Examen de amor al final de la andadura. Conotou


Nunca los verdaderos peregrinos ponen condiciones para su experiencia de disponibilidad. Los turistas sí. Esta mañana, muy temprano, celebramos la santa Misa en la pequeña capilla de la Misión, allí en Gamia. Un misionero fue a celebrar a una de las parroquias, los demás lo hicimos en casa. Camino de la capital comercial y económica de Benín, Cotonou (la capital política propiamente dicha es Porto Novo), hemos vuelto a atravesar casi todo el país. Hemos visto algunos turistas, muy pocos. Pero te dabas cuenta cómo el porte, las trazas, el equipaje, los comentarios… eran otros a los que nosotros nos llevamos. No es que esté mal, ni mucho menos, pero es, lógicamente, distinto. Es sencillamente diferente venir a África como peregrino a venir como turista.
Los turistas hacen un viaje calculando todo cuanto pueden, los grandes y los pequeños pormenores de su trasiego. Entrar en contacto con otra cultura, otra lengua, usanzas diferentes, climas diversos y un largo etc. En la medida que pueden todo lo traen contado, pesado y medido, para evitar que haya sorpresas imprevistas que les compliquen el periplo. Por el contrario, los peregrinos se dejan llevar por otro, Otro que lleva mayúsculas. Puestos en las manos de Dios se dejan sorprender. Sin duda que hacen también sus previsiones, ajustan el viaje, saben que se hospedarán en un lugar prefijado y sencillo, y todo lo demás que dicta la simple prudencia y la sabia precaución, propia de estos casos. Pero dejan un margen grande, tan grande como grande es Dios, para que sea Él quien venga a sorprenderles con un don y una gracia que no entraba en los cálculos humanos de quien se mete a viajar a mundos desconocidos. Puedo decir, que siempre que me he puesto en esa actitud de peregrino a través de mi vida, jamás el Señor me ha dejado indiferente ni me ha aburrido a fuer de repetirme cosas ya sabidas y manidas que corrían el riesgo de venir a ser más de lo mismo.
Esta es cabalmente la pregunta que al final de esta visita a nuestros misioneros asturianos en la Misión diocesana de Benín, debo y puedo hacerme: ¿en qué me ha sorprendido Dios, ¿qué ha venido a decirme como quien recuerda palabras ya dichas y luego olvidadas?, ¿qué ha venido a señalarme como quien se asoma a escenarios familiares que de tanto mirarlos distraídamente han dejado ya de conmoverme? Algo de todo esto me ha sucedido en tantos momentos aquí, en el contacto diario con esta buena gente que tanto bien me han hecho… una vez más.
En primer lugar, el horizonte de un mundo y una Iglesia que es más grande de lo que a diario pone fronteras existenciales a mi vida. Vivo en este momento en Asturias, una tierra particularmente bella por su historia y su geografía. Vivo con las gentes de esta región española tan cargada de nobleza y bondad en su acogida. Vivo en la diócesis de Oviedo que tiene siglos de camino, donde hay santos, mártires, y tantos cristianos con sus diferentes vocaciones que han dado vida, han puesto esperanza y han repartido entrega a manos llenas, por amor a Dios y a los hermanos. Pero, siendo verdad esto, tan gratamente verdadero, el mundo y la Iglesia tienen otro mapa más amplio, más inmenso, más diverso y variopinto. Entonces tu mirada se dilata, y comprendes que las cosas que a diario te suceden entre valle y valle, entre pueblo y pueblo, entre prueba y prueba, entre lío y lío… no agotan el universo donde hay muchas más cosas con todas sus agradables noticias ensoñadas y con sus todas sus pertinaces pesadillas. Dios te hace ese regalo que agrandar tu pupila y ver cómo se dilata esa mirada que te permite ver de otro modo lo que cotidianamente nos acontece en nuestra orilla.
