Memorias de África que no se deben olvidar (3 de enero de 2015)


Ya estamos camino de nuestro regreso a España. Sólo unas horas más en Cotonou y subir al avión que nos irá devolviendo en un largo viaje a nuestra Asturias, siempre patria tan querida y nunca olvidada. Pero puestos a no olvidar, la memoria de estas navidades son auténticamente unas “memorias de África” que hemos de tener siempre en el recuerdo del corazón por lo mucho que se nos ha dado continuamente.
            Haciendo fila para facturar y para embarcar en el aeropuerto me daba cuenta, al igual que cuando subimos ya al avión, que mi secretario y yo éramos la nota de color (blanco en nuestro caso) en medio de esa amable marea negra de tantos hermanos de acá. Fuimos poco a poco avanzando hacia ese mundo que doce días atrás habíamos dejado y que ahora nos esperaba, y de qué manera. Todo un cambio global, en tantos sentidos y con un sin fin de cosas que nos arrancaron de nuestra rutina habitual, o de nuestro compromiso cotidiano, para traernos como un regalo sorprendente una experiencia intensa e inusual. Ahora tocaba desandar el camino volviendo a nuestra realidad fechada y agendada en nuestros horarios y calendarios. Le pedía al Señor que no pasase página sin más, como quien tras algo fuerte entre paréntesis, se pudiera sencillamente olvidar ante lo inmediato que me aguardaba al volver a España.
            Lo dije a nuestros misioneros: Asturias está en Benín y Benín está también en Asturias. Mutuamente nos necesitamos para poder seguir creciendo y avanzando en la fidelidad al Señor y en la fidelidad a la Iglesia, pues ambos nos envían y acompañan en este momento de la historia para servir concretamente a los hermanos. Por eso pienso el mucho bien que nos puede hacer en Asturias lo que en Benín he podido aprender y recordar en estos días. Y el mucho bien que indudablemente se hace en Benín cuando nos despierta el compromiso eclesial en un desarrollo integral por estos hermanos desde nuestra tierrina de Asturias.
            Llegando a Bruselas para hacer la escala hasta Madrid, ya pudimos ver el contraste de temperatura que venía a ser como una parábola de otras inclemencias. Pasar de los 36 grados húmedos de Cotonou al bajo cero de -1 grado gélido de Bruselas, nos devolvió con toda brusquedad a la realidad más cotidiana. Las horas que pasamos allí en la capital de Bélgica hablando con un sacerdote mientras visitábamos Louvain la Neuve, la ciudad universitaria donde está la célebre Facultad de Teología tan venida a menos, nos permitió conocer esta otra tierra de misión que es la vieja Europa.
            Creo que es mucho más duro evangelizar y acompañar a nuestro pueblo cristiano en Asturias, en España, en Europa… que allí en Bembèrèkè, Benín y África. A nuestros misioneros les faltan tantas comodidades, recursos y herramientas, pero al dejarse la piel por estos hermanos, reciben como pago la alegría de ver que Dios hace milagros, que pone nombre a la esperanza, que las personas crecen y maduran al amparo de la gracia del Señor y con la compañía de una Iglesia que la sienten como su casa. También hay gozo cuando comprueban que el mensaje que traen no es algo particular suyo que tenga su medida, sus intereses o trastiendas, sino que es un mensaje del que ellos son tan sólo humildes mensajeros que también a ellos les alcanza. Esta es la razón por la que envío a nuestros jóvenes diáconos dos meses a nuestra misión de Bembèrèkè como parte de su formación antes de recibir la ordenación sacerdotal. No es un tiempo de vacaciones exóticas, ni un safari religioso, sino la ocasión única en sus vidas de poder ver y escuchar lo que en estos lugares Dios grita y regala a quien tiene sus oídos y su corazón dispuestos a acoger un mensaje imborrable.
            Y junto a la pobreza de quien tiene una vida precaria en necesidades básicas de alimentación, higiene, sanidad, educación y cultura, todo ello objeto también de lo que nuestros misioneros afrontan y resuelven sin demagogia populista, está la riqueza de toda esta gente sencilla que señala en su humanidad tierna y en su fe sincera ese cúmulo de valores que tal vez otros hemos perdido, descuidado, o no valorado debidamente. Es una mezcla de pobreza y riqueza, de necesidades palmarias y de sobreabundancias manifiestas, un mundo lleno de contrastes que constatas en África. El balance final es que esta gente te gana, te conquista, te engancha, por esto quien va no quiere volver, y quien tiene que irse cuando puede regresa.
