Bajo las ramas de un mango gigante (29 de diciembre de 2014)



He podido ver con frecuencia que el árbol es importante en la vida de un poblado aquí en África. Están las chozas, los pozos de agua, las piedras bajeras para calentar las cosas y hacer la comida, también algunos sombrajos donde refugiarse a veces de un sol implacable. Pero está sobre todo el árbol, un árbol grande y frondoso que tenga ramas suficientes para dar sombra generosa como un paraguas natural que extiende sus brazos como para arrullar la vida de quienes debajo se encuentran y se refugian.
            Hemos estado en un poblado lejano, Karakou Dasi, casi ya en la frontera con Nigeria. La carretera con sus baches, casi con sus cráteres, se hacía peligrosa al intentar esquivarlos los que van y los que vienen, y salvando las personas que en el pequeño arcén caminan para ir al campo con sus aperos al hombro o en el caso de las mujeres con inmensos barreños a la cabeza. En esta época seca del Harmatán queman las hierbas y rastrojos de las cunetas sin ninguna protección y se torna un peligro más del que tener extremo cuidado. Hemos visto un tráiler grandísimo cargado de algodón que ardía por entero cuando una chispa de la cuneta ha alcanzado su enorme carga algodonera. Impresionaba la rápida calcinación y cómo ha salvado la vida el camionero de milagro. Cosas que pasan aquí… quizás sólo en estos lares tan llenos de cosas hermosas y de cosas insólitas.
            Cuando hemos dejado la carretera y hemos tenido que ir por los caminos de tierra a través de la selva abierta con el paisaje africano más clásico y esencial, veía esta sabana de tundra selvática sin que me pueda hacer una idea de cómo será en la época de las lluvias que vendrá dentro de muy pocos meses haciendo explotar de verdor y de vida lo que ahora aparece sólo como una sequedad de rastrojos amarillos en los que emergen desafiantes y atrevidos los árboles con su dura foresta a prueba de falta de agua. Es como una parábola de lo que significa resistir sobreviviendo contra viento y sin marea. Pero aún así tiene su belleza propia este espectáculo en medio de su contraste retador. El camino de tierra es muy estrecho y hemos de ir con cuidado en las curvas y en los frecuentes cambios de rasante, porque nos cruzamos por doquier con personas que van al campo para el trabajo del que viven como pueden en una existencia tremendamente esencial. Pero es en el camino que nos conduce al poblado al que vamos, donde hemos podido percibir los estragos de una sequía brutal. Las rodadas y grietas en el suelo echan un pulso aventurero al conductor más avezado, y no es fácil llevar la camioneta todo terreno por un terreno que no es para todos.
Cuando hace dos años conduje yo por estos andurriales, supe lo complicado que era llevar el coche en semejantes lares y el peligro que entrañaba si ibas cargado de cosas. Pero entonces como hoy, no íbamos con “cosas” solamente, sino también con gente que se iba subiendo atrás a la caja del cargamento, agarrándose a las barras del toldo que habíamos quitado previamente. Mujeres, niños y jóvenes van atrás haciendo gala de tamaña fortaleza en una proeza que también es humana todo terreno. Van cantando sus cantos como se hace en un día de fiesta que se sale a una ensoñada excursión. Pensaba yo qué fácil es provocar un contento tan asequible y tan inocente cuando hay un corazón sencillo que sabe disfrutar de cada momento de la vida sencillamente. ¡Qué secreto tienen estos hermanos para su gozo que a nosotros primermundistas sofisticados la alegría que medimos en megas o en gigas se nos escapa hasta hacerla tan postiza como fugaz!
Llegamos Karakou Dasi. Estaban avisados esta vez. Se trata de una comunidad cristiana que está empezando. Son muy pocos, muy pobres, pero abrieron con una admiración inmensa sus ojos blancos en el trasfondo de su piel negra, cuando los misioneros les dijeron que habían elegido esa comunidad precisamente para nuestra visita. Un tal “arzobispo de Oviedo” que se llama Jesús vendría a celebrar con ellos la santa Eucaristía. Llegamos así en esa cabalgata de ruedas rodadas por los caminos de Dios hasta dar con ellos y la espera se hizo canto, se hizo aplauso y palmas, gritos de júbilo al ver que era verdad que la promesa se cumplía y hasta ellos llegaba en un día de Navidad como este, durante su octava, a muchos grados de calor, sin papá Noël y sin bufandas.
