Llegué por
tercera vez a este rincón del mundo, en el corazón de un vasto continente como
es África. Bajar del avión y sentir el golpe de calor, los olores de un lugar
que no es el tuyo habitual, las gentes con sus lenguas y ropajes que te
recuerdan que el extranjero de color eres tú. Era ya tarde para los horarios de
estos lares. Salimos de París a mediodía y eran las diez de la noche cuando
recuperamos las maletas. En el sencillo hotel donde nos hospedamos no había
apenas comodidades, esas que no buscábamos. Pero sí que me topé con la sorpresa
de tener debajo del colchón lo que no debía haber, y que nos obligaba a elegir
entre acabar con una colonia de cucarachas (era impresionante) o pedir
amablemente otra habitación, que es lo que hice. No hay libro de reclamaciones,
como tampoco lo hay cuando los africanos van a nuestros primeros mundos y
sufren las condiciones humillantes o deshonrosas que les parecía dejar atrás.
Tampoco ellos reclaman nada, ni quizás se les consentiría en una humillación
más. Yo me puse de su parte, como ellos, y quise experimentar el resultado de
llegar en mi pobre patera europea a las orillas del mar.
El calor y
la humedad me hicieron dar mil vueltas en aquella noche larga en las ideas y
sensaciones, cortas en las horas de sueño. Fueron muchas las reflexiones que se
me venían de nuevo al dejar atrás mi ciudad, mi casa, mi gente, mi lengua… mi
comunidad cristiana, mi officium de
obispo en donde a diario lo vivo y ejerzo, mis valles y montañas de la verde
Asturias. Es otra cosa Cotonou, capital de Benín. La humedad junto a las altas
temperaturas, hacía que de pronto te pusieses a valorar con humilde gratitud
tantas cosas que tienes, que no mereces, y que disfrutas sin más… por el simple
hecho de haber nacido en otro lugar, en otra familia, en otra cultura, en otra
religión.
Vengo al
encuentro de esta gente que sin saberlo ellos y desconociéndolo yo, me estaban
esperando como yo aguardaba el encuentro: todos esperamos que nos suceda aquello
y que nos acontezca aquel, que nuestro corazón no ha dejado de otear
pacientemente porque para eso hemos nacido. Abierto a la sorpresa que el Buen
Dios aquí me volverá a brindar, cuando menos me lo espere, cuando nunca lo
merezca, pero que será para mi bien. Es una providencial manera de hacer las
cosas el Señor, porque cuando nos dice algo nuevo nos estrena lo de siempre,
porque aún diciéndonos lo mismo Él nunca se repite, sino que soy yo quien lo
escucha de una manera distinta, con otra mirada se asoma a ello, con otros
oídos se pone a la escucha, con otra entraña lo reconoce y lo abraza como una
gracia que tiene en este momento la edad de mis años y la urdimbre de mi
circunstancia.
La acogida que recibimos al llegar a Gamia tras todo un día de viaje desde Cotonou, fue algo conmovedor. Niños pequeños, jóvenes, matrimonios, ancianos… todos estaban allí festejando nuestra llegada: ¡bienvenido, Monseñor! -cantaban y danzaban en su lengua local que intercalaban con el francés-. Sí, bienvenido quien viene en el nombre del Señor. Y así lo escenificaban con ese rito sencillo como sencilla es el agua: un sorbo para beber y otro sorbo que echaban a tus pies para darte la acogida lavando tus pies cansados y para calmar la sed del camino. Hubo palabras, cantos, plegarias. Una fiesta que abría en la casa de Dios en aquellas últimas horas del domingo, lo que el Evangelio nos decía en este día: cuando Jesús en la sinagoga de Nazareth leyó la profecía de Isaías de que a los pobres se les anuncia la Buena Noticia, a los cautivos se les da la libertad, a los ciegos la vista… todos clavaron en Él la mirada y Jesús les dijo: hoy se cumple esta Escritura (Lc 4, 14-21). Es el cumplimiento del paso de Dios por nuestras vidas.
Y esta es
la vacuna, la única vacuna que nos contagia de la belleza y la bondad del santo
Evangelio. Para las enfermedades tantas que nos dañan por dentro y nos
enfrentan por fuera, para esas hay vacunas que nos previenen, que nos curan.
Pero hay también otras vacunas que nos inoculan lo que en esta gente sencilla
Dios mismo nos señala. Bendito quien se deja contagiar. Bendito quien
contagiado por esta gracia, se salva.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
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