Salimos cuando ya había anochecido en Oviedo. El orvallín nos
despedía con un clima fresco de unos trece grados. Al llegar a Madrid para
tomar el avión, era ya madrugada. El frío nos alertaba con su grado sobre cero
que estábamos en el invierno castellano. “Sal de tu tierra…”, se le dijo a
Abraham, el primer misionero en la andanza de ir a donde Dios le enviaba. Con
esta emoción y con semejante respeto iniciábamos también este viaje misionero,
aunque tan sólo duraría unas semanas.
Todo lo que teníamos que facturar lo
hicimos con la dirección bien puesta: "Mission Catholique. Bembereké (Benin)".
Allí marchaban los bultos y nosotros con ellos. Lo habíamos decidido meses
atrás: pasar la Navidad con nuestros hermanos misioneros, en ese enclave
asturiano que la Diócesis de Oviedo tiene en el corazón de África. Tantas veces
me lo habían sugerido tras mi último viaje allá, hace ahora dos años. Y ha
llegado el momento como gesto de cercanía, de agradecimiento, de apoyo
fraterno, cuando ese continente hermano ha vuelto a saltar a las noticias no
por su belleza, no por sus recursos, no por la bondad sencilla de su gente
sufrida y de tantos modos creyente, sino por la pandemia de turno que ahora se
llama ébola como en otro momento se llamó sida.
Ya había segado muchas
vidas el ébola, este virus letal. Pero no despertó ningún interés especial
durante años, ni los laboratorios se unieron para atajar su mordiente mortal,
hasta que su zarpa arañó fatalmente a europeos y americanos. Podrían
contagiarnos, se decían los asustados del primer mundo opulento e insolidario:
hagamos algo. Y lo hicieron, están en ello. Mucho me impresionó que la inmensa
mayoría de los misioneros no hayan querido volver, permanecen allí siguiendo la
suerte de su pueblo al que por amor a Dios fueron, y al que con amor de Dios no
dejan de anunciarles la esperanza y la gracia, la dignidad y la justicia, el
perdón y la alegría, en definitiva, la Buena Noticia cristiana. Era el momento
de estar también con ellos.
Era justo que yo
como arzobispo de Oviedo y mi secretario, D. Manuel, fuésemos allí esta
Navidad, y que creyésemos que sería el mejor modo de emplear si no la lotería
que no nos tocó, porque no jugábamos nada, sí al menos destinar a esto la paga
extraordinaria navideña nunca mejor empleada. No importa el largo viaje, ni la
falta de todo lo que habitualmente te rodea y te regala. Vale la pena llegar
allí con estos hermanos nuestros sacerdotes diocesanos, con las religiosas
Dominicas de la Anunciata y los muchos catequistas a los que ayudan y por los
que son ayudados. Cambiar de paisaje y escenario, y atrevernos a celebrar el
mismo misterio de un Dios que se hace Niño con estos buenos hermanos por los
que también Jesús vino y dio su vida. Hacerlo al modo africano con todos sus
medios y a su manera.
Hicimos escala en
Bruselas unas cuantas horas, lo cual aprovechamos para celebrar la santa Misa
en una parroquia y ver la Catedral y el centro histórico de esa emblemática
ciudad que alberga ahora al Consejo de Europa como sede. Lluvia y frío, y una
ciudad que se engalanaba con ambientación navideña según el diseño de la época:
símbolos, colgantes, algún nacimiento belenero, guirlandas y estrellas,
escaparates adornados para el momento, niños que tras sus bufandas no ocultaban
en sus ojitos que sin cole también ellos estaban de fiesta. Pero ocurre lo que
tantas veces comprobamos en nuestra vieja Europa: que tenemos una música
hermosa navideña pero cuya letra hemos olvidado, no entendemos o ha dejado ya
de conmovernos lo que con su solfa y su texto Dios quisiera seguir
relatándonos. Es la Navidad de nuestro primer mundo: bella por lo que evoca,
noble en su fecha y su recuerdo, pero quizás demasiado vacía de su significado
hasta el punto de estar vacía del sentido verdadero. ¿Cómo será la Navidad
africana?
Al llegar a Cotonou veinticuatro horas
después de haber salido de Oviedo, cansados del trajín, poco y mal dormidos,
bajamos del avión y no sabíamos dónde meter la bufanda, el jersey, el anorak.
El golpe de calor nos avisó de golpe y sin tregua que ya habíamos llegado. Mi
trancazo catarral se curó como por milagro, y se me descongestionó la nariz
como si nada me hubiera pasado. Tras una cena suficiente junto al aeropuerto,
donde nos esperaba el P. Alejandro, nos fuimos a descansar a la casa de la
Societè du Missions Africaines que tienen los franceses en la capital de Benin.
Tomamos la vacuna, después el consabido safari de mosquitos por si acaso, y a
dormir como pudimos algo bañados en sudor.
El viaje desde Cotonou hasta la misión
diocesana que tenemos en Bembereké nos duró algo más de nueve horas. La
carretera tenía baches de peaje (tal y como suena), de a quinientos francos
cada tramo. Teníamos esto… o la pura selva. Optamos, como todos, por los
baches. Fuimos pasando por un montón de pueblecitos de carretera, con sus
mercadillos de frutos de la tierra, sus tenderetes de ropa de segunda mano (por
lo menos), y sus puestos de gasolina embotellada para que las miles de motos y
un puñado de coches puedan seguir funcionando.
Hicimos una pequeña parada para comer
una tortilla francesa y beber algo, y luego otra en un monasterio de monjas
cistercienses. Había olvidado una pomada en Oviedo que debo seguir echándome en
la enorme cicatriz del costado que queda como señal de la cornada torera de
veintitrés puntos tras la operación de riñón del verano pasado. Allí estas
hermanas preparan ungüentos y pomadas a partir de las hierbas medicinales y los
óleos que ellas mismas envasan. Pregunté a la hermana que nos atendió por su
monasterio. Son cuarenta y seis monjas, bastante jóvenes, y además de trabajar
en ese menester medicinal que tanto bien reportan para picaduras de bichines y
serpientes, salpullidos y pieles dañadas, rezan como verdaderas hijas de San
Bernardo y acogen a los que allí van a rezar con ellas en una casa de retiro
con la típica hospitalidad de estas hermanas. Ora et labora, reza y trabaja,
tal y como dice el lema de la gran familia benedictina a la que ellas
pertenecen desde la reforma cisterciense. ¡Qué hermoso que en el corazón de
África haya un lugar en donde se alaba de esta manera al Señor con la liturgia,
y donde se ungen las heridas de los hermanos con los ungüentos al tiempo que se
brinda un espacio para el retiro y la plegaria!
Llegamos finalmente a Bembereké. Muy
cansados pero verdaderamente contentos. Ya habían aparecido las primeras
sombras de la noche. Eran casi las seis de la tarde. Nos esperaban con los
brazos abiertos. El padre Antonio, Jacques y su familia que preparaban la cena
prevista para las ocho, y algunos catequistas que andaban también de
preparativos para la misa del gallo que celebraríamos a las once.
Id a todo el mundo y anunciad el
evangelio. Así comenzó la primera misión cristiana. Así hemos venido nosotros
para estar unos días con los buenos hermanos que sintieron este mandato
misionero para anunciar esta buena nueva a estos queridos pueblos que sin
saberlo sus corazones lo estaban desde siempre aguardando al igual que sucedió
con cada uno de nosotros en nuestro momento.
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