Me avisaron
de su llegada y salí a una especie de pérgola redonda con techumbre de cañizo y
sostenida por columnas para protegernos del sol. La llaman “apatam”. Yo noté
que no había ninguna mujer entre ellos y pregunté si era así. Me dijeron con
algo de sorna que también había una mujer, pero que en ese día no podía
acercarse por ser día de mercado (lo cual era verdad), y me traían sus disculpas.
Se me fueron presentando. En primer lugar, el rey de la comunidad baribá. Todo
un personaje alto y fuerte, que venia con un vestido blanco de blusón y
pantalones, con un gorro del mismo color parecido en su forma a la barretina
catalana. Su dignidad y aplomo eran destacables. Pero mucho más lo fueron sus
palabras. Comenzó hablando en batonou, pero enseguida pasó al francés. Tanto él
como los otros me dieron las gracias por haber venido, y por ayudarles desde
nuestra Diócesis de Oviedo a levantar la comunidad cristiana de Gamia. No sólo
en lo que se refiere a los elementos materiales, que son evidentes, sino, sobre
todo -ellos insistían en esto-, por haberles traído sacerdotes que les
proclamasen la Palabra de Dios, les dieran los sacramentos y de modo especial
la Eucaristía, y preparasen a los catequistas.
El resto
del Consejo pastoral estaba formado por el presidente de la comunidad, el
responsable de los catequistas y las familias, el de cáritas y algún movimiento
apostólico carismático, y el tesorero. Cada cual en su papel y con su
responsabilidad. Yo les recordé cómo antes, la Iglesia del Señor podía ser
malentendida desde la función del Papa, del obispo, del sacerdote… los
religiosos, los misioneros, y que la inmensa mayoría formada por los laicos era
casi tan secundaria que apenas contaba para nada. Ahora, hemos comprendido que
la Iglesia del Señor la formamos entre todos, cada cual, con su llamada
vocacional, con su menester en la Iglesia y su función en la comunidad. El
Consejo pastoral es una expresión de este “nuevo” modelo que es tan antiguo
como la misma Iglesia, únicamente que se nos ha olvidado, lo hemos confundido y
mucho nos ha costado que Dios nos lo urja de nuevo. Pero bendito descubrimiento
en estos últimos decenios desde que concluyese el Vaticano II.
Los
catequistas aquí tienen una importancia enorme. En ellos se apoya el misionero
sacerdote no sólo cuando tiene que traducir su palabra a una lengua local que
todavía él no sabe hablar, sino que es quien inicia en la fe y en el
conocimiento de lo que es la vida cristiana a estos catecúmenos que llaman a la
puerta de la comunidad interesándose en su bautismo. Por este motivo, la
preparación de los catequistas adquiere una seriedad que se asemeja a la
preparación de los futuros ministros de Dios como diáconos y sacerdotes.
Dedican hasta un mes cada año, para hacer un curso intensivo sobre teología y
pastoral, y lo hacen en régimen de internado para aprovechar bien cada momento
y todos los recursos a su disposición. La formación permanente también la toman
en serio, y son actualizados los conocimientos y los métodos de evangelización
para que siempre sea vivo el acompañamiento de los hermanos más jóvenes y menos
duchos en la inserción cristiana.
Pienso a veces cómo nuestros
catequistas en Europa tienen la mejor buena voluntad, pero no los hemos
preparado con la conciencia que he visto en estos africanos. Es más que seguir
unas fichas, colorear unas hojas y aprender unos cantos. Se trata de iniciar
verdaderamente a un cristiano que se ha encontrado con Jesús y que desea
aprender a vivir todas las cosas desde ese encuentro personal con Él, en
verdadera comunión con la Iglesia. Especialmente en un mundo contrario, diverso,
plural… no se puede dar nada por supuesto, y para evitar ser arrastrados por la
corriente, o absorbidos por la mentalidad y cultura dominantes, es muy
importante tener bien las bases que nos identifican como hijos de Dios, hijos
de la Iglesia… en un mundo indiferente u hostil hacia lo cristiano. Por eso,
dentro de la precariedad de lo que aquí pueden vivir, el testimonio de nuestros
misioneros y el de estos responsables en el Consejo pastoral, me dieron una
impresión gozosa y una lección muy bella de cómo hacer las cosas como debemos
hacerlas buscando la gloria de Dios y la bendición para todos los hermanos que
Él nos confía. En el “apatam” se dio un encuentro así de hermoso entre un
obispo, sus misioneros, y un grupo de laicos.
Luego fuimos a otra comunidad:
Sombwa. La más lejana de cuantas los misioneros atienden. El camino fue
complicado por el terreno, pero conseguimos llegar hasta allí. Durante el
trayecto fuimos recogiendo a algunos cristianos que iban gozosos cantando. Me
acordé de la escena de la obra de teatro de Paul Claudel, El pórtico de la segunda virtud: “¿para qué sirve un camino que no
conduce a una iglesia?”. Ellos sabían que aquellos caminos maltrechos vale la
pena transitarlos en medio de la selva, porque terminan en la casa de Dios. Y
es que Él vive también allí en esa selva donde ha puesto su hogar en el que
tienen cabida estos sus hijos.
En Sombwa nos esperaba ya la
comunidad que se había ido reuniendo. Es pequeña en comparación de la de
Karakou que visitamos ayer, pero tiene mucho encanto. A veces los caminos se
hacen arduos, nos complica la andadura, nos puede confundir el desvarío de sus
cruces y desvíos, pero a la postre… se da con la iglesia donde esperaba una
comunidad cristiana viva. Los cantos, las danzas, las ofrendas, y los ojos de
los más pequeños son siempre un reclamo para la alabanza, y un motivo rendido
para mucha gratitud. La proverbial acogida de esta gente, nos invitó de nuevo a
comer lo que ellos traían. El cuscús super picante con la sémola y verduras,
fue el primer plato (más bien primera cacerola, pues era plato común para todos
con cuchara individual). El pollo quemado (porque no era ni asado ni frito),
nos invitó a rematar el almuerzo. Era pollo de corral, -pitu de caleya, que decimos en Asturias-, duro como una piedra de
afilar.
Un día más que declina con la paz
y el silencio de las noches de este continente maravilloso. Sólo algún grillo
en nuestro jardín, y el lejano runrún de la población que ya se retira al
descanso, hasta que el muecín nos recuerde en su intempestivo horario desde el
altavoz de su mezquita, que Alá también madruga como nuestro Dios, siendo como
son el mismo, aunque sea tan distinta nuestra religión.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Gamia-Sombwa. Miércoles, 30 enero de 2019
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