gesto significa una declaración de apoyo y de sincero afecto. Lo he visto cuando se brinda a un niño una inocente caricia o se le da la mano haciéndole una carantoña en la punta de su nariz. La sonrisa agradecida de un niño jamás tiene precio que alguien pueda pagar.

            Cuidan la palabra de Dios que han traducido para ellos, así como la liturgia de la Iglesia con todos sus ritos, sus sacramentos y sus gestos, con una fidelidad que asombra y suscita el agradecimiento por la seriedad con la que nuestros misioneros no juegan con lo que nunca ha sido ni debe ser un juego. Pero además del elemento celebrativo con sus fechas y calendarios como en estos días de Navidad, también está el importante mundo educativo de esa fe con una catequesis adecuada. Es obvio que ellos dos no pueden llegar a tantos centros de culto, tantos poblados y comunidades a las que atender. Y es cuando entra en juego aquí la preciosa labor que realizan los catequistas como sus más inmediatos colaboradores. Gente de aquí, que habla estas lenguas, y que ha recibido el don de la fe de la que quieren ser acompañadores en comunión con toda la Iglesia. En este sentido me ha impresionado tanto cómo los misioneros cuidan a los catequistas en cuyas manos pondrán luego tantas cosas donde ellos no llegan ni pueden tener un cotidiano cuidado.
            Por ejemplo, formar a un catequista lleva un año. Pero lo hacen tan intensamente, que toda la formación que reciben se hace en régimen de internado como si fuera un curso de seminario: todos los aspectos pedagógicos, humanos, teológicos, pastorales, litúrgicos, morales, se ven con ellos a un nivel más que adecuado, para que puedan ser verdaderamente transmisores y acompañadores de la fe de la Iglesia, del anuncio del Evangelio de Jesús y de todo lo que implica bautizarse y vivir como cristianos en la vida cotidiana con todos sus factores: personales, familiares, culturales, laborales y ciudadanos.
            Es conmovedor que para que un catequista que hay que formar pueda hacerlo, la comunidad de la que sale le suple durante todo ese año en las labores del campo, el trabajo más habitual entre ellos. Un trabajo duro, muy mal pagado, pero del que viven y por esa razón tanto el futuro catequista como su familia no pueden prescindir sin más de sus brazos y manos. Éstas son las que unos y otros pondrán en el arado, en la azadilla, regando con un sudor fraterno ese surco del cotidiano trabajo con el que el pan se gana. Pero no sólo es esta suplencia durante los meses que dura ese año de formación, sino que también se le llevará comida al catequista para que pueda alimentarse centrándose en su formación. No pudiendo pagar nada, no habiendo becas ni subvenciones para la residencia, se plantean con esta solidaridad cristiana el mantenimiento de un hermano o una hermana a los que miman sin privilegios extraños, para que se formen bien, y luego volviendo a su habitual tajo de familia y de trabajo, dediquen sus tiempos libres y adecuados a la labor de catequista junto a los padres sacerdotes.
            ¿Nos imaginamos esto nosotros los primermundistas? A mí al menos me conmueve. No quita un ápice de agradecimiento a nuestros catequistas en las parroquias, arciprestazgos, delegaciones que nuestra Diócesis de Oviedo como en otras partes de España. También ellos saben de sacrificio, de preparación y de entrega a su manera y según sus posibilidades. Pero dicho esto, lo de esta gente africana aquí en Bembereké me parece tan serio, tan corresponsable, tan solidario que me impresiona sobremanera. Porque luego, además de las celebraciones dominicales que se van llevando a cabo según un exhaustivo programa de reparto, tan sólo se pueden celebrar las Eucaristías en algunos lugares cada vez: los que son cabeza de un radio de acción pastoral, y teniendo los caminos de acceso que no siempre se pueden recorrer en la época de lluvia, suelen tener Misa todos los sábados y domingos. Pero el resto (con un resto muy grande por las muchas capillas), sólo la pueden celebrar una o dos veces al mes, y es entonces donde el catequista entra para dirigir la oración en el día del Señor con el Evangelio, algunas oraciones al Señor y alguna devoción a la Virgen María.
            Lo que sorprende es que la comunidad cristiana lo entiende, lo acepta y secunda este modo y manera sabiendo que no puede ser de otra forma. Tanto cuando toca la celebración de la santa Misa como cuando es la celebración con el catequista, acuden igualmente, prácticamente los mismos, y viven con reconocimiento agradecido lo que se les puede ofrecer para sostener su fe y para seguir creciendo en ella. Esto es lo que de modo inevitable me hace comparar, sin que sea comparación odiosa esta vez, lo que en nuestros pueblos y parroquias de allí tenemos que volver a revisar desde el ejemplo y el testimonio que nos dan estos hermanos sencillos y pobres de acá. Sabiendo que cada lugar es un mundo con sus condicionantes y circunstancias, pero sabiendo también que hay cosas que pueden hacerse de otro modo sin que basten las inercias del tantas veces manido “siempre se ha hecho así y nada debe cambiar”.
            Además de los catequistas, están las hermanas. Aquí en Bembereké hay dos comunidades religiosas: las Dominicas de la Anunciata y las Filles du Coeur de Marie. Tanto unas como otras llevan adelante una labor preciosa entre las niñas, las jóvenes y las mujeres. Es una labor educativa para que niñas y jóvenes tengan acceso a los estudios y la cultura, primer paso de una real integración en una sociedad demasiado marcada por su exclusión. Es una labor también de educación en la higiene, en el arte doméstico de la cocina, en la administración de una casa y en el saber formar a sus futuros hijos. Hay otros aspectos más propiamente de temática femenina que también las hermanas como mujeres pueden y saben enseñar a las niñas y las jóvenes, como a las mujeres maduras. No lo hacen con un feminismo cargado de ideología de género, pero sí con una feminidad llena de respeto, de audacia y de belleza, que sabe poner en juego lo mejor de sí mismas como mujeres consagradas al servicio de sus hermanas niñas, jovencitas y adultas.
            Todos ellos son contadores de estrellas, y los puntitos luminosos en el cielo de la noche se hacen astros de esperanza a pleno día, cuando los misioneros, los catequistas y las religiosas van formando ese pueblo que Dios prometió a Abraham y que sigue creciendo en medio de una tierra, de una historia, que acoge la Palabra y la Gracia de una Buena Nueva porque hay labios que la cuentan y manos que no dejan de repartirla. Es lo que da gloria a Dios y lo que bendice siempre a los hermanos.