11. Los bajos fondos de una cárcel y las altas cimas de la esperanza


“Y bajó a los infiernos”. (2 de marzo de 2012)

La bendición de los colchones

         
         Llegando ya al término de mi estancia en Benín, me aguardaba todavía un último asombro con el que no cuentas, para el que no estás preparado, y que se te impone así: gratuitamente y de sopetón. Resulta que el P. Angel me había pedido un regalo con motivo de los diez años de ese centro de Mensajeros de la Paz, La Maison de la Joie pour les Enfants. Lo hizo al final de la misa que presidí y de la que ya he hablado. Lo hizo públicamente comprometiéndome cordialmente ante todos.

          ¿Un regalo? Sí, un grande e insólito regalo: véngase esta tarde conmigo a la cárcel y visite a las reclusas que son madres, a los jóvenes que están allí dentro. Puff… ¡cómo negarme! Más aún: me parece que el regalo será mutuo porque vendrá envuelto como Dios precinta sus cajas con un buen lazo de amor y caridad. Lógicamente le dije que sí, y lo dije de todo corazón, no para salir del paso sacudiéndome el agobio. Pretexto tenía, pues se trataba de hacer hueco en una tarde en la que ya debíamos ir al aeropuerto para volver a España. Pero sin dudarlo, le dije que le hacía y me hacía ese cristiano regalo.

          Una vez más volvía el texto del Evangelio de San Mateo que ha venido “persiguiéndome” en todo este viaje a la Misión: “venid a Mí, porque estuve en la cárcel y vinisteis a verme”. Y allí estaba Él, en una presencia que no figura en los catálogos, y que descoloca aparentemente cualquier plan pastoral haciendo saltar por los aires hasta el mismísimo YouCat. Sólo en apariencia, como digo.

      
    La primera cosa que nos encontramos a las puertas de la prisión de Cotonou fue la cantidad de coches oficiales que había. Se trataba de una visita y posterior reunión que tenía con una representación de presos el Presidente de la Asamblea de Benín, algo así como el Presidente del Parlamento. Una vez dentro, y camino del pabellón (por decir algo) de las mujeres, nos cruzamos con él. Me saludó atentamente y nos dio las gracias por nuestra visita y nuestra labor dentro de la cárcel. Era algo chocante, el despliegue de seguridad que acompañaba al Presidente y su séquito, las miradas de los presos como armas arrojadizas a su paso, y nuestra pequeña y desarmada Delegación: La Hermana Begoña (monja española que trabaja allí con las mujeres y sus pequeños), el P. Angel y sus colaboradores más cercanos, y nosotros cuatro (Alejandro, José Antonio, César y yo) que como jinetes del Apocalipsis veníamos desde Bembereké.
          Tras una puerta estrecha y maltrecha, pasamos a la zona de las mujeres. Nos acompañaba un funcionario de la prisión. Debo reconocer que impresionaban sobre todo las miradas, en las que se mezclaban los gritos de auxilio, la gratitud por la visita, el desprecio por haber llamado a su puerta, y los deseos más inconfesables que te sacaban los colores. Un montón de mujeres, en su mayoría jóvenes, muy jóvenes incluso, que estaban hacinadas como no vi cosa alguna. Sin ningún tipo de recato, pero sin perder la dignidad, allí estaban viéndonos pasar.
          Algunas de ellas, mamás jóvenes, tenían a sus pequeños hijos con ellas, mamando todo lo que allí se podía mamar: su leche materna, pero también todo cuanto de insalubre, de dureza, de violencia, de desesperación, inevitablemente no se podía filtrar. Bajo unas lonas que protegían del sol atorrador y aterrador con un calor que olía tremendamente mal, nos fuimos colando hasta el final de aquel corredor al aire libre, el único que –con dificultades– era libre en aquel lugar.
          Nos dejaron pasar a una celda dormitorio. Allí pernoctaban más de sesenta mujeres con sus hijos encima, en un ambiente lúgubre, irrespirable y hediondo que no sabría describir y que jamás olvidaré. Veías de todo, hasta lo que no sabías que existía y que ya no se podía dar. Las ideas que uno tiene de nuestras cárceles europeas, al menos las que he visto yo, son casi la cadena Hilton en comparación con estas. Sus ropas exteriores e interiores mal lavadas estaban colgadas por doquier para secarlas. La comida se la preparaban ellas mismas cocinando en el suelo con fuego de piedra y leña, en perolas terribles que cocían no sé qué. Así íbamos hasta que la Hna. Begoña me dijo que pasara a un pequeño ensanche bajo lonas, donde habían colocado unas bancas de madera. Había que hablar.
          Hablaron tres mujeres. En un francés realmente gritado, pues parecía que nos estaban abroncando como si fuésemos los culpables o al menos los cómplices de aquella situación suya, nos dieron las gracias por estar allí. Agradecieron el pequeño pabellón que Mensajeros de la Paz habían facilitado su adecentamiento y el equipamiento de camas y colchones. Particularmente agradecidas por la labor de la Hna. Begoña y los demás cristianos que trabajan en la pastoral penitenciaria de aquél increíble lugar. No faltó la crítica a otras organizaciones, algunas oficiales y gubernamentales, que iban allí sólo para sacarse fotos en la campaña electoral.
          Cuando terminaron de hablar…, y dejándonos mudos de asombro y de dolor, me pidieron que les dijese algo, que tenía que darles un mensaje. Fui casi incapaz. Y conmovido hasta el tormento, especialmente por lo que nos dijeron sobre las mujeres verdaderamente inocentes que están allí sufriendo una condena injusta y ajena, traté de decirles algo, más con los ojos misericordiosos que con el discurso de mis pobres palabras, muy sentidas y sinceras, pero enormemente desproporcionadas.
          Hay muchas prisiones, les dije. Esta vuestra, tan terrible, pero también está la de afuera que es muchas veces más cruel todavía. Vosotras sabéis lo que es sufrir aquí y no tener libertad, afuera ni siquiera lo saben y viven como esclavos de su egoísmo, de sus injusticias, de sus mentiras, quienes creen que gozan de una falsa libertad. Ellas rompieron en aplausos y yo casi rompo a llorar. Los niños que merodeaban nos miraban extrañados. Las madres y demás mujeres lo hacían con un respeto y con una atención que te helaba la conciencia de tu palabra en aquel momento.
          Aunque cueste creerlo, Dios os quiere. Está con vosotras y no deja de sostener vuestra esperanza. Es el único que no juega con vuestra libertad, el único que conoce de veras vuestros errores y vuestra inocencia. Y así os ama. Os ama de verdad y sin ponerle precio.