Es quizás uno de los momentos más hermosos, cuando bajas del coche y comienzas a estrechar las manos de todos: grandes y ancianos, jóvenes y adultos, y muchos niños y niñas que te ponen su mejor carita de fiesta. No sabes cómo se llaman, apenas puedes decirles nada en la única lengua que ellos hablan y que tú desconoces, y sin embargo con un gesto o una mirada nos decimos tanto, tan tierno y tan verdadero. Rápidamente nos condujeron hasta el árbol principal. Se levantaba un grandísimo mango junto a la capillita insuficiente para el gentío que este día llenaba la plaza sin faroles y sin esquinas. Habían preparado un altar, pusieron alfombras de plástico colorido como la vida africana y las cuatro sillas para los concelebrantes. No dejaban de cantar y cantar, de dar palmas y de acompasar sus pies con el ritmo que marcaba quien a turno dirigía el coro de gargantas llenas de voz con música y letra de tanta esperanza.
Saludé en baribá y comenzamos la misa. La celebración fue en francés aunque las lecturas y la traducción de mi homilía fue al baribá porque es la lengua que ellos entienden casi en exclusiva a excepción de los más jóvenes y de algunos catequistas. Me presentaron nuevamente y nuevamente hubo comentarios y “risitas” cuando comprobaron que efectivamente me llamo Jesús y mi secretario se llama Manuel. Les parece que es un exceso que vayamos por estos mundos de Dios llamándonos así, como si el pasaporte lo hubiera expedido excepcionalmente el mismo Señor. Profundamente emocionado por lo que mis ojos veían en la sencillez de esta comunidad tan hondamente cristiana, me dirigí a ellos en la homilía tras el Evangelio que nos había hablado de los ojos ancianos de Ana que se llenaron de gozo al contemplar lo que durante toda una vida habían esperado y deseado.
Dios ama lo pequeño y lo sencillo: es su preferencia más amada. En este momento, y no cabiendo en la capillita, bajo este árbol de un mango tan grande estamos en una catedral verde. Pero como sucede con una mamá cuando mira a su pequeño apenas nacido y en él descubre todo el universo, así nos mira el Señor a nosotros también pequeños: aquí cabe hoy el mundo entero y en nosotros está toda la Iglesia que Dios mira y acompaña. Os pido perdón por no saber hablar vuestra lengua y por no conocer vuestros nombres –les dije-, pero el Señor no deja de hablaros al corazón y éste lo entiende, y se ha aprendido vuestros nombres que lleva tatuados en la palma de sus manos para no olvidarse de ninguno. Sí, Dios ama lo pequeño, se deleita en lo sencillo. Porque Él mismo se hizo pequeñito para que viésemos crecer a un Dios que sin dejar de serlo se hizo niño, a fin de que también nosotros pudiésemos crecer delante de Él, como estamos recordando en estos días de la Navidad. También el Señor ha tenido este deseo: encontrarse con nosotros, vernos con sus ojos tiernos y eternos, como le sucedió a Ana ante el pequeño Jesús. Que nos dejemos ver por los ojos de Jesús y que cada uno de nosotros nos veamos en ellos.
Les pedí como regalo un puñadito de tierra. Ellos batieron sus palmas y al final de la misa me lo dieron. Ya explicaré por qué lo hice como también les expliqué a ellos. Pero antes fuimos a llevar la comunión a una señora anciana que no pudo participar en la Misa, al igual que vimos a dos hombres postrados sobre los que hicimos una oración y por último nos llevaron hasta una niña que también padecía algo, posiblemente paludismo o la fiebre amarilla. Rezamos sobre todos ellos y nos fuimos luego a comer con una comida compartida de nuevo bajo el árbol. Alabado seas, mi Señor, por tu gente sencilla, pobre de tantas cosas pero que ante ti es la gente más querida y la que verdaderamente ha encontrado la riqueza de la dicha que tú llamaste bienaventurada.

Nos marchamos con el regalo de una cabritilla que nos dieron. No es poco este regalo recibido de esta gente buena. Lo echamos al coche bien atado. Yo creí que era una cabritilla, pero el padre Antonio me aseguró que tras haber visto su DNI era inequívocamente chico, o sea, cabritillo. Yo sencillamente le creí. No hay nada como entender de documentos para saberlo.

Brujería y otras pandemias (28 de diciembre de 2014)


No dejó de impresionarme el tema que se había elegido para un encuentro de jóvenes cristianos como el que tuvimos ayer: la brujería. Me suena a cuestiones ancestrales que poco tienen que ver con lo que a estas alturas de la historia cabría esperar. Pero hay que venir aquí y asomarte a cómo vive esta gente para comprender que caben estas y otras cosas con las que los misioneros deben saber hacer las cuentas y así concretar su trabajo evangelizador. Lo vemos en las andanzas de Jesús cuando iba de un lado a otro con sus discípulos: había niños que llamaban la atención del Maestro en sus juegos e inocencia hasta proponerlos como modelo; había viudas que en su soledad abandonada daban lecciones de lo que significa fiarse de Dios y compartir con los demás no lo que les sobraba sino hasta lo que para ellas era necesario; había pecadores y pecadoras que detrás de sus mostradores de impuestos y tras las cortinas de sus devaneos malgastaban sus cuerpos y sus talentos robando y robándose a sí mismos a mansalva; había enfermos de todo tipo que acudían buscando ser sanados o eran llevados en camilla; había muchedumbres sedientas y hambrientas que buscaban a Jesús por la comida, pero a las que Él descubrió la sed de otra agua y el hambre de otro pan que están en el corazón; y había gente engañada y hasta poseída por el padre de la mentira que siempre es el demonio en todas sus formas. A todo esto respondió Jesús, para todos ellos tuvo una palabra eficaz y un gesto verdadero que despertó en aquellos corazones la auténtica confianza.
            Tanto en África como en el resto del mundo este cuadro humano de ansias, de búsquedas, de fracasos y de esperanzas, se sigue dando. Cambian las formas y algunas maneras, pero al final tenemos en común todo eso que nos constituye para bien y para mal. Cómo se llaman en Benín o en España, en Bembereké o en Asturias lo que nos hiere de mil modos, lo que nos engaña con sus mañas, lo que nos enfrenta por fuera, lo que nos divide por dentro, lo que nos ilumina u oscurece, lo que nos ayuda a crecer o lo que nos aplasta… quizás tengan nombres distintos, pero es una misma la experiencia humana. Por ejemplo aquí en África se da mucho aún la brujería. En torno a un fetiche, como si de un dios hecho con nuestras manos se tratase, como una nueva y cansina edición del becerro de oro, hay gente que se entrega crédula en medio de sus desesperanzas, sus dolores y sus ansias. Poder disponer de una ayuda que piensan que es eficaz y que salva del maleficio en el que tantas veces malviven,  y a la que entregar tu confianza ciega y tus pocos dineros para pagarla es el campo de cultivo que nutre la brujería. El chamán o el gurú estará con sus abracalabra, con sus cabezas de mono, sus patas de gallina, dispuesto a diseccionar el hígado de pato para leer allí la fortuna de la gente que quiere ser afortunada.
            Resulta que todo esto no es ninguna extravagancia, porque viene a ser lo mismo en el fondo aunque no en las maneras, cuando en el primer mundo tal que en España, los fetiches tienen su ritual y sus artilugios: evasión de capital, tarjetas negras, prostitución de lujo, poder a tutiplén, injusticia y picaresca, banalización de lo más hermoso hasta la frivolidad más perra, desprecio de los verdaderamente pobres y uso y abuso de sus lágrimas y sus penas. No olvidemos cómo han crecido los quiromantes que te leen las manos y te echan las cartas para adivinar qué sé yo qué futuro incierto que curiosamente te despejarán unas naipes marcadas como ellos piensan. No hay más que asomarse en cualquier librería a la sección de esoterismo para comprobar cómo está de desesperada la gente. ¿No hay brujería entre nosotros los doctos sabihondos, los poderosos de los parlamentos de pacotilla, los frívolos divertidos que todo lo toman a chanza y todo lo banalizan, los violentos pacifistas que seleccionan las contiendas según la bandera, los hipócritas que financian y promueven el aborto esgrimiendo el tramposo derecho a suprimir la vida más vulnerable, los salvapatrias de la engañifa que vienen con las recetas sin compromiso para enmendar la plana a los arruinapatrias de la corrupción? Sí, hay brujería exactamente igual, pero los gurús y los chamanes tienen a veces forma de tribuna parlamentaria en nombre de la nada, de consejos de administración su propio poder que a toda costa acrecientan, de piquetes sindicales que te imponen su información en nombre de su libertad ahogando la ajena, de negociantes de las armas en las guerras que provocan para forrarse, de mafias de la droga y el contrabando aún a costa de la sangre inocente, de violentos machotes ante las mujeres indefensas, de pederastas de la inocencia... y un largo etcétera. ¡Vaya si hay también brujería, de la fina, con olor a esencia de la cara, con chequera corrupta y manchada, coche oficial y con muchas trastiendas! Es otra brujería.