En segundo lugar, los misioneros. De Asturias han pasado ya por esta misión diocesana de Benín unos cuantos sacerdotes y diáconos, algunos laicos, y han apoyado en algún momento las Dominicas de la Anunciata para el trabajo evangelizador y educativo de chicas y mujeres. En estos momentos tenemos establemente a dos sacerdotes: el Padre Antonio y el Padre César. Así les llaman aquí y yo respeto esa paternidad que en el Señor es tan verdadera. Son muy queridos, como lo han sido todos cuantos han pasado por estas comunidades cristianas, dejando la buena huella del hacer misionero estrictamente hablando. No son agentes de promoción cultural o social; no son los comerciales de una ONG altruista de proyección y financiación internacional; tampoco vienen a jalear con terapias de guerrilla como si fueran piratas de reivindicaciones ajenas al Evangelio. Son nada más y nada menos que misioneros, sacerdotes, religiosos, laicos comprometidos hasta el fondo, y todos desde una exquisita comunión con la Iglesia. Enseñan a amar a Dios, a María y a los santos. Preparan la catequesis según la edad y los momentos. Celebran los sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Penitencia, pero también el Bautismo, la Confirmación, el Matrimonio, la Unción de los enfermos. Proclaman la Palabra de Dios que con celo predican en estas lenguas locales complicadas muchas veces. Y crean comunidad, hacen pueblo, sostienen la alegría y la esperanza de esta gente sencilla.
En tercer lugar, está el regalo de este increíble pueblo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Es lo que acabo de indicar. Y puedo decir, porque así lo he vivido yo también, que esto que ellos hacen por aquellos a los que son enviados, también lo reciben de Dios a través de los hermanos. Un misionero lo da todo y todo lo recibe con creces hasta quedar conmovido y lleno de gratitud sincera. ¡Cuántas cosas he recibido yo en estos pocos días de pequeños y grandes, de gente que comienza con su fe y de cuantos ya llevan años de andadura creyente! Especialmente el domingo, la celebración te permite comprobar lo que significa el día del Señor y con asombro asomarse a un verdadero pueblo en fiesta. Es la alegría contagiosa que se torna en el anuncio cristiano por antonomasia, como ya ocurría con la primitiva comunidad eclesial: ¡mirad cómo se aman!, era el comentario impávido de cuantos los veían pasar. Y no en vano, el historiador de esos dos primeros siglos de cristianismo, el profesor Gustav Bardy, hablaba de lo que él denominaba el “espectáculo de la santidad”, como un santo-y-seña de la dulce provocación que suponía la presencia de una comunidad cristiana.
Finalmente, en estos días he vuelto a comprobar el chantaje del consumo materialista, y de cómo puedo vivir con mucho menos en tantos sentidos, de lo que a diario me agobia haciendo saltar nerviosas todas mis ansias. Vivimos en un mundo que se empeña en engañarnos cifrando una imposible felicidad en el módico precio de adquirir, consumir, acopiar, apropiarse, envidiar… experimentando también cada día el enorme chantaje que supone tamaña engañifa. Parece que es reacio el escarmiento tantas veces masticado con tristeza y fraude, y se ve que tristes y defraudados tenemos algún anticuerpo que nos hace inmunes para aprender la lección de una manera sincera y veraz. Aquí se puede vivir sin wifi, sin redes sociales, sin la celeridad de nuestras prisas, sin la inmediatez de nuestros plazos, sin la coacción de nuestras amenazas. La vida se torna sencilla, esencial, íntima, trasparente, verdadera. No es una vida prestada, sino gustosamente acogida, agradecida, compartida y celebrada.
Mañana deberé tomar el avión que me llevará de nuevo a Oviedo, haciendo escala en Paris y Madrid. No es un paréntesis de un correteo turístico, que termina como todo acaba en este mundo, para volver a la dura realidad que me espera allí donde la dejé cuando, con el Vicario episcopal de Oviedo-Centro, D. José Julio, me vine para acá hace ahora diez días. Volvemos, sí. Y las cosas nos estarán esperando, por supuesto. Y deberemos zambullirnos en la otra realidad que corresponde a nuestro mundo cotidiano en Asturias y España. Pero no queremos ser turistas que deshacen la maleta, cuentan anécdotas y enseñan algunas fotos, dejando que la trama diaria termine por desplazar la sorpresa con la que Dios nos ha querido sorprender en estos días extraordinarios. Esta es la gracia que uno se atreve a pedir humildemente: ni vivir colgado en lo que aquí se nos ha enseñado, ni pasar página como si en estos días nada hubiera pasado.
