Salieron de su tierra porque alguien les llamó. Dejaron casa,
campos, cultura y lengua, familia y amigos. No salieron huyendo de nadie ni de
nada, tampoco fugándose hacia delante poniendo por medio olvido, desprecio o
indiferencia. Sí, Alguien les llamó, Alguien que sabía de ellos, se aprendió
sus nombres y fue poco a poco susurrándoles con respeto la misión que les
aguardaba si ellos aceptaban decir sí y abrazarla. Dejaron su tierra y no
pactaron antes un contrato para ver en letra grande y pequeña si les
interesaba, si les convenía para el negocio de su vida. Sencillamente dejaron
todo fiándose de Aquel que les llamaba sin más seguridad o comprobante que su
sola Palabra. Así le pasó a otro enviado hace tantos siglos, en los ancestros
de nuestra fe de la que luego sería considerado padre de ella: Abraham.
Siempre me
pareció algo hermoso y provocativo lo que la santa Escritura nos relata de este
creyente nómada. La marca de la casa es siempre la misma: una desproporción que
pone a prueba nuestra confianza. No se trata de hacer las cuentas, medir las
fuerzas, acordar las condiciones y firmar por ambas partes un contrato. No son
así las cosas en lo que Dios nos propone a cada uno cuando nos llama a la vida y
nos asigna en la historia que pisarán nuestros pies y abrazarán nuestros brazos
en el tiempo y espacio de toda nuestra edad. Nos propone una palabra que Él
gritará en nuestros labios, y nos confía una gracia que gratuitamente repartirá
con nuestras pequeñas manos. Para esa palabra y gracia hemos nacido cada uno,
seamos quienes seamos, como portavoces de otra voz y portadores de otra causa.
Así nos ha dado un temperamento, una forma de ser, y ha puesto en nuestra
entraña la inquietud que para siempre nos embarga.
Abraham se fió
del Señor y creyó que su vida anciana e infecunda junto a Sara, podría llenar
la tierra de vida haciendo que de ellos naciera un pueblo. Cada noche Abraham,
ante el pasmo curioso y escéptico de Sara, se dedicaba a contar las estrellas
del cielo… y no se cansaba de hacerlo. Era su modo particular de renovar cada
tarde anochecida que estaba a lo que estaba fiándose de quien le dijo:
cuéntalas si puedes, que más serán vuestros hijos aunque ahora no tengáis nada.
Y contaba una tras otra, sin nombre ni trasiego, las estrellas que tenían forma
de hijos allá en el firmamento como un inmenso seno materno y paterno que
alumbraba su esperanza.
Cuando escribo
estas líneas está terminando el día. El crepúsculo es especialmente bello en
esta tierra bendita. Aquí en África el cielo de la noche tiene una especial
magia. Incluso en este tiempo del Harmatán con sus nubes de polvo la noche sabe
encender sus luceros y deja que nos sorprendan sus centellas como un guiño
fugaz que juega con nuestro esfuerzo contador de poner nombre y número a ese
manto de estrellas. ¡Quién pudiera contarlas para darle la razón al mismo Dios!
¡Quién supiera dejarse llevar por las desproporciones con las que el Señor nos
reta y nos pone a prueba ante la llamada que a cada uno nos hace para hacer
nueva la tierra como Él eternamente la soñó!
Aquí los
misioneros también cuentan estrellas en la entrega que hacen cada día saliendo
al encuentro de quienes les esperan de todas las edades, de todos estos lares,
con su historia personal tejida de lágrimas y de sonrisas, de deseos
incensurables y de ansias domeñadas. A ellos se dirigen en nombre de Dios como
portavoces de su Palabra y portadores de su Gracia. Y haciendo así saben y
quieren abrazar la humanidad concreta que tienen delante, con sus heridas, sus
fortalezas, sus dudas y sus certezas. No son ellos el mensaje sino los humildes
mensajeros de Otro mayor al que no se atreverán jamás a desatarle las
sandalias, sino tan sólo preparar los caminos y allanar los senderos para que
el encuentro con Él sea gozoso, sea libre y sea verdadero.
