Llegamos hace ya ocho días. Hoy
nos tocaba la última salida a comunidades. La primera, a la que hace de
cabecera de la parroquia: Gamia. La segunda, una pequeña comunidad a la orilla
de la carretera: Baura. Las dos tienen ese denominador común: no hay que
adentrarse en la selva para llegar a ellas, sino que ambas están casi al borde
de la carretera que atraviesa todo el país, desde el sur junto al puerto de mar
con su capital en Cotonou, hasta el norte con las fronteras de Burkina Faso y
Níger. Por más que sea carretera nacional, con varios tramos de peaje, está tan
agujereada con baches como cráteres, que es peligrosa y resulta ser una
palestra de prueba para camiones y camioneros. Es muy frecuente, realmente
habitual, ver orillados los grandes tráileres
cargados de algodón, con los ejes y ballestas partidos, las ruedas reventadas,
y los pobres conductores desesperados esperando alguna difícil solución.
La vida está hecha también de
todos estos obstáculos, y los agujeros nos amenazan con engullirnos si no
estamos preparados para el largo recorrido, si no tenemos la diligencia
adecuada, y si no gozamos de la pericia mínima para sortear los parches que
nada parchean y que los descubres cuando ya estás encima de ellos. Me viene a
la memoria aquel misionero jesuita que siendo yo un joven de dieciséis años
tuve la gracia de hacer ejercicios espirituales con él: era el P. Segundo
Llorente. Nos contaba sus peripecias en Alaska y cómo se las ingeniaba entre
las horas largas ante el Sagrario y sus aventuras en la barcaza por el río
Yukón totalmente entregado a los esquimales. Tengo amigos y compañeros en otros
lares del mundo, trabajando también en la misión evangelizadora, y me dicen que
estos problemas de aquí no es el caso de ellos, puesto que donde ellos se
mueven en la Amazonia –por ejemplo–, no hay ninguna carretera, de lo tupida que
es la tundra de la selva de ellos. Se mueven por vías fluviales, y allí los
peligros y los desafíos son otros bien distintos. Pero en unos y en otros, me
admira el valor y la entrega como misioneros. Han entendido bien lo que
significa ser enviados hasta el último “finisterre” del mundo para anunciar el
Evangelio de Jesucristo. No hay lenguas que les impidan el anuncio, ni carreteras
que les detengan para llegar a donde sea que haya gente para decirles que hay
un Dios que los quiere, que los conoce, que ha dado la vida de su bienamado
Hijo para salvarlos. Por este motivo, que haya dos comunidades al borde de la
carretera, es una manera de decir con la sola presencia de cuantos los ven al
pasar, que allí hay una comunidad cristia
na con las puertas abiertas, y Jesús
en medio de ellos, anunciándoles el bien y la paz.
Gamia, como ya hemos dicho, es la
última parroquia que se ha creado en esta diócesis de N’Dali. Antes era una
capilla más, pero ha crecido tanto su comunidad que se ha transformado en una
parroquia en toda regla, pasando a ser esa cabecera pastoral de otras tantas
capillas y comunidades que desde ahí se pueden seguir atendiendo. Está dedicada
a un santo que me es particularmente querido: San Francisco de Asís. Ya hay una
simpatía connatural con esa comunidad cristiana. Me sorprendió la buenísima
organización de la que goza esa parroquia con los distintos servicios comunitarios:
los catequistas, los acólitos y monaguillos, los lectores y monitores, el coro
y la pequeña banda musical, el servicio de orden durante la procesión de
entrada y en la misma celebración y sus diversas partes (ofrendas, colecta,
comunión, etc.), esa especie de “guardería” interna donde agrupan a los más
pequeñitos para cuidarlos e iniciarlos en la participación situándolos cerca
del altar en un rincón adecuado.
En fin, se ve que una expresión madura de una
comunidad que ya es madura, es el modo que tienen de celebrar. Por supuesto que
hay cantos, muchos cantos, alguna danza ritual, y todo al estilo africano, con
mucha dignidad y sabiendo hacer las cosas. Pero no por ello, a pesar del
diferente estilo con el que en la vieja Europa hacemos la liturgia, esta es
desdeñable o no apta a la respetuosa consideración. Estoy seguro que es una
delicia para Dios.