Tendría que pararme para dar gracias, poner nombre y lugar con su fecha, a lo que Dios me ha permitido vivir estos días inolvidables: unas navidades negras en Benín que son más blancas que la nieve de nuestras montañas en estos días tan nevadas. He dicho cosas, he brindado gestos, he compartido mi tiempo y mis plegarias con todos ellos. Pero es incomparable lo que el Señor me ha dado en ellos como contrapartida no pactada a la poquedad con la que yo me he allegado a estos hermanos misioneros y a las gentes que como Iglesia viva ellos cuidan y acompañan.
Punto final de esta Navidad tan especial. Ahora toca volver a la Navidad de cada día, donde el Señor no deja de nacer en todos los pesebres y circunstancias, en todos los establos abiertos , en todas las posadas cerradas. En Benín he podido ver milagros sencillos que Dios no ha dejado de mostrarme con esta buena gente por Él especialmente amada. Pobres de tantas cosas que a nosotros nos sobran, y ricos de las más importantes que a nosotros a raudales nos faltan. Dios ha nacido también en Benín, y tiene su piel oscura como los niños de allí, y habla su lengua Baribá. Jesús tiene allí una joven mamá, preciosa negrita de ojos grandes y corazón tierno, que le canta nanas con el ritmo del tam-tam, con su vestido de color estampado y el tocado a juego en la cabeza como femenino turbante. José, el padre adoptador para dar nombre y estirpe al Niño Dios que ha nacido de una doncella virgen, tiene esos mismos rasgos, y sus manos tersas saben de faenas artesanas en su taller de madera. Así se los han encontrado los Reyes Magos junto al establo de una choza de paja y barro, en medio de la selva. Así me los he encontrado yo también en estos días de tanta gracia y tantos inmerecidos dones.
Me despedí de todos ellos tras estos días que serán memorables, las memorias mías nuevamente en África. Me fui a tiempo para que no me sorprendiera la cabalgata de Reyes que por allí también pasa. No fuera a ser que me contratasen por el salario habitual para el caso, para que hiciera de alguno de los Reyes Magos blancos, o alguno de sus pajes y así no tuvieran que pintar ellos a los de siempre. Hoy es otra cabalgata la que a diario acontece, y es otra también la edad desde la que nuestros ojos la contemplan. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala.
            Viene ahora el encuentro con la misión que se me ha confiado en el día a día, bajando de la nube dulce de estos recuerdos al surco cotidiano donde la vida se decide entre la esperanza y el dolor, el cansancio y las ganas, la entrega a Dios en el humilde servicio a los hermanos que aquí y ahora se me confían. Pero les quise pedir un pequeño regalo para traerme a España. Algo que está a la altura de sus posibilidades y que a mí me hará mucho bien poderlo contemplar cerca de mi oratorio en mi casa.

Este fue el regalo que les pedí ante su asombro que terminó siendo un precioso aplauso: un puñado de tierra de ese lugar. Me lo quiero llevar a mi casa en Asturias porque la tierra es un don de Dios donde Él nos planta, donde nos ve crecer, donde cada día nos aguarda. De la tierra Él nos ha formado y a la tierra nos devolverá al acabar nuestra andanza. Es una tierra de color como ellos, pero se trata de un color rojizo: rojo pasión de un amor verdadero y jamás caducado, rojo martirial de la sangre de tantos que han dado la vida de mil modos. Es una tierra sobre la que se llora y sobre la que se da gracias. Es una tierra que te pide la entrega cómplice de hacerte surco con ella, para que el Señor no deje de sembrar ahí el regalo de su gracia. La tierra que sigue teniendo la bondad y la belleza de las manos de Dios. Será el terruño memorial de estos días navideños pasados entre los pobres que eran ricos, muy amados del Señor, en donde a diario se me recordará lo que se le pedía a Abraham, el contador de estrellas cada noche: sal de tu tierra, y ve a la que yo te mostraré. Esto es la misión. A esto estamos llamados sea cual sea nuestro momento, nuestra edad y nuestra encomienda en la Iglesia. Alabado seas mi Señor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario