Nunca los verdaderos peregrinos
ponen condiciones para su experiencia de disponibilidad. Los turistas sí. Esta
mañana, muy temprano, celebramos la santa Misa en la pequeña capilla de la
Misión, allí en Gamia. Un misionero fue a celebrar a una de las parroquias, los
demás lo hicimos en casa. Camino de la capital comercial y económica de Benín,
Cotonou (la capital política propiamente dicha es Porto Novo), hemos vuelto a
atravesar casi todo el país. Hemos visto algunos turistas, muy pocos. Pero te
dabas cuenta cómo el porte, las trazas, el equipaje, los comentarios… eran
otros a los que nosotros nos llevamos. No es que esté mal, ni mucho menos, pero
es, lógicamente, distinto. Es sencillamente diferente venir a África como
peregrino a venir como turista.
Los turistas hacen un viaje
calculando todo cuanto pueden, los grandes y los pequeños pormenores de su
trasiego. Entrar en contacto con otra cultura, otra lengua, usanzas diferentes,
climas diversos y un largo etc. En la medida que pueden todo lo traen contado,
pesado y medido, para evitar que haya sorpresas imprevistas que les compliquen
el periplo. Por el contrario, los peregrinos se dejan llevar por otro, Otro que
lleva mayúsculas. Puestos en las manos de Dios se dejan sorprender. Sin duda
que hacen también sus previsiones, ajustan el viaje, saben que se hospedarán en
un lugar prefijado y sencillo, y todo lo demás que dicta la simple prudencia y
la sabia precaución, propia de estos casos. Pero dejan un margen grande, tan
grande como grande es Dios, para que sea Él quien venga a sorprenderles con un
don y una gracia que no entraba en los cálculos humanos de quien se mete a
viajar a mundos desconocidos. Puedo decir, que siempre que me he puesto en esa
actitud de peregrino a través de mi vida, jamás el Señor me ha dejado
indiferente ni me ha aburrido a fuer de repetirme cosas ya sabidas y manidas
que corrían el riesgo de venir a ser más de lo mismo.
Esta es cabalmente la pregunta
que al final de esta visita a nuestros misioneros asturianos en la Misión
diocesana de Benín, debo y puedo hacerme: ¿en qué me ha sorprendido Dios, ¿qué
ha venido a decirme como quien recuerda palabras ya dichas y luego olvidadas?,
¿qué ha venido a señalarme como quien se asoma a escenarios familiares que de
tanto mirarlos distraídamente han dejado ya de conmoverme? Algo de todo esto me
ha sucedido en tantos momentos aquí, en el contacto diario con esta buena gente
que tanto bien me han hecho… una vez más.
En primer lugar, el horizonte de
un mundo y una Iglesia que es más grande de lo que a diario pone fronteras
existenciales a mi vida. Vivo en este momento en Asturias, una tierra
particularmente bella por su historia y su geografía. Vivo con las gentes de
esta región española tan cargada de nobleza y bondad en su acogida. Vivo en la
diócesis de Oviedo que tiene siglos de camino, donde hay santos, mártires, y
tantos cristianos con sus diferentes vocaciones que han dado vida, han puesto
esperanza y han repartido entrega a manos llenas, por amor a Dios y a los
hermanos. Pero, siendo verdad esto, tan gratamente verdadero, el mundo y la
Iglesia tienen otro mapa más amplio, más inmenso, más diverso y variopinto.
Entonces tu mirada se dilata, y comprendes que las cosas que a diario te
suceden entre valle y valle, entre pueblo y pueblo, entre prueba y prueba,
entre lío y lío… no agotan el universo donde hay muchas más cosas con todas sus
agradables noticias ensoñadas y con sus todas sus pertinaces pesadillas. Dios
te hace ese regalo que agrandar tu pupila y ver cómo se dilata esa mirada que
te permite ver de otro modo lo que cotidianamente nos acontece en nuestra
orilla.
En segundo lugar, los misioneros.
De Asturias han pasado ya por esta misión diocesana de Benín unos cuantos
sacerdotes y diáconos, algunos laicos, y han apoyado en algún momento las Dominicas
de la Anunciata para el trabajo evangelizador y educativo de chicas y mujeres.
En estos momentos tenemos establemente a dos sacerdotes: el Padre Antonio y el
Padre César. Así les llaman aquí y yo respeto esa paternidad que en el Señor es
tan verdadera. Son muy queridos, como lo han sido todos cuantos han pasado por
estas comunidades cristianas, dejando la buena huella del hacer misionero
estrictamente hablando. No son agentes de promoción cultural o social; no son
los comerciales de una ONG altruista de proyección y financiación
internacional; tampoco vienen a jalear con terapias de guerrilla como si fueran
piratas de reivindicaciones ajenas al Evangelio. Son nada más y nada menos que
misioneros, sacerdotes, religiosos, laicos comprometidos hasta el fondo, y
todos desde una exquisita comunión con la Iglesia. Enseñan a amar a Dios, a
María y a los santos. Preparan la catequesis según la edad y los momentos.