En el sur del país, la humedad es muy alta, la temperatura se nota más por este motivo, a pesar de que aquí todo es verde, a diferencia de la selva norteña de donde venimos junto a nuestros hermanos misioneros, en esta estación de la sequía. Por eso, haciendo síntesis, queremos que no se agoste la gracia de estos días, que no se nos arruinen tantos dones con los que el buen Dios ha querido bendecirnos. Iremos a nuestra Asturias nevada y gélida en estos días, con la certeza de una luz que alumbra, de una lumbre que caldea, y de una gracia misionera que el Señor ha sembrado de nuevo en nuestras vidas. En el examen de amor de estos diez días, estas son las preguntas, estas las respuestas, y esta la llamada a decir sí a Dios con una santa osadía.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Cotonou. Lunes, 4 febrero de 2019



Gamia y Baura. El regalo de no caber en la iglesia


Llegamos hace ya ocho días. Hoy nos tocaba la última salida a comunidades. La primera, a la que hace de cabecera de la parroquia: Gamia. La segunda, una pequeña comunidad a la orilla de la carretera: Baura. Las dos tienen ese denominador común: no hay que adentrarse en la selva para llegar a ellas, sino que ambas están casi al borde de la carretera que atraviesa todo el país, desde el sur junto al puerto de mar con su capital en Cotonou, hasta el norte con las fronteras de Burkina Faso y Níger. Por más que sea carretera nacional, con varios tramos de peaje, está tan agujereada con baches como cráteres, que es peligrosa y resulta ser una palestra de prueba para camiones y camioneros. Es muy frecuente, realmente habitual, ver orillados los grandes tráileres cargados de algodón, con los ejes y ballestas partidos, las ruedas reventadas, y los pobres conductores desesperados esperando alguna difícil solución.
La vida está hecha también de todos estos obstáculos, y los agujeros nos amenazan con engullirnos si no estamos preparados para el largo recorrido, si no tenemos la diligencia adecuada, y si no gozamos de la pericia mínima para sortear los parches que nada parchean y que los descubres cuando ya estás encima de ellos. Me viene a la memoria aquel misionero jesuita que siendo yo un joven de dieciséis años tuve la gracia de hacer ejercicios espirituales con él: era el P. Segundo Llorente. Nos contaba sus peripecias en Alaska y cómo se las ingeniaba entre las horas largas ante el Sagrario y sus aventuras en la barcaza por el río Yukón totalmente entregado a los esquimales. Tengo amigos y compañeros en otros lares del mundo, trabajando también en la misión evangelizadora, y me dicen que estos problemas de aquí no es el caso de ellos, puesto que donde ellos se mueven en la Amazonia –por ejemplo–, no hay ninguna carretera, de lo tupida que es la tundra de la selva de ellos. Se mueven por vías fluviales, y allí los peligros y los desafíos son otros bien distintos. Pero en unos y en otros, me admira el valor y la entrega como misioneros. Han entendido bien lo que significa ser enviados hasta el último “finisterre” del mundo para anunciar el Evangelio de Jesucristo. No hay lenguas que les impidan el anuncio, ni carreteras que les detengan para llegar a donde sea que haya gente para decirles que hay un Dios que los quiere, que los conoce, que ha dado la vida de su bienamado Hijo para salvarlos. Por este motivo, que haya dos comunidades al borde de la carretera, es una manera de decir con la sola presencia de cuantos los ven al pasar, que allí hay una comunidad cristia
na con las puertas abiertas, y Jesús en medio de ellos, anunciándoles el bien y la paz.