Evidentemente, eso no quita que nuestros misioneros al tener que anunciar a Jesucristo con su mensaje de liberación verdadera, tengan que poner de manifiesto aquí, como nosotros debemos hacerlo allá, que todo aquello que destruye la dignidad y la conciencia de las personas, todo cuanto nos enajena de Dios, nos enfrenta al hermano y a cada uno nos destruye a su modo y manera, es algo a denunciar, a prevenir, a vendar y sanar, mientras se anuncian con respeto las bienaventuranzas de la Buena Nueva que llenan de verdadera esperanza nuestra vida en la bondad y la belleza, en la justicia y la paz.
            Junto al anuncio explícito de Jesús como redentor del hombre y el mensaje cristiano desde la fe de la Iglesia, nuestros misioneros han de paliar tantas cosas que tienen que ver con esa labor evangelizadora primordial. Por eso no habrá necesidad humana en el campo educativo y cultural, en el área sanitaria e higiénica, en la promoción de un desarrollo integral que pasa por levantar no sólo capillas e iglesias, sino también pequeños dispensarios, sencillos internados y escuelas, prospecciones para sacar agua, abrir caminos en la selva, enseñar sin violencia ni imposición otro modo de entender la familia, el respeto a la mujer y su defensa sin caer en feminismos subvencionados por la ideología de género, la apuesta por la vida en todos sus tramos y circunstancias. Todo un apasionante y apasionado abrazo del hombre mirado con los ojos de Dios que vino a salvarnos, haciendo nuestras sus heridas, compartiendo con ellos la esperanza, construyendo juntos en la caridad y en la fe un mundo nuevo que no les resulte ajeno, ni impuesto, ni prestado.
            Se ve cómo Dios tiene algo que decir en cada lengua, y cómo se sabe esconder y mostrar en cada piel de las razas de la tierra. Que no hay temblor que a Él no le conmueva, ni sonrisa que no le haga gracia. Se encarnó como hombre sin dejar de ser Dios, nació de una virgen doncella, y desde aquel portalín belenero allí y entonces comenzó para la historia de la humanidad una aventura nueva que nos permite recuperar el viejo sueño del Creador tras todos nuestros paraísos perdidos y malogrados: que no es bueno que el hombre esté solo, ni que viva aislado, y que debe dejarse acompañar por Dios mismo y los que como ayuda adecuada ha puesto a nuestro lado, testimoniando así de mil modos que el Señor hizo las cosas buenas y bellas para nuestro bien y para nuestro gozo. Esta es la labor preciosa y precisa que llevan adelante nuestros misioneros, con todos los catequistas que les ayudan y por los que son ayudados en esta tarea que es al mismo tiempo de mucha calidad humana y humanizadora, cristiana y evangelizadora. No otra cosa pretende la presencia de la Iglesia en todos estos lares desde aquel primer y viejo mandato de ir a todo el mundo para anunciar la Buena Nueva.
            De modo que lo de la brujería que aquí tiene sus fetiches y sus mentiras, en otros lugares como los nuestros tan evolucionados en tantas cosas, adquieren un modo distinto de hipotecar y destruir igualmente a las personas. No sólo es el sida o el ébola lo que se lleva por delante tantas vidas, sino que hay otros virus y bacterias que impiden también que la persona crezca, que cada uno se encuentre con su humilde verdad tal y como Dios la escribió en la propia conciencia, que se abra al Señor como el gran amigo que está de mi parte como cómplice de mi felicidad, y también que reconozca en el hermano el camino que Él ha puesto para que yo sea mejor y para que ayude a ser mejor a quien tengo a mi lado. Porque sería una educada hipocresía reírse de estas brujerías y todo cuanto tienen de injusto engaño, justificando como si nada que es lo único que emboba, lo único que trafica, lo único que compravende mi dolor y mi esperanza. En ese primer mundo que aquí en la selva africana queda tan lejos, hay esas otras brujerías que no por refinadas con su renombre y hasta con su tecnología, dejan de ser exactamente igual una pandemia que te anula y que te quita la vida. 
            Ser misioneros allí donde estamos, anunciando el Evangelio que debemos proclamar y denunciando tantas cosas que nos detienen con su miedo, nos echan para atrás con sus involuciones inhumanas y no dejan que en nosotros crezca la gracia, la esperanza y la alegría. El Señor vino para invitarnos a ser sencillos misioneros que con la Buena Nueva desmontan y curan cualquier brujería.


