Eran las nueve de la mañana.
Puntualmente habíamos quedado con esa comunidad de Sinaou, otro pobladito que,
particularmente querido, atienden nuestros misioneros. Hoy es una fiesta que
suscita ilusión en esta gente: la Presentación del Señor en el Templo. Habíamos
preparado en la Misión la celebración de las candelas y la aspersión del agua
bendita. No me imaginaba cómo sería la celebración como tal hasta que no
llegásemos al lugar. La acostumbrada aventura hasta llegar por esos caminos
intrincados que nos muestran las cicatrices en el suelo y los remedios con
puentes que habrán hecho pontoneros muy hábiles -tal y como daba la impresión
al ver su estructura-. No obstante, nosotros preferimos arriesgarnos por las
grietas y no probar por el puente… por si acaso sucedía el más que posible
percance.
Hice una foto del puente, que es transitable para personas, bicis y
motos con mesura en la travesía. Para coches… mejor no probar.
Llegando a Sinaou, allí estaban
todos esperando en orden de festejo. Te conmueve la alegría de un pueblo que te
espera, que alza sus brazos y te regala la mejor sonrisa: la de sus dientes
blancos y la de sus almas sencillas. Bajarnos del coche y empezar a saludar en batonou es un gesto hilarante de mucho
gozo, cuando ves que verdaderamente ellos te sienten así de cercano,
agradeciendo que te aprendas algunas frases y palabras para decirles en su
propia lengua un saludo mañanero de cortesía: a kpuna doõ, buenos días. Y te ofrecen su mano para que la
estreches, sintiendo en niños y grandes la aspereza de una piel que no está
acostumbrada a los jabones finos ni al agua tibia.
Fuimos cantando desde sus
casitas, hasta la capilla-iglesia que estaba a unos cuantos escasos metros. En
todo momento sus timbales y tam-tam iban marcando el ritmo y el paso. Y sus
cantos expresaban toda la alegría de un pueblo que se prepara a la fiesta,
sabiendo que ese día había algo especial, una visita anunciada, una celebración
también distinta por la liturgia que tocaba festejar. Rápidamente los
encargados dispusieron a todos, niños y mayores para que cada uno con la velita
se situaran fuera de la iglesia para los ritos iniciales. Todo en lengua batonou o baribá, fuimos haciendo la bendición de las candelas y de las
personas que en círculo estábamos dando comienzo a una ordenada fila que poco a
poco fue discurriendo con las llamas de nuestras velas que nos dábamos unos a
otros.
Me llamó la atención la seriedad tan adulta y serena que todos mostraban
hacia un rito que sólo se hace el día de la Presentación del Señor y en la
Vigilia Pascual. Pero cada uno con su velita, iba atento para que no se apagara
ni se apagara la de quien tenía más cerca. Y si esto sucedía, sin mediar
palabra, se compartía de nuevo la luz de la llama.
El sol empezaba ya a estar alto
en estas latitudes. Y podría parecer demasiado ficticio nuestro rito lucernario
cuando la pequeña llama no aportaba verdaderaente luz a una inexistente
oscuridad. ¿O sí…? Porque, tal vez, la oscuridad a la que se refiere este gesto
litúrgico es otra que no tiene que ver con la hora del día ni con la altura del
sol medianero. Sino que se refiere a las cosas que se nos apagan y a las cosas
que se nos enfrían. Jesús fue presentado en el Templo como Luz, esa que con la
llama de su vida disuelve todas las penumbras y enciende la calidez que entraña
su gracia. En este sentido, a cualquier hora del día o de la noche, somos
mendigos de una luz distinta, de una lumbre que no se apaga, y que no depende
de nuestras baterías ni de nuestras artimañas, sino que es un regalo. Un don
del cielo que, como toda gracia, será siempre gracia inmerecida.
Entonces sí que entendí que yo estuviese
en aquella fila, uno más entre aquellos hermanos con los que tenía la santa
fortuna de celebrar esta fiesta. Atento a mi llama, cuidadoso de la de quienes
venían a mi lado, fuimos poco a poco llegando a la iglesita, subiendo los
peldaños de la escalinata y adentrándonos en ese templo de la selva, como hace
dos mil años hicieron María y José con el pequeño Jesús entre sus brazos.
También para nosotros se encendía la luz que ese Dios hecho bebé, un Dios
humanado, venía a brillar en nuestras sombras y a derretir nuestras frialdades.
Hicimos las oraciones y las
lecturas, y tras el Evangelio tuve que hacer la breve homilía. El orden
habitual fue el de siempre: saludo en baribá,
unas ideas en francés que a baribá me
traducía el catequista, y finalmente algo en español que también era traducido
a la lengua local. En nuestra vida -les decía-, hay momentos en los que
nuestros ojos no logran ver el camino. Y otros momentos en los que sentimos el
frío de la soledad, de la incomprensión, el miedo de haber perdido el sentido
de las cosas que valen la pena. Entonces Jesús se nos presenta como la última
palabra tras todas nuestras palabras penúltimas que han podido sembrar el
cansancio, la duda, el desánimo, el temor. Y su palabra postrera es siempre
luminosa y cálida. Una palabra de luz que alumbra sin cegarnos, una palabra
ardiente que caldea sin abrasarnos. Por eso es palabra amiga, palabra dulce,
palabra que se corresponde con nuestra más cotidiana pobreza que es por Él
abrazada con un inmenso amor cada día.