Aquí están quienes han llegado de fuera, fundamentalmente
sacerdotes que mantienen viva la misión como nuestros hermanos Alejandro y
Antonio. Han tenido que aprender no sólo el francés, sino algunas de las
lenguas locales que son las que más allá de Bembereké -que hace como de
capital- son las que se hablan y entienden en un ochenta por ciento por la
gente del lugar. He visto cómo han aprendido estas lenguas tan complicadas y
tan hermosas al mismo tiempo en sus imágenes. Cómo saludan, cómo se interesan
por la vida concreta en sus pequeñas triquiñuelas o en sus grandes desafíos,
cómo acompañan a esta gente para la que un gesto significa una declaración de
apoyo y de sincero afecto. Lo he visto cuando se brinda a un niño una inocente
caricia o se le da la mano haciéndole una carantoña en la punta de su nariz. La
sonrisa agradecida de un niño jamás tiene precio que alguien pueda pagar.
Cuidan la palabra
de Dios que han traducido para ellos, así como la liturgia de la Iglesia con
todos sus ritos, sus sacramentos y sus gestos, con una fidelidad que asombra y
suscita el agradecimiento por la seriedad con la que nuestros misioneros no
juegan con lo que nunca ha sido ni debe ser un juego. Pero además del elemento
celebrativo con sus fechas y calendarios como en estos días de Navidad, también
está el importante mundo educativo de esa fe con una catequesis adecuada. Es
obvio que ellos dos no pueden llegar a tantos centros de culto, tantos poblados
y comunidades a las que atender. Y es cuando entra en juego aquí la preciosa
labor que realizan los catequistas como sus más inmediatos colaboradores. Gente
de aquí, que habla estas lenguas, y que ha recibido el don de la fe de la que
quieren ser acompañadores en comunión con toda la Iglesia. En este sentido me
ha impresionado tanto cómo los misioneros cuidan a los catequistas en cuyas
manos pondrán luego tantas cosas donde ellos no llegan ni pueden tener un
cotidiano cuidado.
Por ejemplo,
formar a un catequista lleva un año. Pero lo hacen tan intensamente, que toda
la formación que reciben se hace en régimen de internado como si fuera un curso
de seminario: todos los aspectos pedagógicos, humanos, teológicos, pastorales,
litúrgicos, morales, se ven con ellos a un nivel más que adecuado, para que
puedan ser verdaderamente transmisores y acompañadores de la fe de la Iglesia,
del anuncio del Evangelio de Jesús y de todo lo que implica bautizarse y vivir
como cristianos en la vida cotidiana con todos sus factores: personales, familiares,
culturales, laborales y ciudadanos.
Es conmovedor que
para que un catequista que hay que formar pueda hacerlo, la comunidad de la que
sale le suple durante todo ese año en las labores del campo, el trabajo más
habitual entre ellos. Un trabajo duro, muy mal pagado, pero del que viven y por
esa razón tanto el futuro catequista como su familia no pueden prescindir sin
más de sus brazos y manos. Éstas son las que unos y otros pondrán en el arado,
en la azadilla, regando con un sudor fraterno ese surco del cotidiano trabajo
con el que el pan se gana. Pero no sólo es esta suplencia durante los meses que
dura ese año de formación, sino que también se le llevará comida al catequista
para que pueda alimentarse centrándose en su formación. No pudiendo pagar nada,
no habiendo becas ni subvenciones para la residencia, se plantean con esta
solidaridad cristiana el mantenimiento de un hermano o una hermana a los que
miman sin privilegios extraños, para que se formen bien, y luego volviendo a su
habitual tajo de familia y de trabajo, dediquen sus tiempos libres y adecuados
a la labor de catequista junto a los padres sacerdotes.
¿Nos imaginamos
esto nosotros los primermundistas? A mí al menos me conmueve. No quita un ápice
de agradecimiento a nuestros catequistas en las parroquias, arciprestazgos,
delegaciones que nuestra Diócesis de Oviedo como en otras partes de España.