Gamia, como ya hemos dicho, es la última parroquia que se ha creado en esta diócesis de N’Dali. Antes era una capilla más, pero ha crecido tanto su comunidad que se ha transformado en una parroquia en toda regla, pasando a ser esa cabecera pastoral de otras tantas capillas y comunidades que desde ahí se pueden seguir atendiendo. Está dedicada a un santo que me es particularmente querido: San Francisco de Asís. Ya hay una simpatía connatural con esa comunidad cristiana. Me sorprendió la buenísima organización de la que goza esa parroquia con los distintos servicios comunitarios: los catequistas, los acólitos y monaguillos, los lectores y monitores, el coro y la pequeña banda musical, el servicio de orden durante la procesión de entrada y en la misma celebración y sus diversas partes (ofrendas, colecta, comunión, etc.), esa especie de “guardería” interna donde agrupan a los más pequeñitos para cuidarlos e iniciarlos en la participación situándolos cerca del altar en un rincón adecuado.
En fin, se ve que una expresión madura de una comunidad que ya es madura, es el modo que tienen de celebrar. Por supuesto que hay cantos, muchos cantos, alguna danza ritual, y todo al estilo africano, con mucha dignidad y sabiendo hacer las cosas. Pero no por ello, a pesar del diferente estilo con el que en la vieja Europa hacemos la liturgia, esta es desdeñable o no apta a la respetuosa consideración. Estoy seguro que es una delicia para Dios.
Tuvimos procesión de entrada desde las dependencias adyacentes al templo. Íbamos caminando despacio con un canto festivo, el propio de un día tan de fiesta como el domingo, día de la Resurrección del Señor. Especialmente las mujeres y las chicas algo más que adolescentes, iban ataviadas con sus mejores galas, con esos vestidos tan floridos y sedosos, con sus correspondientes tocados sobre las cabezas. Algunas de ellas llevan a la espalda a su pequeño, que también está vestido con el mismo retal, al igual que la banda que lo sujeta casi milagrosamente al dorso de su madre. Todo un conjunto admirable de armonía. Y pude saludar a dos religiosas dominicas de la Anunciata, como las que tenemos en Asturias. Ellas colaboran en la catequesis de los jóvenes y la confirmación, viniendo desde Bembereké. Ellas iban “tocadas por Dios”, llevando en su cabeza un pequeño tocado de color blanco, como es el hábito de la familia de Santo Domingo de Guzmán.
Aunque es un templo parroquial que últimamente fue ampliado en uno de sus laterales brindando más acogida a un buen puñado de gente, son tantos los que van incrementando esta comunidad que el dato gozoso es que el templo se hace pequeño e insuficiente, con un crecimiento progresivo aritmético a juzgar por la infancia y chavalería que por allí pulula apuntando las mejores maneras. Y así pude decir al final de la santa Misa que esa iglesia de San Francisco estaba pidiendo una nueva ampliación de sus muros o, todavía mejor, la construcción de una nueva iglesia parroquial. Es fácilmente comprensible cómo recibieron mi comentario, que encierra ya un medio proyecto en el que estamos trabajando desde la Delegación de misiones de nuestra Diócesis de Oviedo, junto a nuestros misioneros aquí en Benín y el parecer del Señor Obispo de N’Dali.
El Evangelio del día comenzaba como había terminado el del domingo anterior: cuando Jesús en la sinagoga de Nazareth devolvió el rollo del profeta Isaías para decir que en ese momento se cumplía la famosa profecía en él: “Hoy se cumple esta Escritura”. Los ciegos ven, los cojos andan, a los cautivos se les anuncia la libertad y a los pobres una buena noticia. Pero en la continuación del relato evangélico, hoy se daba un dato más: que no todos creyeron en él, porque reconocieron en Jesús al hijo de María, y al hijo de José el artesano del pueblo. Es decir, el problema era que resultaba demasiado familiar. Entonces Jesús dijo aquello que ha pasado a nuestro refranero: nadie es profeta en su tierra. Esto me permitió hablarles de San Francisco, como alguien que sí reconoció a Jesús. El Señor no fue para él alguien tan cercano y próximo que terminó siendo extraño y alejado. Todo lo contrario: para San Francisco de Asís, Jesús fue todo un regalo imprevisto e inmerecido, que dio sentido a toda su vida desde que lo encontró. Se hizo su amigo, y no pudo sino contarlo a todos los que fue hallando en su vida, especialmente a los que más duramente les trataban los acontecimientos de la violencia, las enfermedades como la lepra, o las situaciones como la pobreza o el hambre. Jesús fue profeta en la tierra de San Francisco. Jesús quiere ser profeta en la tierra de Gamia.