Los jóvenes y sus preguntas: clamor de esperanza (27 de diciembre de 2014)

Puntualmente, y cada día, a las cinco de la madrugada nos despierta el muecín con su carraca coránica. A esas horas parece que suena más y juras en árabe un par de versículos acordándote del preste moro que no da cuartel. Alá me lo perdone y a él lo tenga luego en su gloria. Yo tengo un sumo respeto por estas prácticas tan piadosas, incluso no tengo nada que objetar al horario. Pero que me lo compartan sí o sí a golpe de altavoz, no deja de quitarme la devoción por estos chicos del turbante que a esas horas tanto me turban interrumpiendo el último sueño. Pero, nada… no hagamos una guerra santa que no está la cosa para más declaraciones que la paz sinceramente deseada.
            Esta vez hubo complicidad, porque cuando el muecín había acabado su retahíla salmódica y yo había recuperado la postura para el último ronquido bajo la mosquitera de mi cama, se empezó a escuchar el inequívoco sonido del tam-tam. No daba crédito. Los tambores me dieron la puntilla en una noche tan corta como accidentada. ¿Tambores y tam-tam? ¿Qué danza toca ahora a esta hora de la mañana estando la noche aún tan cerrada? Los tambores iban creciendo en intensidad y cercanía. ¿Nos invade a traición alguna tribu cercana pidiéndonos otro peaje? Nada de eso. Ya despierto pude recomponerme para pensar un momento qué es lo que estaba pasando.
            Se trataba de algo más hermoso e insólito. Jóvenes, muchos jóvenes, se estaban levantando. Habían llegado de víspera para un encuentro de las dos parroquias que trabajan juntas en algunas cosas como la pastoral juvenil: Foubouré y Bembereké. Eran más de ciento ochenta. Habían dormido en las salas que nuestra misión tiene para los chavales del internado de estudiantes y que ahora estaban en casa por las vacaciones navideñas. Es un internado que nada tiene que ver con lo que en España entendemos como tal. Pero dentro de su enorme sencillez y evidente precariedad cuando los comparamos con los nuestros, aquí la gente se prepara para hacer el bachillerato e ir luego quien puede a la universidad. Les pude ver estudiar a la luz de una farola común que alumbra la plazuela de la misión, o ayudarse unos a otros para comprender juntos lo que juntos quieren aprender. Se hacen la comida, se lavan la ropa, conviven musulmanes y cristianos. Tiene más estrellas que las que contaba Abraham cada noche este internado. Ahí estaban los durmientes del encuentro que los despertaron a golpe de tam-tam.

            Nosotros a las seis y media estábamos ya en la capilla para rezar laudes con algunas religiosas y catequistas que vienen cada mañana antes de la Misa. Esta vez los jóvenes se unieron a la Eucaristía de la misión. Y era un verdadero espectáculo ver a tanta chavalería entre quince y veinticinco años más o menos, que venían con sus sacerdotes y sus catequistas. Son jóvenes cristianos que se abren a la vida de adultos mientras se forman en sus estudios, despiertan a sus amores, colocan sus temores y desafíos, y se preguntan con total seriedad cómo seguir creciendo como cristianos. Han salido varias vocaciones al sacerdocio que ahora se están preparando en el seminario. De la parroquia de nuestra misión de Bembereké hay siete jóvenes: todo un regalo que llena el corazón.
            Había un grupo grande ya en la iglesia haciendo oración en silencio. Venían con ropa de abrigo pues lo que para nosotros era simplemente el fresquito mañanero, para ellos en este tiempo del Harmatan es como el crudo invierno. Así, con las sudaderas y encapuchados, estaban rezando hasta empezar la Misa. Ya el primer canto que sirvió de entrada procesional, por supuesto a ritmo de danza y con la percusión de tambor y palmas, les puso en pie y les abrió los ojos de par en par. Éramos cuatro sacerdotes y un obispo. Todos españoles. A mí me presentaron como suelen hacer, al igual que a mi secretario. Y quedan alucinados porque yo me llame Jesús y él se llame Manuel. Te miran entre extrañados y reverenciales, y se te queda una cara de aparición cuasi divina, como si hubiésemos venido directamente del cielo aparcando la nube a la puerta en doble fila. Comencé con unas palabras mías de agradecimiento por tan numerosa presencia juvenil a esas horas. Aquí el botellón no toca, toca el tam-tam y para otra cosa.
            La fiesta era la de San Juan Evangelista, discípulo joven como ellos. Y de esto les hablé en la homilía. Este apóstol que se celebra siempre en los días de Navidad nos enseña a ser jóvenes cristianos aprendiendo de él estas tres características: buscó, reconoció al que buscaba quedándose con Él, y lo testimonió hasta el final. Les decía eso precisamente: qué buscamos nosotros, a quién le damos nuestro reconocimiento y el tiempo de nuestra convivencia con él, a quién testimoniamos con nuestra vida. En el caso de Juan era claro: Jesús. Sólo Jesús explica la vida de Juan, sus búsquedas, sus hallazgos, su amistad, su testimonio total. Pero no es un encuentro abstracto y genérico, sino que ha sido tan concreto como algo o alguien que te cambia la vida, como cuando sucede un enamoramiento de veras y para siempre. Así lo dice este discípulo amado en su primera carta: lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos… os lo anunciamos. Es decir, no se puede ser cristiano con una fe prestada, ajena, no experimentada personalmente. Nadie se enamora de un fantasma ni da la vida por una quimera. Juan lo encontró porque lo buscó previamente, y cuando halló a Jesús vivió con Él siguiéndole como discípulo, testimoniando a quien lo quiera acoger y escuchar. Les hice una broma al final de la homilía preguntándoles si estaban dormidos y si tenían frío. A lo primero me respondieron con una carcajada que me convenció. A lo segundo me hicieron ver que con el frío no se juega y que en esto, bromas las justas. Miré por las ventanas sin cristales y vi que con aquellos veinte grados tiritones había dejado… de nevar.