Los ojos de Simeón y de Ana
habían esperado toda una vida ese momento. Han esperado a que se cumpliese la
vieja promesa que tenía sus muchos años. Pero ese instante llegó, y
reconocieron en el pequeño Jesús traído en brazos por su Madre bendita, y
acompañados por el bueno de José que traía en la jaulilla las dos tórtolas para
ofrendar al Templo la presentación de Niño. Una escena entrañable donde se
entretejían tantas cosas de esas que en nuestro corazón palpitan. Allí
estábamos también nosotros… en los brazos de María, en la ofrenda de José, en
los ojos ancianos de Simeón y de Ana. Veo a las madres jóvenes africanas, con
sus hijos en sus vientres todavía, o a las espaldas cuando ya han nacido, o
atentas a sus primeros pasos cuando corretean de aquí para allá. Y comprendo el
don de la vida que aquí en África es una explosión de esperanza. Entonces me es
más fácil entender la solicitud del mismo Dios por cada uno de nosotros, sus
hijos.
Yo les decía a estos buenos
hermanos en la homilía: somos un regalo del cielo, cada uno de nosotros lo es…
y ¡de qué manera! Me da por pensar qué serían estos niños y niñas si hubieran
nacido en Madrid, en Oviedo, en Nueva York o en París. Pero Dios ha querido que
nazcan aquí donde viven, y ahora, en los años que tienen sus días. Ellos son un
regalo, lo son para mí, para nosotros. En ellos somos bendecidos de manera
increíble por un Dios que sorprende, que jamás aburre ni se repite aún
diciéndonos y dándonos lo mismo de siempre. Esto es lo que venimos a ofrecer:
nuestra vida como un don. Somos el humilde candelabro en donde quiere brillar y
caldear la luz y la lumbre de Dios. Sería absurdo e indebido pretender
apropiarnos de nuestra condición “lampadaria”, o de arrebatar posesivamente la
luz y la lumbre que en ella ha puesto el Señor. Por eso, como les recordaba a
ellos, San Francisco de Asís enseñaba a los frailes que la verdadera pobreza es
no apropiarse de lo que Dios hace y dice en nosotros, no apropiarse de lo que
Él hace y dice en los hermanos. De este modo él explicaba cómo la ofrenda de
nuestra vida, la gratuidad de nuestra existencia, es sencillamente una
“devolución”. No damos a Dios lo que a Él le falta, o lo que paternalistamente
sobrados damos a los hermanos, sino que estamos “devolviéndole” tanto a Él como
a ellos, lo que les pertenece… aunque lo hagamos con nuestras manos, ya que en
ellas se pusieron los dones para que los repartiésemos con agradecimiento y
gratuidad.
Al acabar la santa Misa, se
dieron avisos por parte de los misioneros y los catequistas. Y el presidente de
la comunidad y el catequista más antiguo, tuvieron unas palabras muy amables
que me emocionaron otra vez: “gracias por haber venido desde tan lejos, por
haber celebrado con nosotros esta fiesta; que Dios te dé fuerza y te dé gracia
para seguir ofreciéndote”. Yo decía el “amín”, con el que ellos responden a las
oraciones, como hice al acabar la celebración antes de bendecirles: “na siara totõ. Gusuno u Bee Baruka dukê. I
man Kanaru kwo” (Muchas gracias. Dios os bendiga. Rezad por mí). Y ellos
irrumpieron con su “amín”, un amén sonoro con palmas y canto.
Fuera ya de la iglesita, pasamos
un rato delicioso saludando a unos y otros, especialmente a los más pequeños
que volvieron a sorprenderse cuando uno de los misioneros sacó otro balón de
reglamento que les regalaron. Aquí todos se lanzaron a por el esférico, sin que
las niñas quedaran atrás. ¡Madre mía, qué sencillo alboroto y que pura alegría
por un simple bota y bota de un balón!
Antes de regresar para la Misión,
hicimos una parada para saludar el rey del poblado y a su esposa, bajo el árbol
de las decisiones y consejos. Muy cordial también uno y otra. Y tras acercarnos
a ver en su choza a una mujer enferma que hacía luto por el fallecimiento de su
esposo (consiste en que no pueden salir de la casa durante cuarenta días, ni
siquiera para ir a la iglesia), regresamos a casa obsequiados con dos gallinas
y un saco de igname, un tubérculo con
el que se hace la pasta del sukuru.
Toda una delicia.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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