Me sucedió mirando una estampa,
un tanto estropeada, pero que representaba un momento extremo, tierno y cálido,
dentro del dolor inmenso que allí se dibujaba. Se trataba de una serie de estampas
que ambientaban un viacrucis en aquella iglesita en medio de la selva. Yo me
quedé prendado por la delicadeza del artista al representar la escena, cuando
una madre acogió a su hijo muerto al pie de una cruz. Era el Calvario, ella era
María y Él era Jesús. Pero aquella niña que observó mi curiosidad y que me vio
haciendo una foto con mi teléfono móvil a esa estación del viacrucis, se me
acercó y me dijo algo que no he olvidado: “regarde vous, Monseigneur, la Mère
de Jésus est une petite noire, comme moi” (mire, Monseñor, la Madre de Jesús es
negrita, como yo). Un encanto de niña que ya había descubierto que María era
también de su raza, y tenía su color de piel, y hablaba su lengua. No era una
mamá extranjera de un Dios extraño y prestado, sino alguien de ellos, como
ellos, que podía decirles cosas que ellos entendían, y que estaban ciertos de
que también Jesús y María comprendían sus cosas, las que suceden en esta parte
del mundo, en el corazón de esta infinita foresta.
Es negrita como yo… No tenía que
fingir, ni repintarse hasta maquillar su rostro para forzar que Dios tenía
imagen y semejanza también para ella: no, había descubierto con tan poca edad
que Dios abrazaba su vida, compartía sus sentimientos, las lágrimas suyas eran
como el llanto del Señor y de sus santos, y todas sus alegrías eran también por
las que Jesús y María a su manera brindaban. Dios se ha hecho hombre, su
Palabra se hizo carne, la divina cercanía cabía en la mirada de una pequeña
niña y tenía la forma agradecida de un beso inmenso. ¡Qué hermosa lección
podemos aprender de esta buena gente, cuando estamos atentos a eso que al
llegar yo decía que Dios mismo nos grita… si acertamos a escuchar disponiendo
la mirada! Porque, efectivamente, el Señor nos habla con la vida que se pasea
delante de nuestros ojos. Bendito quien tiene limpia la mirada para escuchar
las Palabras que no pasan ni engañan.
Tuvimos que ir también despacio
hasta llegar a la iglesita de este pequeño poblado. El camino, como
habitualmente lo encontrábamos, estaba bastante accidentado en algunos de los
tramos por las últimas riadas de las tormentas lluviosas que se llevan por
delante los puentes de madera, y dejan hendiduras casi insalvables. La presteza
de nuestros misioneros, que tienen que hacer tantas veces el vaivén de estos
caminos, hacía que el viaje se hiciera llevadero por sabios atajos. A veces
rezamos simplemente el ángelus; si el camino lo permite rezamos a la vuelta
también el rosario. Pero cuando nos metemos en los intrincados baches, no hay
forma de rezar ni dos avemarías seguidas. Cada uno luego salva sus rezos como
quien dulcemente manda recados al cielo.
Llegando al lugar, supusimos que
no habría esta vez niños apenas en la celebración de la santa Misa, porque era
día de escuela y estarían todos aplicados. La sorpresa fue que la maestra
jovencísima, llevó a todos los de su “cole” en fila, con sus uniformes caqui y
sus cabecitas rapadas. Al aparcar nuestro Toyota al amparo de la iglesia
capilla, recordaba ese sitio de mis anteriores visitas. No estaba seguro, pero
esa era la impresión que me daba. Pregunté por el nombre del poblado y me
dijeron: Kpessara. Sinceramente, no recordaba ese nombre. Pero me era familiar
el ambiente, creía yo.
Fui saludando en lengua batonou uno por uno a todos los que ya
habían llegado y nos esperaban: a kpuna
doo, buenos días; Na siara toto:
muchas gracias. Vuelvo a subrayar la profunda luz de esos ojos que te miran
clavando con agradecimiento su mirada, y una hermosa dentadura blanquísima que
te regala también una sonrisa muy grata. Es muy importante la acogida para el
pueblo africano, y lo expresan con esta manera de mirarte y sonreírte, mientras
con timidez te alargan su mano derecha (la izquierda jamás, por razones ahora
complejas de explicar) para que tú se la cojas y correspondas con tu sonrisa y
tu mirada.