Tuvimos procesión de entrada
desde las dependencias adyacentes al templo. Íbamos caminando despacio con un
canto festivo, el propio de un día tan de fiesta como el domingo, día de la
Resurrección del Señor. Especialmente las mujeres y las chicas algo más que
adolescentes, iban ataviadas con sus mejores galas, con esos vestidos tan
floridos y sedosos, con sus correspondientes tocados sobre las cabezas. Algunas
de ellas llevan a la espalda a su pequeño, que también está vestido con el
mismo retal, al igual que la banda que lo sujeta casi milagrosamente al dorso
de su madre. Todo un conjunto admirable de armonía. Y pude saludar a dos
religiosas dominicas de la Anunciata, como las que tenemos en Asturias. Ellas
colaboran en la catequesis de los jóvenes y la confirmación, viniendo desde
Bembereké. Ellas iban “tocadas por Dios”, llevando en su cabeza un pequeño
tocado de color blanco, como es el hábito de la familia de Santo Domingo de
Guzmán.
Aunque es un templo parroquial
que últimamente fue ampliado en uno de sus laterales brindando más acogida a un
buen puñado de gente, son tantos los que van incrementando esta comunidad que
el dato gozoso es que el templo se hace pequeño e insuficiente, con un
crecimiento progresivo aritmético a juzgar por la infancia y chavalería que por
allí pulula apuntando las mejores maneras. Y así pude decir al final de la
santa Misa que esa iglesia de San Francisco estaba pidiendo una nueva ampliación
de sus muros o, todavía mejor, la construcción de una nueva iglesia parroquial.
Es fácilmente comprensible cómo recibieron mi comentario, que encierra ya un
medio proyecto en el que estamos trabajando desde la Delegación de misiones de
nuestra Diócesis de Oviedo, junto a nuestros misioneros aquí en Benín y el
parecer del Señor Obispo de N’Dali.
El Evangelio del día comenzaba
como había terminado el del domingo anterior: cuando Jesús en la sinagoga de
Nazareth devolvió el rollo del profeta Isaías para decir que en ese momento se
cumplía la famosa profecía en él: “Hoy se cumple esta Escritura”. Los ciegos
ven, los cojos andan, a los cautivos se les anuncia la libertad y a los pobres
una buena noticia. Pero en la continuación del relato evangélico, hoy se daba
un dato más: que no todos creyeron en él, porque reconocieron en Jesús al hijo
de María, y al hijo de José el artesano del pueblo. Es decir, el problema era
que resultaba demasiado familiar. Entonces Jesús dijo aquello que ha pasado a
nuestro refranero: nadie es profeta en su tierra. Esto me permitió hablarles de
San Francisco, como alguien que sí reconoció a Jesús. El Señor no fue para él
alguien tan cercano y próximo que terminó siendo extraño y alejado. Todo lo
contrario: para San Francisco de Asís, Jesús fue todo un regalo imprevisto e
inmerecido, que dio sentido a toda su vida desde que lo encontró. Se hizo su
amigo, y no pudo sino contarlo a todos los que fue hallando en su vida,
especialmente a los que más duramente les trataban los acontecimientos de la
violencia, las enfermedades como la lepra, o las situaciones como la pobreza o
el hambre. Jesús fue profeta en la tierra de San Francisco. Jesús quiere ser
profeta en la tierra de Gamia.
De allí nos fuimos a una segunda
comunidad que ya nos esperaba: Baura. Fue conmovedor ver a los adultos bajo el
porche resguardándose del sol que estaba en su fase cenital cayendo a plomo con
sus casi 40º en estos lares. Pero un grupo de niñas y jóvenes hicieron dos
filas para acogernos a nuestra llegada mientras cantaban y danzaban con sus
palmas armoniosamente sincronizadas. Yo bajé del Toyota para anticiparme y
salir a su encuentro dándoles las gracias. Es proverbial la acogida africana y
uno no se acostumbra jamás a tanta cortesía tan llena de amable deferencia para
con el extranjero, para con el misionero y para con el obispo. Sólo sabes
sonreír, agradecer con tu inclinación de cabeza y decirles en su lengua lo muy
contento que estás: “Na siara totõ, Ya
man dorê”.