            Tras el desayuno tuvimos un encuentro a propuesta de los catequistas. Querían que les hablase de algo, de lo que fuera. ¡Santo Dios… en qué líos me mete! Ahí estaba delante de estos ciento ochenta jóvenes para decirles una palabra. Les conté cómo hay compañías y soledades que nos destruyen, y que hemos de saber encontrar la gente que verdaderamente nos acompaña con respeto para que crezcamos, y saber tener también la interioridad que nos haga ser auténticos. Les puse un ejemplo que me sucedió en un hospital en España. Visitaba a los enfermos y el capellán me propuso entrar en una habitación donde una chica se estaba muriendo de anorexia. La tristeza resentida hizo que rechazase a Dios y a la Iglesia. Todo en ella moría. Pedí permiso a la madre que estaba con ella y pasé. Al verme con la camisa de sacerdote y la cruz sobre mi pecho, me dijo con desprecio: ¡márchate, yo no creo en Dios! A lo que respondí con la dulzura que supe: no sé si tú no crees en Dios, pero quiero que sepas que Él sí cree en ti. Entonces ella cerró los ojos y comenzó a llorar. La bendije y salí en silencio. Luego me escribió una carta diciendo que estaba saliendo de su agonía, y que todo comenzó cuando supo que alguien por primera vez había creído en ella. Si este alguien era Dios, ella quería estar cerca. Y así salió adelante cuando nadie podía hacer nada por ella.
            Hay compañías o soledades que te quitan la vida, porque están basadas en una mentira que jamás te corresponde sino que te usa, te compra y luego te tira. Les conté esto porque en el encuentro estaban hablando estos jóvenes del problema de la brujería, que aquí en África es algo difundido entre la gente más pobre y desesperada, y que llega a matar de tantos modos como la más flagrante injusticia. Me sirvió para enganchar con eso que estaban hablando y permitió que hicieran preguntas. Hubo una que me llamó mucho la atención: me decía Erik, un joven profesor de español en colegios (de hecho me hizo la pregunta en castellano), qué hacer ante el chantaje de la riqueza cuando nos tienta el dinero y el tener por tener. Yo no puedo ocultar lo mucho que me impresionó una pregunta de tanto calado evangélico. Le dije: hay gente tan pobre que sólo tiene dinero y ansia de poder. Pero a esta gente así tentada la riqueza la engaña, y promete una felicidad mentirosa para terminar dando la vida por lo que les lleva a la muerte. Jesús llamó bienaventurados a los pobres, a los que sólo desean lo que necesitan para vivir dignamente y les permite crecer. Hay una pobreza que es evangélica y otra que es injusta. La que nos hace libres de las mentiras que nos matan y chantajean es la pobreza bienaventurada, la que nos hace esclavos de los ídolos que nos separan de Dios y de los hermanos es la pobreza malhadada con la que hemos de luchar y de la que ponernos a salvo.