Ya iban llenando los bancos de la
iglesita, mientras el coro cantaba para ambientar la celebración a ritmo de
timbal y sonaja de calabaza. Siempre danzando como ellos hacen con enorme
gracia mientras baten sus palmas armoniosamente. Nosotros fuimos a la sacristía
estrecha para allí revestirnos con las casullas y las albas. Jamás dejo de
ponerme la mitra y el solideo. Lo aprendí la primera vez que vine a África por
indicación de los misioneros: a estos hermanos les gusta que el obispo salga
vestido con sus signos episcopales. Es como decirles que ellos no son menos
importantes que los cristianos que llenan una catedral gótica como la nuestra
de Oviedo. Y así lo hago también cuando voy a nuestros pueblos de la montaña o los
pequeños pueblos marineros en Asturias. Con mitra, solideo y báculo (que aquí
no uso, por no ser el pastor diocesano de ellos).
Rápidamente dispusieron su
procesión con cruz alzada, un pequeño crucifijo tallado en una oscura madera
sencilla, obra de un cristiano de esta comunidad fallecido hace poco tiempo. Y
dio comienzo la procesión desde fuera de la iglesia. Los cantos, las danzas…
comprobando cómo la capilla poco a poco se había ido llenando de todo un pueblo
sencillo. Los adultos, los ancianos, los jóvenes y muchos niños. A éstos los
tenían delante en un lateral, sobre una esterilla para que no perdieran ripio,
y, de hecho, comprobamos que no se lo perdían… aprendiendo de los más grandes,
cogiendo los ritmos de sus palmas y los pasos de sus danzas.
Como solemos hacer, los
misioneros quisieron presentarme. Les preguntaron si sabían quién era yo. Era
una pregunta inocente y retórica, para dar pie a decirles un par de cosas sobre
quien presidía la celebración y comenzar así la Eucaristía. Pero cuál fue nuestra
sorpresa hasta dejarme verdaderamente “touché”, cuando respondieron en batonou: “es Monseñor, viene de España y
se llama Jesús. Esta es su segunda visita”. ¡Glubsss…, dije yo! Entonces
reconocí el paraje que antes apena recordaba. A ellos no se les había olvidado.
En verdad que me conmovió. ¿Qué les dije la primera vez? No lo sé, pero a ellos
no se les había traspapelado aquel mi primer aterrizaje. Ni olvidan a los que
hemos pasado, ni especialmente a los que aquí han trabajado con ellos pastoralmente.
Una de las chicas llevaba en su camiseta una leyenda de la despedida de uno de
nuestros misioneros: “L’amour n’oublie jamais. Aurevoir Père Alejandro
Rodriguez” (El amor no olvida jamás. Adiós, Padre Alejandro Rodriguez).
Realmente conmovedor.
A la salida tuvimos dos momentos
épicos. Los misioneros trajeron un balón reglamentario de fútbol. La algarabía
que produjo fue impresionante y a nosotros nos arrastraron los chavales para
dar un par de patadas. Hacerse niño con los niños… y ser bendecidos por Aquel
que así lo dijo, es una experiencia que sólo la verificas cuando te atreves a
ello. ¿Y las niñas? Ellas en corro cantaban sus cosas. Dejando el balón, me fui
con ellas también, y me puse a cantar y bailar sus danzas, ante el pasmo de los
muchachos como si estuviera trasgrediendo alguna de sus leyes sacrosantas. No
era para tanto, a juzgar por la hilaridad de toda la muchachada, ellos y ellas,
viendo cómo lo mío puede que sea cualquier cosa, incluso la filatelia, pero
realmente con esos mis danzares se ve que por el momento no me contratan. No
obstante, era la primera vez. Quizás apunte maneras si sigo en la brecha. Lo
consultaré con algún hombre de Dios que me oriente.
Volvimos a casa. Esta vez no
habían preparado ellos la comida. La verdad es que nos cuesta un poco ese
momento, por no estar acostumbrados a los menús de estas tierras. No obstante,
por hacernos uno con ellos, hasta por ahí sabemos que hemos de pasar, sobre
todo cuando es mucho el amor y la generosidad que echan para que comamos algo…
invitados por ellos. Pero esta vez no hubo nada. Contemplando las casitas de la
selva, bajo el sol de justicia que ya estaba cayendo, regresamos a la Misión,
donde nos esperaba otro misionero español que trabaja en una zona muy cercana.
Para sorpresa anunciada, la que nos íbamos relamiendo: este día comíamos, a
casi 39º de temperatura en plena selva africana, una fabada asturiana… como
Dios manda. Hay que echarle valor, y se lo echamos. Pero nos supo a gloria: nos
metimos una buena fabadina, con su compango reglamentario. Lo regamos con un
morapio aceptable, y dimos gracias al buen Dios por estos momentos de fraterna
convivencia donde se habla de la tierra y del cielo, de nuestras familias y
compañeros, de las noticias de la Iglesia, de España y del mundo, que pescamos
por la radio si logramos sintonizar el dial. Dios sea bendito siempre. Gracias
Señor, porque nos has creado.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Kpessara, Viernes, 1
febrero de 2019
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