De allí nos fuimos a una segunda comunidad que ya nos esperaba: Baura. Fue conmovedor ver a los adultos bajo el porche resguardándose del sol que estaba en su fase cenital cayendo a plomo con sus casi 40º en estos lares. Pero un grupo de niñas y jóvenes hicieron dos filas para acogernos a nuestra llegada mientras cantaban y danzaban con sus palmas armoniosamente sincronizadas. Yo bajé del Toyota para anticiparme y salir a su encuentro dándoles las gracias. Es proverbial la acogida africana y uno no se acostumbra jamás a tanta cortesía tan llena de amable deferencia para con el extranjero, para con el misionero y para con el obispo. Sólo sabes sonreír, agradecer con tu inclinación de cabeza y decirles en su lengua lo muy contento que estás: “Na siara totõ, Ya man dorê”.
Pasamos a la pequeña capilla. Los niños fueron a su ángulo a modo de corralito sobre una estera. Los dos catequistas, chico y chica, cuidaban de los pequeños y les hacían indicaciones sobre los cantos, las danzas, las posturas. Hacía tanto calor en un lugar tan estrecho y tan lleno de personas, que los más infantes decidieron tumbarse directamente en el suelo de cemento, buscando algo de frescura para sus cuerpecitos exhaustos. Y comenzamos la santa Misa. En el acto penitencial, como siempre se hace aquí en estas tierras misionadas, los cristianos se ponen de rodillas. No es pedir perdón sin más, sino expresar también con un gesto corporal lo que se está pidiendo y recibir con humildad la gracia que se aguarda. Podría parecer una escenografía sin más, que al igual que en un momento se introduce, se puede luego en otro momento descartar, pero no es el caso. Tú ves la hondura y seriedad con la que ellos piden perdón, ves sus oraciones recitadas con sus ojos, con sus rodillas, con su postración sincera y hondamente cristiana. Inevitablemente pienso en el deterioro de nuestros gestos litúrgicos en los primeros mundos de la vieja Europa: cómo hemos ido banalizando lo más sagrado, cómo hemos ido abandonando lo que tenía todo su sentido y que, a fuerza de repetirlo sin convicción ni devoción, terminamos frivolizando las cosas santas dejando que un vacío se haga dueño de nuestra piedad. Estos hermanos africanos con su religiosidad profunda, se arrodillan en el momento penitencial pidiendo perdón, como lo hacen en la consagración adorando la santa Eucaristía, o tras la comunión al recibir al Señor en sus vidas comulgando a Jesús y todo con lo que Jesús comulga.
Vi a una joven mamá que tocaba los timbales junto al pequeño coro de jóvenes. Pero era algo especial. No sabría describirlo ni nadie se atrevió a hacer una foto por razones obvias. Tenía a su espalda un crío atado con la banda según esta usanza. Delante un bebé estaba mamando su leche maternal. Y ella tocaba los timbales a toda orquesta. El niño amamantado lo hacía con verdadero entusiasmo, como si hubiera salido de algún ramadán cristiano la noche anterior. El que tenía atrás dormía plácidamente. Estoy seguro que no lo ensayan, sino que es la vida misma la que así es saludada, acogida, celebrada y vivida. En esta vida la sencillez preside todo lo que en ella acontece: sin poses, sin postureos, sin zancadillas ni malas artes. Se comprende que en esta gente Jesús y la Virgen María tengan su predilección y complacencia. Y así nos quedamos boquiabiertos y gratos, los que nos asomamos de pasada. También se entiende cómo los misioneros, una vez que han pasado por aquí dando unos años de su vida por Dios y el Evangelio, tengan sus dificultades en reubicarse como si nada en otros lares de la Madre Iglesia.