También ellos saben de sacrificio, de preparación y de entrega a su manera y
según sus posibilidades. Pero dicho esto, lo de esta gente africana aquí en
Bembereké me parece tan serio, tan corresponsable, tan solidario que me
impresiona sobremanera. Porque luego, además de las celebraciones dominicales
que se van llevando a cabo según un exhaustivo programa de reparto, tan sólo se
pueden celebrar las Eucaristías en algunos lugares cada vez: los que son cabeza
de un radio de acción pastoral, y teniendo los caminos de acceso que no siempre
se pueden recorrer en la época de lluvia, suelen tener Misa todos los sábados y
domingos. Pero el resto (con un resto muy grande por las muchas capillas), sólo
la pueden celebrar una o dos veces al mes, y es entonces donde el catequista
entra para dirigir la oración en el día del Señor con el Evangelio, algunas
oraciones al Señor y alguna devoción a la Virgen María.
Lo que sorprende
es que la comunidad cristiana lo entiende, lo acepta y secunda este modo y
manera sabiendo que no puede ser de otra forma. Tanto cuando toca la
celebración de la santa Misa como cuando es la celebración con el catequista,
acuden igualmente, prácticamente los mismos, y viven con reconocimiento
agradecido lo que se les puede ofrecer para sostener su fe y para seguir
creciendo en ella. Esto es lo que de modo inevitable me hace comparar, sin que
sea comparación odiosa esta vez, lo que en nuestros pueblos y parroquias de
allí tenemos que volver a revisar desde el ejemplo y el testimonio que nos dan
estos hermanos sencillos y pobres de acá. Sabiendo que cada lugar es un mundo
con sus condicionantes y circunstancias, pero sabiendo también que hay cosas
que pueden hacerse de otro modo sin que basten las inercias del tantas veces
manido “siempre se ha hecho así y nada debe cambiar”.
Además de los
catequistas, están las hermanas. Aquí en Bembereké hay dos comunidades
religiosas: las Dominicas de la Anunciata y las Filles du Coeur de Marie. Tanto
unas como otras llevan adelante una labor preciosa entre las niñas, las jóvenes
y las mujeres. Es una labor educativa para que niñas y jóvenes tengan acceso a
los estudios y la cultura, primer paso de una real integración en una sociedad
demasiado marcada por su exclusión. Es una labor también de educación en la
higiene, en el arte doméstico de la cocina, en la administración de una casa y
en el saber formar a sus futuros hijos. Hay otros aspectos más propiamente de
temática femenina que también las hermanas como mujeres pueden y saben enseñar
a las niñas y las jóvenes, como a las mujeres maduras. No lo hacen con un
feminismo cargado de ideología de género, pero sí con una feminidad llena de
respeto, de audacia y de belleza, que sabe poner en juego lo mejor de sí mismas
como mujeres consagradas al servicio de sus hermanas niñas, jovencitas y
adultas.
Todos ellos son
contadores de estrellas, y los puntitos luminosos en el cielo de la noche se
hacen astros de esperanza a pleno día, cuando los misioneros, los catequistas y
las religiosas van formando ese pueblo que Dios prometió a Abraham y que sigue
creciendo en medio de una tierra, de una historia, que acoge la Palabra y la
Gracia de una Buena Nueva porque hay labios que la cuentan y manos que no dejan
de repartirla. Es lo que da gloria a Dios y lo que bendice siempre a los
hermanos.
Nos hace mucho bien recordar la historia de nuestro padre en la fe, Abraham, y ver en esta realidad tan distinta, la posibilidad de vivir nuestra llamada de otra forma en el Primer Mundo. ·Quiero pensar que es posible otra forma de acompañar al pueblo también desde aquí, que existen hombres y también mujeres capaces de llevar a cabo una labor tan seria y responsable como la que nos dice. Le pido al Señor que nunca nos cansemos de seguirle y estar atentos a sus muchas llamadas. Gracias D. Jesús. Patri
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