            Hubo cantos, agradecimientos y un hasta luego en donde Dios quiera. Cuál fue mi sorpresa que al hacernos la foto de grupo empezó a corear un grupito de chicos: ¡Atleti, Atleti, Atlético de Madrid! No pude disimular mi entusiasmo por esta afición colchonera por estos lares. Tendré que hablar con los de la ribera del Manzanares y hacer algo.

El pálpito de una comunidad cristiana viva (26 de diciembre de 2014)


 
En Gamia, donde celebramos la misa de Navidad con los diecinueve bautizos hay una comunidad especial por su vivencia de la fe con entrega y alegría en medio de un ambiente no siempre fácil. Cuando comenzaron los primeros anuncios del Evangelio allí, como en el resto de Bembereké, me decían los misioneros que los apedreaban. Ser cristiano aquí suponía jugarte la vida y poner a prueba tu paz y tu fe. Quizás por eso han crecido tanto en la conciencia de lo que supone este don de ser cristiano y lo cuidan. Rodeados como están por una mayoría musulmana y animista (religión tradicional africana), ellos se han hecho valer un respeto que nace precisamente del amor cristiano con el que respetan a los demás y del celo con el que se aman y cuidan también a sí mismos como Iglesia del Señor.

            El responsable laico de la comunidad me dirigió unas palabras al final de la celebración que son para conmover a cualquiera. Es un hombre sencillo que habla sólo baribá, de una cierta edad y curtido en sus años y en su piel por una dignidad y un sufrimiento que impresiona sólo con verle. Mientras me hablaba en baribá yo no entendía nada, pero su porte y su mirada me gritaban dulcemente palabras que llegaban al corazón. Cuando el traductor me hizo el resumen en francés quedé verdaderamente conmovido. Me decía: querido monseñor, Vd. ha demostrado mucho amor al venir hasta aquí. Nosotros somos pobres pero agradecemos la ayuda que nos da mandándonos sacerdotes.

            Yo recuerdo que era lo mismo que hace dos años me dijeron también en este lugar. Agradecen todo lo que les podemos dar, porque de todo tienen necesidad, pero sobre todo nos dan las gracias por haberles dado a Jesucristo, a María, a San Francisco (es el titular de la parroquia), y porque hay sacerdotes que cuidan de los catequistas, que les predican la palabra del santo Evangelio, porque les dan la Eucaristía. Por esto, sobre todo por todo esto, ellos me daban las gracias. No había ningún atisbo más ni mayor de otras necesidades, menos aún de una peleona reivindicación con reproches, recogida de firmas o piquete informativo para que me vaya enterando. Y entonces te parece estar en otro mundo donde la bondad nadie la ha envilecido ni la belleza ninguno la ha manchado.

            Pero tuvo una añadidura con todo respeto, como quien se atreve a pedir algo más a lo dicho, aparentemente distinto que venía a ser precisamente lo mismo. Me hizo mirar esa asamblea cristiana, una verdadera expresión de la Iglesia del Señor llena de viveza y de esperanza. Los adultos que son ya ancianos y que eran los que primeramente se adhirieron a la fe cuando vinieron nuestros misioneros hace casi tan sólo treinta años, los adultos que han formado sus familias y las viven en cristiano, los muchos jóvenes cuyos rostros eran un motivo de inmensa esperanza y los cientos de niños que por doquier andaban más los diecinueve que habíamos bautizado en la Misa de Navidad. Toda una explosión de vida que te encendía la caridad, testimoniaba la fe y te contagiaba la esperanza. Fue entonces cuando me dijo: no cabemos aquí. Lo cual era una evidente verdad. La iglesita es digna y amplia, tiene un pequeño campanario donde hacen sonar las campanas, un soportal que recuerda los de las iglesias de Asturias, y unos salones que sirven para dar la catequesis, tener reuniones e incluso un pequeño despacho parroquial con una habitación para el misionero sacerdote si tuviera que pernoctar.
 