Al acabar, hice el anuncio de mi compromiso personal con la ayuda del Señor, de proceder a recoger dinero para levantar una iglesia bastante más amplia para esa comunidad cristiana de Baura. Lo he hecho ya en otras ocasiones. Es el mejor destino del dinero que a mi me llega o que yo puedo ahorrar, o las dos cosas juntas. Es un regalo que a mí se me hace al ayudar a estos buenos hermanos en la vivencia de la fe. No piden otras cosas que también necesitan, materialmente urgentes, sino que ellos comienzan por lo que juzgan más importante: tener una iglesia donde celebrar como ellos celebran, unidos a toda la Iglesia, la fe. Finalmente, y sin que fuera respuesta a mi promesa -pues ellos desconocían que les iba a decir lo de la capilla–, también bromearon conmigo haciéndome el honor de nombrarme rey… honorífico. Me quité las vestiduras litúrgicas con la misa ya acabada, y ellos me revistieron con sus trazas reales más solemnes. No sabría tampoco describir el calorazo que sentí cuando me impusieron todo el boato de la túnica gruesa y el tocado (modelo pitufo mayor) sobre mi cabeza. Cosas que ocurren.
Cosas en las que uno se siente pequeño junto a estos pequeños, y aprende a ser sencillo junto a estos hermanos sencillos. Bendito sea Dios. Con ese porte y los dos gallos que nos regalaron nos volvimos a la Misión. Un día del Señor, un domingo que será inolvidable.


Gamia-Baura. Domingo, 3 febrero de 2019
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo



Dale candela: la luz que alumbra sin deslumbrar. Sinaou


Eran las nueve de la mañana. Puntualmente habíamos quedado con esa comunidad de Sinaou, otro pobladito que, particularmente querido, atienden nuestros misioneros. Hoy es una fiesta que suscita ilusión en esta gente: la Presentación del Señor en el Templo. Habíamos preparado en la Misión la celebración de las candelas y la aspersión del agua bendita. No me imaginaba cómo sería la celebración como tal hasta que no llegásemos al lugar. La acostumbrada aventura hasta llegar por esos caminos intrincados que nos muestran las cicatrices en el suelo y los remedios con puentes que habrán hecho pontoneros muy hábiles -tal y como daba la impresión al ver su estructura-. No obstante, nosotros preferimos arriesgarnos por las grietas y no probar por el puente… por si acaso sucedía el más que posible percance.
Hice una foto del puente, que es transitable para personas, bicis y motos con mesura en la travesía. Para coches… mejor no probar.
Llegando a Sinaou, allí estaban todos esperando en orden de festejo. Te conmueve la alegría de un pueblo que te espera, que alza sus brazos y te regala la mejor sonrisa: la de sus dientes blancos y la de sus almas sencillas. Bajarnos del coche y empezar a saludar en batonou es un gesto hilarante de mucho gozo, cuando ves que verdaderamente ellos te sienten así de cercano, agradeciendo que te aprendas algunas frases y palabras para decirles en su propia lengua un saludo mañanero de cortesía: a kpuna do­õ, buenos días. Y te ofrecen su mano para que la estreches, sintiendo en niños y grandes la aspereza de una piel que no está acostumbrada a los jabones finos ni al agua tibia.
Y como un regalo que de veras agradeces, la estrechas también tú con un guiño de complicidad que a los más pequeños les hace enormemente gracia, mientras prueban ellos a cerrar un ojito dejando el otro abierto, y preguntándose seguramente: pero ¿cómo lo hace que a mí no me sale? ¿cómo lo hace? Y te mueres de la risa viendo el enigma con el que se van.