Haremos lo que podamos por ayudaros a estar aquí y por que salgáis quienes nunca debíais haber entrado.

          Ellas acogían esas pobres palabras traduciéndolas en el compromiso que ya han verificado de la Hna. Begoña y sus colaboradores cristianos, y sabían que no era un hablar por hablar o por salir del paso. No les pedíamos un voto, no nos hicimos ninguna foto con ellas, no les suscribimos a nada ni les exigimos el pago de un peaje religioso y parroquial. Tan sólo quisimos acercarnos al sufrimiento real de personas que han cometido errores, tal vez no todos han hecho los más graves errores, pero ahí estaban muriendo en vida en un infierno sin libertad. La Hna. Begoña me pidió que las bendijese. Y ellas lo esperaban. Para ese sencillo gesto, vinieron incluso quienes no participaron en nuestra improvisada reunión. ¡Cómo me impresionó verlas arrodillarse, juntar sus manos en el pecho cruzadas, y bajando sus cabezas recibir la bendición del Señor! Así lo hice, bien sabedor que Dios me había bendecido a mí en ellas. Sin palabras. Sencillamente sin palabras.
          Finalmente fuimos a otro patio donde estaban los jóvenes. Unos sesenta chicos entre 15 y 20 años (más o menos), estaban igualmente hacinados, de cualquier modo y manera, quemando sus energías mozas con un balón o algo que lo parecía. Resulta que estaban enfermando, y no sabían por qué. La celda donde dormían todos apenas sin luz y sin ventilación, tenían los colchones de gomaespuma talmente infectados que dormir allí suponía contraer cualquier cosa. Debían quemarlos todos. Pero no había presupuesto para unos nuevos. Es lo que facilitaron los Mensajeros de la Paz. Nos enseñaron los colchones y querían que ¡los bendijese! ¿Bendecir unos colchones? Sí, hágalo, me dijeron.
          Y bendije aquellos colchones como se bendice un coche, una casa, un colegio o un hospital: para que el Señor diga-bien, para que bien-diga a los que en ellos dormirán. Y así les dije a los chicos: no sé por qué estáis aquí en la cárcel ni cuánto durará vuestra estancia, pero deseo de corazón y así lo pido a Dios, que estos colchones os permitan soñar la libertad dejando atrás todas vuestras pesadillas. Habéis nacido para la libertad y para el bien, no defraudéis a Dios que a esto os ha llamado. Aplaudieron, nos dieron la mano entusiasmados y agradecidos. Y nosotros nos fuimos marchando.
          ¡Qué tremendo, Dios mío! Fueron unas horas de paréntesis casi inhumano. Pero para nosotros el paréntesis se terminó cerrando. El de esas mujeres y esos chavales seguía cotidianamente abierto y esperando. Allí estaba Cristo, en esa cárcel, donde fuimos a verle en la carne, el corazón y el alma de sus hermanos en prisión. Saliendo afuera, vi a los presos “externos”, los que sin saber de sus barrotes, celdas y cadenas, también están sin libertad, sin fe, sin amor ni esperanza. El llamado “primer mundo” es a veces es un penal de lujo y con cinco estrellas, en donde tampoco se vive la paz, la alegría, el respeto y el amor por los que Cristo dio su propia vida.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo




3 comentarios:

  1. Que razón tiene Fr. Jesús.
    ¿Seremos capaces de liberarnos en este primer mundo de nuestra esclavitud del egoismo?.
    Muchas, muchísimas gracias por compartir esta experiencia con nosotros.

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  2. Cuando esta tarde escuchaba en la Eucaristía el Evangelio de Lucas, con esa invitación a la compasión y la misericordia, recordaba este compartir suyo tan hondo, desde la experiencia de quien mira con los ojos del corazón. Ciertamente ha terminado su viaje siendo portador de la misericordia y la esperanza, acompañando a esos hermanos que justa o injustamente (sólo Dios lo sabe) han sido privados de su libertad.
    Patricia. Parroquia de San José. Gijón

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  3. Hay que dar gracias, porque la divina providencia, en momentos oportunos, hace coincidir la agenda del padre ángel con la de su Obispo Propio.
    Mensajero

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