            Entonces me dijeron que les acompañase antes de marcharme para ver un terreno a las afueras del pueblo. Accedí gustosamente y montados en los todo terreno y en motos fuimos selva a través hasta un lugar descampado. Unos jóvenes corrieron para marcarme los límites de ese espacio en donde quieren levantar una nueva iglesia y dependencias parroquiales. Llevaban agua bendita y una rama que cogieron en el lugar, y me invitaron a bendecir ese terreno pidiendo al Señor que nos conceda la gracia de ver nacer allí un lugar para su gloria y para el encuentro de los hermanos. Y así lo hice dejándome llevar del entusiasmo creyente de una comunidad que no ponía precio subastado a una ruina de la que querían deshacerse como fuera, una ruina que venía del deshecho y del desuso de haberse quedado vacía, sin vida y sin cristianos. Era todo lo contrario: se trataba de una ampliación, de la búsqueda de otro lugar porque aquello se hacía pequeño. Bendije, sí, y pedí que Dios dijera bien sobre nosotros. En aquel terreno hoy sin nada y por donde crecerá el poblado de Gamia, hay una iglesita que se empezó a levantar ayer. Por supuesto que las primeras piedras eran esos hermanos y hermanas, piedras vivas de un nuevo templo donde los adoradores darán gloria a Dios y serán bendición para tantos.

            Luego fuimos a otro lugar donde nos esperaban en una reunión que sólo se tiene una vez al año. En la carretera fuimos parados por unos extraños hombres de una tribu rara. Piensan que son invulnerables a las balas y han decidido apostarse junto a la carretera para defendernos de los bandidos. Puede parecer una quimera, pero cuando amagan con cerrarte el paso y te encañonan con su rifle de cazadores para pedirte algo por el servicio defensivo que nadie les ha encargado, entonces te da por pensar que sería una lástima acabar allí de esa manera porque te fríen a tiros los que se han autoconstituido en tu defensa. Fue entonces cuando el bueno de Manolo, mi secretario, dijo algo con su proverbial sentido práctico de secretaría: les damos algo ¿no? A lo que respondieron Alejandro y Antonio: a la vuelta. Y yo pensé en mis adentros: si llegamos. Todo quedó en unas monedas con el que pagamos este peaje anti-bandidos. Ya te digo. Como para saltarse la original barrera…

Continuamos por unos caminos de tierra. Las últimas torrenteras de la época de lluvia de hace meses había dejado su firma y su huella hasta hacerlos casi intransitables, y así llegamos a un poblado selva adentro. Se llama Gandou París… nada menos. Chozas dispersas, una bomba de agua para extraerla, fogatas entre piedras bajas para colocar los perolos donde cocer la mandioca, y unos troncos semi vaciados en donde dos mujeres estaban machacando especias en la molienda. De pronto… primero fueron dos, luego quince, cincuenta, y hasta más de un centenar de niños muy pequeños y otros ya creciditos nos rodearon. Una explosión de vida y de alegría. Hablaban y cantaban en el batonou propio de los Gandou, una tribu que todos despreciaban por su pobreza y que acabaron siendo esclavos de los Phel hasta no hace tanto. Ellos andan dispersos por estos poblados y una vez al año se juntan para tener un encuentro fraterno y de fe. Sabedores de que estaba en Bembereké el arzobispo de Oviedo, nos invitaron y fuimos.

Una chica fue traduciendo al francés lo que en baribá o batonou nos iban contando con inmenso agradecimiento por nuestra aceptación. A ellos les impresiona que podamos acudir quizás por considerarnos no sólo distintos, sino superiores en recursos, en conocimientos, en dineros. ¡Qué relativo todo esto! Sobre todo cuando quien tiene esa misma impresión somos nosotros al verlos a ellos ricos, tan ricos de lo que es verdadero y de lo que tantas veces nosotros somos inmensamente pobres aunque nuestra secreta e íntima pobreza la sepamos maquillar, perfumar y trucar para que no transcienda. Me pidieron entonces una palabra. Estábamos todos debajo de un inmenso árbol, un mango gigante que nos daba sombra y bajo el que ellos se reúnen para compartir, decidir, encontrarse.

Les dije que al igual que en esta selva de tierra reseca por la falta de agua emergen los árboles frondosos que nos dan frutos, sombra y un lugar amable para nuestro encuentro, así veo yo que en medio de nuestro mundo tan desértico que vive solo, aislado, triste, insolidario, sin fe ni confianza, ellos con su humanidad cristiana representan la mejor y más esperanzadora foresta. Que les necesitamos como ellos nos necesitan. Hagamos juntos este camino siendo misioneros unos para los otros. Traté de explicarles la tradición franciscana del belén viviente y de cómo ellos eran estas figuras vivas que escenifican en este mundo la más bella Buena Noticia. No sé qué entendió la traductora, pero les debió contar algo de un teatro que íbamos a hacer, de tema navideño, y en donde actuaríamos todos. Así que… sin saberlo me había convertido en empresario de festejos teatrales. Veremos cuándo podemos empezar los ensayos. ¡Ay si levantara San Francisco la cabeza...!