Fuimos cantando desde sus casitas, hasta la capilla-iglesia que estaba a unos cuantos escasos metros. En todo momento sus timbales y tam-tam iban marcando el ritmo y el paso. Y sus cantos expresaban toda la alegría de un pueblo que se prepara a la fiesta, sabiendo que ese día había algo especial, una visita anunciada, una celebración también distinta por la liturgia que tocaba festejar. Rápidamente los encargados dispusieron a todos, niños y mayores para que cada uno con la velita se situaran fuera de la iglesia para los ritos iniciales. Todo en lengua batonou o baribá, fuimos haciendo la bendición de las candelas y de las personas que en círculo estábamos dando comienzo a una ordenada fila que poco a poco fue discurriendo con las llamas de nuestras velas que nos dábamos unos a otros.
Me llamó la atención la seriedad tan adulta y serena que todos mostraban hacia un rito que sólo se hace el día de la Presentación del Señor y en la Vigilia Pascual. Pero cada uno con su velita, iba atento para que no se apagara ni se apagara la de quien tenía más cerca. Y si esto sucedía, sin mediar palabra, se compartía de nuevo la luz de la llama.
El sol empezaba ya a estar alto en estas latitudes. Y podría parecer demasiado ficticio nuestro rito lucernario cuando la pequeña llama no aportaba verdaderaente luz a una inexistente oscuridad. ¿O sí…? Porque, tal vez, la oscuridad a la que se refiere este gesto litúrgico es otra que no tiene que ver con la hora del día ni con la altura del sol medianero. Sino que se refiere a las cosas que se nos apagan y a las cosas que se nos enfrían. Jesús fue presentado en el Templo como Luz, esa que con la llama de su vida disuelve todas las penumbras y enciende la calidez que entraña su gracia. En este sentido, a cualquier hora del día o de la noche, somos mendigos de una luz distinta, de una lumbre que no se apaga, y que no depende de nuestras baterías ni de nuestras artimañas, sino que es un regalo. Un don del cielo que, como toda gracia, será siempre gracia inmerecida.
Entonces sí que entendí que yo estuviese en aquella fila, uno más entre aquellos hermanos con los que tenía la santa fortuna de celebrar esta fiesta. Atento a mi llama, cuidadoso de la de quienes venían a mi lado, fuimos poco a poco llegando a la iglesita, subiendo los peldaños de la escalinata y adentrándonos en ese templo de la selva, como hace dos mil años hicieron María y José con el pequeño Jesús entre sus brazos. También para nosotros se encendía la luz que ese Dios hecho bebé, un Dios humanado, venía a brillar en nuestras sombras y a derretir nuestras frialdades.
Hicimos las oraciones y las lecturas, y tras el Evangelio tuve que hacer la breve homilía. El orden habitual fue el de siempre: saludo en baribá, unas ideas en francés que a baribá me traducía el catequista, y finalmente algo en español que también era traducido a la lengua local. En nuestra vida -les decía-, hay momentos en los que nuestros ojos no logran ver el camino. Y otros momentos en los que sentimos el frío de la soledad, de la incomprensión, el miedo de haber perdido el sentido de las cosas que valen la pena. Entonces Jesús se nos presenta como la última palabra tras todas nuestras palabras penúltimas que han podido sembrar el cansancio, la duda, el desánimo, el temor. Y su palabra postrera es siempre luminosa y cálida. Una palabra de luz que alumbra sin cegarnos, una palabra ardiente que caldea sin abrasarnos. Por eso es palabra amiga, palabra dulce, palabra que se corresponde con nuestra más cotidiana pobreza que es por Él abrazada con un inmenso amor cada día.