Celebran los sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Penitencia, pero
también el Bautismo, la Confirmación, el Matrimonio, la Unción de los enfermos.
Proclaman la Palabra de Dios que con celo predican en estas lenguas locales
complicadas muchas veces. Y crean comunidad, hacen pueblo, sostienen la alegría
y la esperanza de esta gente sencilla.
En tercer lugar, está el regalo
de este increíble pueblo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Es lo que acabo
de indicar. Y puedo decir, porque así lo he vivido yo también, que esto que
ellos hacen por aquellos a los que son enviados, también lo reciben de Dios a
través de los hermanos. Un misionero lo da todo y todo lo recibe con creces
hasta quedar conmovido y lleno de gratitud sincera. ¡Cuántas cosas he recibido
yo en estos pocos días de pequeños y grandes, de gente que comienza con su fe y
de cuantos ya llevan años de andadura creyente! Especialmente el domingo, la
celebración te permite comprobar lo que significa el día del Señor y con
asombro asomarse a un verdadero pueblo en fiesta. Es la alegría contagiosa que
se torna en el anuncio cristiano por antonomasia, como ya ocurría con la
primitiva comunidad eclesial: ¡mirad cómo se aman!, era el comentario impávido
de cuantos los veían pasar. Y no en vano, el historiador de esos dos primeros
siglos de cristianismo, el profesor Gustav Bardy, hablaba de lo que él
denominaba el “espectáculo de la santidad”, como un santo-y-seña de la dulce
provocación que suponía la presencia de una comunidad cristiana.
Finalmente, en estos días he
vuelto a comprobar el chantaje del consumo materialista, y de cómo puedo vivir
con mucho menos en tantos sentidos, de lo que a diario me agobia haciendo
saltar nerviosas todas mis ansias. Vivimos en un mundo que se empeña en
engañarnos cifrando una imposible felicidad en el módico precio de adquirir,
consumir, acopiar, apropiarse, envidiar… experimentando también cada día el
enorme chantaje que supone tamaña engañifa. Parece que es reacio el escarmiento
tantas veces masticado con tristeza y fraude, y se ve que tristes y defraudados
tenemos algún anticuerpo que nos hace inmunes para aprender la lección de una
manera sincera y veraz. Aquí se puede vivir sin wifi, sin redes sociales, sin
la celeridad de nuestras prisas, sin la inmediatez de nuestros plazos, sin la
coacción de nuestras amenazas. La vida se torna sencilla, esencial, íntima,
trasparente, verdadera. No es una vida prestada, sino gustosamente acogida,
agradecida, compartida y celebrada.
Mañana deberé tomar el avión que
me llevará de nuevo a Oviedo, haciendo escala en Paris y Madrid. No es un
paréntesis de un correteo turístico, que termina como todo acaba en este mundo,
para volver a la dura realidad que me espera allí donde la dejé cuando, con el
Vicario episcopal de Oviedo-Centro, D. José Julio, me vine para acá hace ahora
diez días. Volvemos, sí. Y las cosas nos estarán esperando, por supuesto. Y
deberemos zambullirnos en la otra realidad que corresponde a nuestro mundo
cotidiano en Asturias y España. Pero no queremos ser turistas que deshacen la
maleta, cuentan anécdotas y enseñan algunas fotos, dejando que la trama diaria
termine por desplazar la sorpresa con la que Dios nos ha querido sorprender en
estos días extraordinarios. Esta es la gracia que uno se atreve a pedir
humildemente: ni vivir colgado en lo que aquí se nos ha enseñado, ni pasar
página como si en estos días nada hubiera pasado.
En el sur del país, la humedad es
muy alta, la temperatura se nota más por este motivo, a pesar de que aquí todo
es verde, a diferencia de la selva norteña de donde venimos junto a nuestros
hermanos misioneros, en esta estación de la sequía. Por eso, haciendo síntesis,
queremos que no se agoste la gracia de estos días, que no se nos arruinen
tantos dones con los que el buen Dios ha querido bendecirnos. Iremos a nuestra
Asturias nevada y gélida en estos días, con la certeza de una luz que alumbra,
de una lumbre que caldea, y de una gracia misionera que el Señor ha sembrado de
nuevo en nuestras vidas. En el examen de amor de estos diez días, estas son las
preguntas, estas las respuestas, y esta la llamada a decir sí a Dios con una
santa osadía.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Cotonou. Lunes, 4
febrero de 2019