Pasamos a la pequeña capilla. Los
niños fueron a su ángulo a modo de corralito sobre una estera. Los dos
catequistas, chico y chica, cuidaban de los pequeños y les hacían indicaciones
sobre los cantos, las danzas, las posturas. Hacía tanto calor en un lugar tan
estrecho y tan lleno de personas, que los más infantes decidieron tumbarse
directamente en el suelo de cemento, buscando algo de frescura para sus
cuerpecitos exhaustos. Y comenzamos la santa Misa. En el acto penitencial, como
siempre se hace aquí en estas tierras misionadas, los cristianos se ponen de
rodillas. No es pedir perdón sin más, sino expresar también con un gesto
corporal lo que se está pidiendo y recibir con humildad la gracia que se
aguarda. Podría parecer una escenografía sin más, que al igual que en un
momento se introduce, se puede luego en otro momento descartar, pero no es el
caso. Tú ves la hondura y seriedad con la que ellos piden perdón, ves sus
oraciones recitadas con sus ojos, con sus rodillas, con su postración sincera y
hondamente cristiana. Inevitablemente pienso en el deterioro de nuestros gestos
litúrgicos en los primeros mundos de la vieja Europa: cómo hemos ido
banalizando lo más sagrado, cómo hemos ido abandonando lo que tenía todo su
sentido y que, a fuerza de repetirlo sin convicción ni devoción, terminamos frivolizando
las cosas santas dejando que un vacío se haga dueño de nuestra piedad. Estos
hermanos africanos con su religiosidad profunda, se arrodillan en el momento
penitencial pidiendo perdón, como lo hacen en la consagración adorando la santa
Eucaristía, o tras la comunión al recibir al Señor en sus vidas comulgando a
Jesús y todo con lo que Jesús comulga.
Vi a una joven mamá que tocaba
los timbales junto al pequeño coro de jóvenes. Pero era algo especial. No
sabría describirlo ni nadie se atrevió a hacer una foto por razones obvias.
Tenía a su espalda un crío atado con la banda según esta usanza. Delante un
bebé estaba mamando su leche maternal. Y ella tocaba los timbales a toda
orquesta. El niño amamantado lo hacía con verdadero entusiasmo, como si hubiera
salido de algún ramadán cristiano la noche anterior. El que tenía atrás dormía
plácidamente. Estoy seguro que no lo ensayan, sino que es la vida misma la que
así es saludada, acogida, celebrada y vivida. En esta vida la sencillez preside
todo lo que en ella acontece: sin poses, sin postureos, sin zancadillas ni
malas artes. Se comprende que en esta gente Jesús y la Virgen María tengan su
predilección y complacencia. Y así nos quedamos boquiabiertos y gratos, los que
nos asomamos de pasada. También se entiende cómo los misioneros, una vez que
han pasado por aquí dando unos años de su vida por Dios y el Evangelio, tengan
sus dificultades en reubicarse como si nada en otros lares de la Madre Iglesia.
Al acabar, hice el anuncio de mi
compromiso personal con la ayuda del Señor, de proceder a recoger dinero para
levantar una iglesia bastante más amplia para esa comunidad cristiana de Baura.
Lo he hecho ya en otras ocasiones. Es el mejor destino del dinero que a mi me
llega o que yo puedo ahorrar, o las dos cosas juntas. Es un regalo que a mí se
me hace al ayudar a estos buenos hermanos en la vivencia de la fe. No piden
otras cosas que también necesitan, materialmente urgentes, sino que ellos
comienzan por lo que juzgan más importante: tener una iglesia donde celebrar
como ellos celebran, unidos a toda la Iglesia, la fe. Finalmente, y sin que
fuera respuesta a mi promesa -pues ellos desconocían que les iba a decir lo de
la capilla–, también bromearon conmigo haciéndome el honor de nombrarme rey…
honorífico. Me quité las vestiduras litúrgicas con la misa ya acabada, y ellos
me revistieron con sus trazas reales más solemnes. No sabría tampoco describir
el calorazo que sentí cuando me impusieron todo el boato de la túnica gruesa y
el tocado (modelo pitufo mayor) sobre mi cabeza. Cosas que ocurren.
Gamia-Baura.
Domingo, 3 febrero de 2019
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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