Los ojos de Simeón y de Ana habían esperado toda una vida ese momento. Han esperado a que se cumpliese la vieja promesa que tenía sus muchos años. Pero ese instante llegó, y reconocieron en el pequeño Jesús traído en brazos por su Madre bendita, y acompañados por el bueno de José que traía en la jaulilla las dos tórtolas para ofrendar al Templo la presentación de Niño. Una escena entrañable donde se entretejían tantas cosas de esas que en nuestro corazón palpitan. Allí estábamos también nosotros… en los brazos de María, en la ofrenda de José, en los ojos ancianos de Simeón y de Ana. Veo a las madres jóvenes africanas, con sus hijos en sus vientres todavía, o a las espaldas cuando ya han nacido, o atentas a sus primeros pasos cuando corretean de aquí para allá. Y comprendo el don de la vida que aquí en África es una explosión de esperanza. Entonces me es más fácil entender la solicitud del mismo Dios por cada uno de nosotros, sus hijos.
Yo les decía a estos buenos hermanos en la homilía: somos un regalo del cielo, cada uno de nosotros lo es… y ¡de qué manera! Me da por pensar qué serían estos niños y niñas si hubieran nacido en Madrid, en Oviedo, en Nueva York o en París. Pero Dios ha querido que nazcan aquí donde viven, y ahora, en los años que tienen sus días. Ellos son un regalo, lo son para mí, para nosotros. En ellos somos bendecidos de manera increíble por un Dios que sorprende, que jamás aburre ni se repite aún diciéndonos y dándonos lo mismo de siempre. Esto es lo que venimos a ofrecer: nuestra vida como un don. Somos el humilde candelabro en donde quiere brillar y caldear la luz y la lumbre de Dios. Sería absurdo e indebido pretender apropiarnos de nuestra condición “lampadaria”, o de arrebatar posesivamente la luz y la lumbre que en ella ha puesto el Señor. Por eso, como les recordaba a ellos, San Francisco de Asís enseñaba a los frailes que la verdadera pobreza es no apropiarse de lo que Dios hace y dice en nosotros, no apropiarse de lo que Él hace y dice en los hermanos. De este modo él explicaba cómo la ofrenda de nuestra vida, la gratuidad de nuestra existencia, es sencillamente una “devolución”. No damos a Dios lo que a Él le falta, o lo que paternalistamente sobrados damos a los hermanos, sino que estamos “devolviéndole” tanto a Él como a ellos, lo que les pertenece… aunque lo hagamos con nuestras manos, ya que en ellas se pusieron los dones para que los repartiésemos con agradecimiento y gratuidad.
Al acabar la santa Misa, se dieron avisos por parte de los misioneros y los catequistas. Y el presidente de la comunidad y el catequista más antiguo, tuvieron unas palabras muy amables que me emocionaron otra vez: “gracias por haber venido desde tan lejos, por haber celebrado con nosotros esta fiesta; que Dios te dé fuerza y te dé gracia para seguir ofreciéndote”. Yo decía el “amín”, con el que ellos responden a las oraciones, como hice al acabar la celebración antes de bendecirles: “na siara totõ. Gusuno u Bee Baruka dukê. I man Kanaru kwo” (Muchas gracias. Dios os bendiga. Rezad por mí). Y ellos irrumpieron con su “amín”, un amén sonoro con palmas y canto.
Fuera ya de la iglesita, pasamos un rato delicioso saludando a unos y otros, especialmente a los más pequeños que volvieron a sorprenderse cuando uno de los misioneros sacó otro balón de reglamento que les regalaron. Aquí todos se lanzaron a por el esférico, sin que las niñas quedaran atrás. ¡Madre mía, qué sencillo alboroto y que pura alegría por un simple bota y bota de un balón!
Antes de regresar para la Misión, hicimos una parada para saludar el rey del poblado y a su esposa, bajo el árbol de las decisiones y consejos. Muy cordial también uno y otra. Y tras acercarnos a ver en su choza a una mujer enferma que hacía luto por el fallecimiento de su esposo (consiste en que no pueden salir de la casa durante cuarenta días, ni siquiera para ir a la iglesia), regresamos a casa obsequiados con dos gallinas y un saco de igname, un tubérculo con el que se hace la pasta del sukuru. Toda una delicia.




+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
 Sinaou. Sábado, 2 febrero de 2019